sábado, 29 de marzo de 2008

Manos

He sacado a mi padre a los exteriores de la Residencia, para que camine un poco. En el último mes sus piernas se han debilitado en extremo, y aunque vuelva a caminar, siento que ya no será como antes. Para él, a estas alturas, un paso adelante siempre llega tras dos pasos de retroceso. La tarde, que pintaba incluso calurosa, se ha tornado de pronto algo desapacible, con un viento pertinaz que molesta a mi padre. No obstante, abrigándolo con mi chaqueta dice estar bien, así que caminamos unos metros con enorme lentitud. Al llegar a una pequeña placita demuestra sin decirlo que anda cansado, y que preferiría sentarse. Nos acomodamos en un banco de madera, y a nuestra izquierda un sol cada vez más velado por finas nubes nos calienta sin fuerza.

Esta tarde mi padre no es capaz de mantener una conversación, y apenas alcanza a responder a mis preguntas. Ni siquiera una chiquilla muy pequeña que revolotea por el jardín es capaz de llamar su atención, algo inaudito dado su amor exagerado por los niños pequeños. De vez en cuando guardo silencio, y entonces él hace por iniciar una conversación, como si súbitamente recordase algo que tenía que decirme, pero lo único que pronuncian sus labios son incoherencias entrecortadas. Él mismo se da cuenta de que no consigue decir nada, y que cuando articula dos palabras seguidas lo dicho no tiene mucho sentido. Uno de esos esfuerzos lo acaba con una media sonrisa y con curiosa fluidez: “que estoy loco perdío”. También sonrío al reponer que los locos perdíos no son capaces de darse cuenta de que lo están, así que él no debe estarlo tanto.


Pronto vuelve otro silencio algo más largo. Ya he gastado los temas más fáciles de entender y a los que él podría reaccionar, y además no he conseguido que salga del marasmo en el que se hunde esta tarde. Entonces, en ese silencio, recuerdo una frase que me había dicho unas semanas antes, y que también les ha repetido alguna vez a mis hermanos, aunque sin demasiada insistencia: “Tendría que morirme”. La había proferido muy tranquilo, sin aspavientos ni visos de desesperación. Y yo la entendí perfectamente, y de no mediar el cariño que le profeso, todo el amor que le debo y que siempre le deberé, atendiendo sólo a la razón, no podría menos que estar de acuerdo con él. Pero al recordar esa frase la muerte se ha llegado a mis sentidos, e imagino todos sus detalles, y a la vez veo ahí, tan cerca, a mi padre, su piel, sus gestos, sus manos vacías que se entrelazan creyendo guardar algo que sólo imagina. Veo a mi padre vivo, y sus manos, ahora arrugadas y débiles, son las mismas que trabajaron una eternidad, con la fuerza de un dios, por el bienestar de sus hijos. Y noto que no estoy tocando a mi padre… Echo el brazo sobre su hombro, y todos los abrazos que no di a mi madre se condensan ahora en ese gesto. Unas lágrimas asoman a mis ojos, mientras me siento tan, tan orgulloso de ser hijo de dos personas imperfectas y maravillosas.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Retén mientras puedas esa tristeza, querido. Siempre es mejor compañera que la nada...
Un abrazo fuerte.

Sir John More dijo...

Lo sé, Ana, lo sé porque ahora estoy lleno de tristeza y de nada, y porque la tristeza siempre es algo...

Abrazo por abrazo.

Anónimo dijo...

Buenos días, Sir.
Si fuera frente a frente te díría...miles de cosas.
Ahora, aquí quiero decirte que para estar triste vas a tener tiempo, ahora no es tiempo de estar triste, ti pierdes mil detalles, alguna pequeña sonrisita. Aunque parezca una gran tontería lo que te digo, no lo es. Ahora es hora de reir de lo que tienes, ahora es tiempo de la risa de verdad.

Un beso

Luna

elita dijo...

Sir John, admiro sinceramente el color con el que vistes el mundo.
Sé y no sé de lo que hablas, pero comparto contigo el vacío en el que se cae ante esas lágrimas llenas de una tristeza viva. No sueltes nunca su mano.
Un cálido abrazo para ti.