Juan, a mi izquierda, lo mira todo a un lado y otro de la carretera. Por su parte, en los asientos traseros, Adrián demuestra con un silencio sin fisuras ese obligado e irracional egotismo adolescente. Venimos de ver al abuelo. Mi padre hoy se encontraba muy despierto, y el rato de sol le ha sentado a las mil maravillas, aunque cada día le cuesta más articular las palabras, y por tanto, cada día habla menos. En él se demuestra, en unos niveles muy básicos, que con la lucidez las cuentas globales siempre producen unos resultados bien tristes. Cuando lo encuentras ido, extraviado en sus historias irreales, suele mostrar un amable contento, y cualquiera aseguraría que es un hombre al fin y al cabo feliz. En cuanto la lucidez vuelve, y el día le amanece claro, y por encima de la dificultad para hablar su pensamiento rige con cierta velocidad y soltura, ese día su amabilidad se torna desdichada, como rendida, y mira con esa mirada de los que se están yendo y se ríen de los que quedan porque son unos ilusos que cuentan con la eternidad.
Me detengo en una gasolinera. No recuerdo cuándo llené el depósito por última vez, y me siento bien porque en los últimos años utilizo más mis piernas que las ruedas. No hay nadie en la gasolinera, pero cuando salgo del coche un hombre se dirige ya hacia la caja para pagar la gasolina. Acaba de llegar, pero se ha bajado con prisa y se me ha adelantado en la caja. La dependienta le pide el carné de identidad, y él se lo enseña a través del cristal sin sacarlo de la cartera, diciéndole: “si no parezco yo es porque el día que me hice la foto estaba resfriado”. La mujer sonríe, y el hombre, de unos treinta y cinco años, se vuelve hacia mí y me dice: «hay que reírse de la vida, amigo». Lleva gafas y barba cuidada, y su rostro es cárdeno hasta la exageración. «Míreme a mí –me dice–, ayer me acosté a las cinco de la mañana y hoy estoy destrozado. Estuve tocando toda la noche con Pansequito. Vea mi mano –y me enseña el pulgar derecho–, toda la noche tocando, pero hay que reírse de la vida». No acierto a contestar nada congruente, y él se vuelve de nuevo hacia la dependienta para firmar los recibos. Entonces aprovecho para decirle a la mujer que quiero llenar el depósito. La mujer asiente y yo me dirijo al coche despidiéndome del hombre, que me contesta mientras firma.
Es casi la una de la tarde. Juan y Adrián esperan en el coche. Comienzo a llenar el depósito cuando el hombre se dirige al suyo a hacer lo propio. En el vehículo esperan dos niñas en los asientos traseros. El hombre ha pedido sólo diez euros de gasolina, y su coche es muy antiguo. Entonces, en voz alta, se queja de que hace un aire muy desagradable, como extrañado de que pueda haber algo que enturbie una mañana tan hermosa de sábado. Yo le respondo que si no fuera por el viento haría un día realmente caluroso, y él asiente silencioso. Termina de echar la gasolina y se despide: «Amigo, que tenga un buen día». Le deseo lo mismo y el hombre se va con prisas, dejándome allí, con la manguera en la mano, pensando en cuánto me sobran a veces las ideas, y la metafísica, y la sensatez entrometida que quiebra la armonía y la sencillez natural de nuestra condena.