Por la mañana, como cada día, se levanta con esa carga inalterable de optimismo: su pensamiento marcha siempre unos pasos por delante de él mismo, algo que lo convierte en un sujeto incapaz de una larga o profunda reflexión, pero a la vez en un tipo dinámico, enérgico, útil. Se contempla en el espejo y apenas advierte la mueca de satisfacción personal en su rostro; es relativamente joven, alto, con una planta en su opinión soberbia, y esa barba que mantiene rasurada al mínimo le presta un toque perfecto de dejadez que combina a las mil maravillas con el vestuario informal pero aseado. El pelo, bastante corto, se desordena lo justo. En su frente parpadea esplendente la palabra aventurero.
Arturo Martínez Ponce se llama, aunque le pese el nombre tan corriente, y trabaja en una empresa de gestión cultural. En ella coordina, planifica, diseña, administra, acciones todas ellas que remueven su orgullo con esa sensación de andar haciendo mundo, de pertenecer al bando creativo de la sociedad, lejos de esa pobre chusma rutinaria y grosera. De ninguna de las maneras admitiría la más pequeña participación de la suerte en su manera de ser, ni que el más mínimo trozo de su ADN se haya pergeñado con el concurso del azar. Su apostura formal y espiritual sólo debe atribuirse a una personalidad original y arrolladora, y eso se demuestra en las conversaciones con los amigos, donde más que hablar sentencia, convencido de que sus ideas no tienen vuelta de hoja.
Pero un punto crucial de su imagen lo constituye la libertad, aunque una libertad que, para ser la libertad que él ansía, de alguna forma debe ir cantando por las calles. No podía ser de otro modo: vive una existencia alternativa. Nadie debe identificarlo nunca con la mayoría, porque él es único. En este punto, Arturo se muestra incapaz de comprender lo descabellado de semejante pretensión, idea absurda no tanto por falta de argumentos sino porque, como queda dicho, si Arturo se parase a reflexionar sobre el tema, en ese justo momento ya estaría ajeno al mismo, atareado en otras cuestiones más cruciales, más urgentes. Como él suele decir, la vida es un pim pam pum, y camarón que se duerme, la corriente se lo lleva. No hace mucho que, en este sentido, ha tenido un sueño esclarecedor: se hallaba de pie sobre una peña, y la peña incrustada en medio del curso de un río muy especial, en el que en lugar de agua fluía una muchedumbre de desarrapados, de gente perdida, de fracasados. El curso humano del río se hacía más y más furioso, y su nivel subía de un modo lento pero manifiesto; entretanto, él conjuraba el terror a hundirse en aquel vertedero con su pensamiento ágil y emprendedor. Buscó en derredor posibles salidas. Así descubrió que el río no era muy ancho, y que las orillas rebosaban de una selva prieta y exuberante. Las ramas de un gran árbol se dejaban caer sobre el río, pero de un salto limpio le sería imposible alcanzarlas. Así que esperó un poco a que la turba que pasaba se hiciera algo más densa, y que alguno de los individuos que la componían fuera lo suficientemente ancho y pesado como para soportar su impulso. Localizó a un hombre oscuro y orondo que se acercaba flotando y a la vez siendo parte de aquella superficie tan peculiar, cogió carrerilla y de un salto alcanzó su espalda, y rebotando como un atleta salió disparado hacia la rama de la salvación. Observó, con esa manera tan propia de los sueños, cómo sus manos se convertían en garras nervudas y tensas dispuestas a aferrarse a la rama, pero también asistió al roce inútil de sus uñas sobre la corteza, y al alejamiento de la rama conforme él se despeñaba hacia aquel albañal caudaloso. Por supuesto, despertó antes de probar las amarguras de la muchedumbre, e incluso las angustias propias de las pesadillas habían prácticamente desaparecido a los segundos de despertar porque el pensamiento de Arturo ya estaba más allá, concibiendo el futuro, despreciando el presente.
La mañana se ha abierto hoy esplendorosa, una de esas mañanas primaverales que en su ciudad suelen estar contadas, porque en ella el invierno se transforma en verano con una agilidad algo irritante. Arturo, antes de salir, se remira en el espejo de la entrada. Una vez abajo, saca con decisión la bicicleta del trastero, sintiéndose orgulloso de poseer un ejemplar que combina el estilo de los artilugios clásicos con los últimos adelantos en el mundo del ciclismo, incluido el poco peso que un cuadro de refulgente aluminio le concede. Detrás, a cada lado del trasportín, cuelgan dos pequeños bolsos de cuero envejecido que le dan el toque informal al vehículo. Arturo se sube a la bicicleta y se lanza a la calle. Atrocha por las calles y las aceras de su barrio solitario, y poco a poco se acerca al centro de la ciudad, donde montones de afanosos madrugadores se dirigen a cumplir sus funciones a cambio de un sueldo. El tráfico se pone algo más complicado, y no tiene más remedio que encajonarse en el carril de bicicletas. Debe cruzar una avenida, y aguarda a que el semáforo se abra con una mueca de disgusto, no muy seguro de que todos aquellos conductores merezcan su espera. En cuanto se abre el semáforo se lanza hendiendo el aire matutino, persuadido de que todos se asombran de ver pasar a un hombre con semejante resolución. Una pareja de despistados se le cruza en el carril, empujados por la multitud de peatones que cruza por el paso de cebra. Arturo hace sonar el timbre y no disminuye la velocidad, rozando el brazo del hombre aunque sin detenerse, con determinación, sin atender a un hecho que ya es parte del aburrido pasado. Al cruzar toma una doble curva cerrada con un movimiento elegante, y sale lanzado por la avenida perpendicular, sin demasiada visión, arriesgándose a que haya más peatones cruzando el carril. Pero se siente grande, resolutivo, terminante, con personalidad.
Enfila ahora la nueva avenida, pasando cerca de algunos transeúntes a una velocidad que seguro los asombra. Cuando son mujeres quienes lo miran, la glándula de su amor propio crece a ojos vista, y a la supuesta admiración de ellas responde con una sonrisa interesante y seductora. La velocidad es entonces el trasunto vial de su temperamento, el aroma de su idiosincrasia, el sonido de su seguridad. Pero cuidado, porque ahí delante aparece ahora una hembra prodigiosa, de ropas apretadas y formas sinuosas, apoyada sobre un alto taburete, a las puertas de un bar. Arturo la mira. Ella le devuelve la mirada. Arturo le sonríe, y ella le paga con una pícara sonrisa. No importa nada que la chica vaya ataviada de un modo poco original, que sus gafas sean de estas lentes enormes, oscuras y salpicadas de brillos, esas que ahora les dio a tantas mujeres por llevar; tampoco importa que sus tacones se eleven hasta alturas incómodas, y que la planta general de la chica indique que no es una persona alternativa. Una mujer de bandera se está fijando en él, y Arturo se hincha un poco más. No puede evitar decelerar la bicicleta, desplazarse por unos instantes con movimientos gallardos de ciclista experimentado, con la cabeza cada vez más girada para mantener sus ojos en los ojos ocultos de la chica, que también se gira lentamente para mirarlo. Arturo considera que ahora debe acabar la faena de vana gloria, y entonces, sin dejar de mirar a la chica, cambia el piñón y da un potente golpe de pedal que lo impulsa hacia el futuro despreciando una vez más el presente, porque el presente es pasado, y sin advertir el árbol plantado que lo espera en mitad del carril para bicicletas choca con él violentamente.
Ha despertado en el suelo, y sobre él ve los ojos de la chica, que se ha desprendido de las colosales gafas, una más de los muchos curiosos que lo miran desde arriba. Le duele la cabeza, y siente una aguda punzada en el costado derecho; la nariz juraría que la tiene rota, y en la boca nota el sabor amarillo de la sangre. Un hombre mayor, con cara aburrida de funcionario, se ha arrodillado junto a él y le levanta la camisa; comenta algo sobre su hígado, y habla sobre su esperanza de que no se haya hecho mucho daño. Y bueno, lo normal, el sonido lejano de una ambulancia, que viene a recoger a Arturo, que ahora es el centro de atención de la muchedumbre, del río de almas insulsas que, una vez la ambulancia se lo lleve al hospital, seguirán caminando con velocidad de tortuga y la desgana de los muchos, mientras Arturo Martínez escucha al médico que le informa, lo normal, que sólo lo salvará un transplante, un intercambio estúpido de personalidades…
Arturo Martínez Ponce se llama, aunque le pese el nombre tan corriente, y trabaja en una empresa de gestión cultural. En ella coordina, planifica, diseña, administra, acciones todas ellas que remueven su orgullo con esa sensación de andar haciendo mundo, de pertenecer al bando creativo de la sociedad, lejos de esa pobre chusma rutinaria y grosera. De ninguna de las maneras admitiría la más pequeña participación de la suerte en su manera de ser, ni que el más mínimo trozo de su ADN se haya pergeñado con el concurso del azar. Su apostura formal y espiritual sólo debe atribuirse a una personalidad original y arrolladora, y eso se demuestra en las conversaciones con los amigos, donde más que hablar sentencia, convencido de que sus ideas no tienen vuelta de hoja.
Pero un punto crucial de su imagen lo constituye la libertad, aunque una libertad que, para ser la libertad que él ansía, de alguna forma debe ir cantando por las calles. No podía ser de otro modo: vive una existencia alternativa. Nadie debe identificarlo nunca con la mayoría, porque él es único. En este punto, Arturo se muestra incapaz de comprender lo descabellado de semejante pretensión, idea absurda no tanto por falta de argumentos sino porque, como queda dicho, si Arturo se parase a reflexionar sobre el tema, en ese justo momento ya estaría ajeno al mismo, atareado en otras cuestiones más cruciales, más urgentes. Como él suele decir, la vida es un pim pam pum, y camarón que se duerme, la corriente se lo lleva. No hace mucho que, en este sentido, ha tenido un sueño esclarecedor: se hallaba de pie sobre una peña, y la peña incrustada en medio del curso de un río muy especial, en el que en lugar de agua fluía una muchedumbre de desarrapados, de gente perdida, de fracasados. El curso humano del río se hacía más y más furioso, y su nivel subía de un modo lento pero manifiesto; entretanto, él conjuraba el terror a hundirse en aquel vertedero con su pensamiento ágil y emprendedor. Buscó en derredor posibles salidas. Así descubrió que el río no era muy ancho, y que las orillas rebosaban de una selva prieta y exuberante. Las ramas de un gran árbol se dejaban caer sobre el río, pero de un salto limpio le sería imposible alcanzarlas. Así que esperó un poco a que la turba que pasaba se hiciera algo más densa, y que alguno de los individuos que la componían fuera lo suficientemente ancho y pesado como para soportar su impulso. Localizó a un hombre oscuro y orondo que se acercaba flotando y a la vez siendo parte de aquella superficie tan peculiar, cogió carrerilla y de un salto alcanzó su espalda, y rebotando como un atleta salió disparado hacia la rama de la salvación. Observó, con esa manera tan propia de los sueños, cómo sus manos se convertían en garras nervudas y tensas dispuestas a aferrarse a la rama, pero también asistió al roce inútil de sus uñas sobre la corteza, y al alejamiento de la rama conforme él se despeñaba hacia aquel albañal caudaloso. Por supuesto, despertó antes de probar las amarguras de la muchedumbre, e incluso las angustias propias de las pesadillas habían prácticamente desaparecido a los segundos de despertar porque el pensamiento de Arturo ya estaba más allá, concibiendo el futuro, despreciando el presente.
La mañana se ha abierto hoy esplendorosa, una de esas mañanas primaverales que en su ciudad suelen estar contadas, porque en ella el invierno se transforma en verano con una agilidad algo irritante. Arturo, antes de salir, se remira en el espejo de la entrada. Una vez abajo, saca con decisión la bicicleta del trastero, sintiéndose orgulloso de poseer un ejemplar que combina el estilo de los artilugios clásicos con los últimos adelantos en el mundo del ciclismo, incluido el poco peso que un cuadro de refulgente aluminio le concede. Detrás, a cada lado del trasportín, cuelgan dos pequeños bolsos de cuero envejecido que le dan el toque informal al vehículo. Arturo se sube a la bicicleta y se lanza a la calle. Atrocha por las calles y las aceras de su barrio solitario, y poco a poco se acerca al centro de la ciudad, donde montones de afanosos madrugadores se dirigen a cumplir sus funciones a cambio de un sueldo. El tráfico se pone algo más complicado, y no tiene más remedio que encajonarse en el carril de bicicletas. Debe cruzar una avenida, y aguarda a que el semáforo se abra con una mueca de disgusto, no muy seguro de que todos aquellos conductores merezcan su espera. En cuanto se abre el semáforo se lanza hendiendo el aire matutino, persuadido de que todos se asombran de ver pasar a un hombre con semejante resolución. Una pareja de despistados se le cruza en el carril, empujados por la multitud de peatones que cruza por el paso de cebra. Arturo hace sonar el timbre y no disminuye la velocidad, rozando el brazo del hombre aunque sin detenerse, con determinación, sin atender a un hecho que ya es parte del aburrido pasado. Al cruzar toma una doble curva cerrada con un movimiento elegante, y sale lanzado por la avenida perpendicular, sin demasiada visión, arriesgándose a que haya más peatones cruzando el carril. Pero se siente grande, resolutivo, terminante, con personalidad.
Enfila ahora la nueva avenida, pasando cerca de algunos transeúntes a una velocidad que seguro los asombra. Cuando son mujeres quienes lo miran, la glándula de su amor propio crece a ojos vista, y a la supuesta admiración de ellas responde con una sonrisa interesante y seductora. La velocidad es entonces el trasunto vial de su temperamento, el aroma de su idiosincrasia, el sonido de su seguridad. Pero cuidado, porque ahí delante aparece ahora una hembra prodigiosa, de ropas apretadas y formas sinuosas, apoyada sobre un alto taburete, a las puertas de un bar. Arturo la mira. Ella le devuelve la mirada. Arturo le sonríe, y ella le paga con una pícara sonrisa. No importa nada que la chica vaya ataviada de un modo poco original, que sus gafas sean de estas lentes enormes, oscuras y salpicadas de brillos, esas que ahora les dio a tantas mujeres por llevar; tampoco importa que sus tacones se eleven hasta alturas incómodas, y que la planta general de la chica indique que no es una persona alternativa. Una mujer de bandera se está fijando en él, y Arturo se hincha un poco más. No puede evitar decelerar la bicicleta, desplazarse por unos instantes con movimientos gallardos de ciclista experimentado, con la cabeza cada vez más girada para mantener sus ojos en los ojos ocultos de la chica, que también se gira lentamente para mirarlo. Arturo considera que ahora debe acabar la faena de vana gloria, y entonces, sin dejar de mirar a la chica, cambia el piñón y da un potente golpe de pedal que lo impulsa hacia el futuro despreciando una vez más el presente, porque el presente es pasado, y sin advertir el árbol plantado que lo espera en mitad del carril para bicicletas choca con él violentamente.
Ha despertado en el suelo, y sobre él ve los ojos de la chica, que se ha desprendido de las colosales gafas, una más de los muchos curiosos que lo miran desde arriba. Le duele la cabeza, y siente una aguda punzada en el costado derecho; la nariz juraría que la tiene rota, y en la boca nota el sabor amarillo de la sangre. Un hombre mayor, con cara aburrida de funcionario, se ha arrodillado junto a él y le levanta la camisa; comenta algo sobre su hígado, y habla sobre su esperanza de que no se haya hecho mucho daño. Y bueno, lo normal, el sonido lejano de una ambulancia, que viene a recoger a Arturo, que ahora es el centro de atención de la muchedumbre, del río de almas insulsas que, una vez la ambulancia se lo lleve al hospital, seguirán caminando con velocidad de tortuga y la desgana de los muchos, mientras Arturo Martínez escucha al médico que le informa, lo normal, que sólo lo salvará un transplante, un intercambio estúpido de personalidades…
7 comentarios:
Te juro que aunque a priori me pudiera parecer antipático el desgraciado Arturo, ha acabado dándome pena el pobre... Como te ensañas con el...
Muy divertido relato, es alguien que todos conocemos (o que todos somos, aunque sea en un 0.1%, en el fondo la vanidad no es exclusiva de los otros...), y al que terminas devorando el hígado... pero que sádico eres... je, je...
Por ultimo, no se si he entendido bien la moraleja: ¿la bici mata, las mujeres rematan?... ¿no a la tala en el carril bici?...
En fin, yo me congratulo de que existan árboles con ese espíritu tan jocoso y sádico... (tendré cuidado cuando me desplace por el carril bici de no irritarles demasiado mirando el culo de las otras ciclistas... que pena¡¡¡)
Hace justo un instante que me enteré de tu caída motera, y cuando vi que había un comentario tuyo pensé de inmediato que ibas a solidarizarte con el pobre Arturo.
Esta es una de las muchas virtudes de los cuentos, que puedes pasarle factura a la vida, aun de una forma virtual, y algo calma, de veras. El protagonista es un individuo que vi pasar muy lindo, con su bici inmaculada, con seguridad insultante, y esquivando peatones como quien esquiva mierdas. Y como me quedé con las ganas de darle un toquecito en los cuartos traseros de la bici y luego (luego) advertirle de los peligros de la velocidad, pues nada, conjuro esos deseos justicieros no satisfechos con este cuentecito improvisado.
En cuanto a la mujer, a pesar de ser su creador, no la conozco demasiado, pero juraría que es una imbécil redomada, casi tanto como Arturito. Aunque en eso que dices tienes toda la razón: entre ellos y cualquiera de nosotros hay sólo una diferencia cuantitativa: una vanidad algo más exacerbada...
Quedo a su servicio, deseándole una pronta recuperación y aconsejándole que deje ese modo tan peligroso de desplazarse. Besitos.
No seria tan peligroso si los individuos que van en coche miraran antes de abrir la puertecita del susodicho... Menos mal que iba despacio, si no ahora me llamaria Sandro Puerta... No soy Jorge Lorenzo ni nada de eso, pero te aseguro que solito no me caigo de la moto por mucho viento que haga...
Por lo demas, gracias. Espero que nos veamos pronto...
Claro, ese medio de transporte (como casi todos) es peligroso precisamente por eso. Cuando uno va solo difícilmente se cae, pero no estamos solos, sino rodeados de insensatos por todos, toditos los lados. Aunque si lo pensamos bien, la insensatez de la mayoría de los motoristas contribuye un poquito más al ínfimo respeto que los conductores os tienen . La selva, vamos, y yo metido en el tanque, andandito o incluso de liana en liana, pero en bici o moto no, porque me falta chasis. Besos.
La insensatez de la mayoria de los motoristas viene a ser, mas o menos, como la insensatez de la inmensa mayoria de automovilistas (entre los que tambien me encuentro...). Mejor no establecer comparaciones, que yo tambien estoy en la calle muchas horas y veo cosas alucinantes... Pero me hace mucha gracia lo bien que viene que haya cuatro capullos haciendo caballitos con sus motos (repito, cuatro...) a los respetabilisimos automovilistas para decir las burradas que decis... En fin, si te quedas mas agusto, pues que te aproveche, pero para mi la mayoria de las generalizaciones son insensatas (y esta mas...), y me toca los cojones bastante... Porque resulta que la mayoria de los accidentes de moto que hay son por la falta de respeto de los coches a los motoristas y a las normas de trafico. En fin, ahora me he quedao agusto yo... es que me jode bastante eso de ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio ojete... Padecemos "generalmente" un ombliguismo patologico en el que todo es culpa de los demas, que, por supuesto, son insensatos... en fin, gracias por el desahogo y perdona que me ponga pesao...
Bueno, hombre, me alegro por tu desahogo, pero una vez desahogado espero que releas lo escrito y veas que el espacio sirve para el desahogo, pero el destinatario no tanto, porque dios me libre de sentirme conductor (no llego a más que a pobre, maltratado y orgulloso peatón), dios me libre de pensar que la mayoría de los conductores no son unos insensatos, y dios me libre de pensar que si los conductores me parecen menos insensatos que los motoristas o los ciclistas sea por algo diferente a eso que digo del chasis, razón por la cual, en la ciudad, preferiré siempre ir en coche antes que en moto o en bicicleta: en cualquier accidente el motorista lleva las de perder. Así de jodida es la vida, y mucho más una ciudad de tráfico caótico y alcalde despreocupado como Sevilla.
Por otro lado, creo que exageras mucho cuando dices que los motoristas insensatos son cuatro. Yo sigo creyendo que la gran mayoría de los motoristas son, en mayor o menor medida, unos suicidas, y no lo digo por la peligrosidad de la ciudad (que también), sino por las tonterías que hacen (no hablo de caballitos) y la ligereza e insensatez con la que pilotan sus motos entre la jungla de automovilistas insensatos. No hay más que ver a esos representantes de los motoristas que se quejan de los quitamiedos, algo razonable; pero son mucho menos razonables cuando hablan de que la mayoría de los motoristas cumple con las normas de tráfico: es muy, muy complicado encontrar a un motorista en la carretera que vaya cumpliendo con esas normas, y mucho más fácil encontrar a cientos a los que no les falta un perejil en su vestuario, y que van adelantando mal, a muchísima velocidad, y parándose cada dos por tres en el arcén. En lo que se refiere a la ciudad, camino muchas horas durante el mes, y puedo observar con detenimiento todas las barbaridades que cometen coches, motos, bicicletas y peatones; pero es que además están las incontrovertibles leyes fundamentales de la estupidez humana, que ya nuestro amigo Carlo M. Cipolla (con perdón) nos apuntó: “Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo” (primera ley fundamental). Además, “La probabilidad de que una persona determinada sea una estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona” (segunda ley fundamental). Es decir, que en cualquier grupo humano el porcentaje de personas estúpidas es constante y además lo subestimamos. Pasa con los coches, con las bicis, con los peatones y, por supuestísimo, con los moteros.
Para terminar, y para calmarte un poco, te diré que hoy tuve que atravesar dos veces Sevilla en el maldito coche, y batí todas las marcas en insultos por minuto.
Besos, motero.
Es posible que tengas razon, la "mayoría" es por definición estúpida cuando se comporta como tal, y se ve que nos sentimos tan arropados por ella y tan mecidos en su vorágine que nos sumergimos en su estupidez...
De todas maneras, la moto es sobre todo sensaciones en el cuerpo, algo bastante difícil de explicar con palabras, el topicazo de la sensacion de libertad se queda bastante corto. Lo cierto es que es un enganche irracional, que como todos, le alegra a uno la vida bastante. Hace que hasta ir a trabajar sea agradable (siempre que no llueva mucho, claro). En fin, gracias por tus palabras y un besote motero e insensato...
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