...Y entonces llegó de improviso a mis narices el fuerte y
peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión
era irresistible. No estaba en la bóveda. Había caído
en trance fuera de mi casa, entre extraños, dónde
y cómo no podía recordarlo, y ellos me habían
enterrado como a un perro, metido en una ataúd común
claveteado, y arrojado a lo profundo, en lo profundo
y para siempre, de alguna tumba ordinaria, anónima.
Edgar Allan Poe, El entierro prematuro
El solitario ventanuco que agujereaba la pared de piedra apenas permitía a Cristina Arteaga distinguir la noche del día. Mil años habían pasado desde que volvió del manicomio y aquel monstruo la encerró allí en aquella húmeda cueva. Muchos días olvidaba dejarle la leche y los bizcochos, o se los ponía lo bastante apartados como para que su invalidez la condenase a un ayuno que ya no sentía; pero de lo que nunca se olvidaba aquel hombre era de atorar el diminuto ventanuco sin cristales con un chaleco salpicado de paja y piojos, y de soltar en la fría madrugada, cuando salía para las cabras, alguno de sus insultos ininteligibles.
Cristina Arteaga, habiendo conservado su buena planta de mujer luego de un luto bien regado de lágrimas, al año de írsele su primer hombre de una disentería inesperada, se arrimó a Dionisio Rueda. Gañán de pocas palabras, llevaba, sin embargo, unas manos a primera vista capaces de enjugar esa soledad que, como un cenagal, a Cristina se le había encharcado en el pecho. El pueblo diminuto donde Dionisio Rueda explotaba dieciséis cabras, viviendo medio hacinado en una covacha lúgubre, no quedaba a más de media hora de donde Cristina; ella lo había visto de lejos, abajo en el valle, azuzando a los animales tan derecho como un gigante. Por entonces los impulsos iban ganándole terreno al recuerdo, y una voz invisible la empujó una tarde ladera abajo, hacia aquel hombre que, sentado sobre un tocón podrido de castaño, la esperaba con un silencio que empapaba el valle, el tiempo y todo el porvenir que a ella le cabía en los ojos.
Las cabras devastaron el huerto contiguo, y aún tuvieron tiempo de esquilmar las ramas bajas de unos esmirriados olivos que regaban las terrazas hasta lo más alto del valle. Ni él ni ella repararon en las cabras ni en nada del pasado que no anduviese entre la carne blanda de uno y otro. Cristina Arteaga se iba sin dar las gracias, y Dionisio Rueda pensó que, aunque desagradecida, aquella hembra bien valía unas palabras; y entonces ella lo escuchó por primera vez, arrastrando esa voz destrenzada que al viento habría copiado, y que momento tendría de identificar con la del mismísimo demonio:
— Mujer, si quieres volver, puedes.
De vez en vez barruntaba los pasos de viento de Teodora la de Lucio, que se paraban con ella frente a la puerta cerrada para escuchar la tormenta de silencio que Cristina, con su aliento de vieja prematura, había pintado en aquella cárcel de piedra. El susurro de las alpargatas sobre el guijarro de la calleja le sonaba verde, como una migaja de esperanza que anunciaba el mediodía, y luego volvía cuando el sol se caía por detrás de algún cerro. Aun en aquella oscuridad podía rememorar el rostro de ángel de aquella mujer desecada que, sentada en un escalón, la vio pasar un día de blanco y de la mano de Dionisio Rueda. Sus labios habían esbozado una sonrisa tenue que de súbito se apagó, tal vez porque Teodora, de algún modo, había adivinado el triste futuro. Un manojo de recuerdos mantenía viva su cabeza, y los pasos de Teodora Cuerda por dos veces al día le servían de reloj.
Cuando su segundo hombre la trajo ella creyó que, con la fuerza descomunal que había atesorado durante un año de llorar al primero, podría reanimar aquella madriguera inundada de arañas, pero allí dentro las piedras se habían ennegrecido para siempre, y las telarañas recrecían compitiendo con su celo, hasta que al final se avino a respetar aquel desvarío de suciedad para que el desorden también firmase la paz y volviese a su letargo del principio. El aire limpio era incapaz de entrar por el miserable ventanuco, porque no cabía con tanta humedad y tanto hacinamiento, y Cristina sintió demasiadas veces el impulso insensato de ensancharlo con sus propias manos. Pero transcurrieron esos mil años y ahí seguía ahora aquella rendija despreciable, aminorada con el chaleco podrido y sirviendo de todos modos porque el azul marino de la prenda se iluminaba con un halo leve de claridad por el día, y se apagaba inmisericorde con los segundos pasos de Teodora, justo cuando Dionisio Rueda arracimaba a sus dieciséis cabras y las guiaba sendero arriba hasta el pueblo.
Dionisio Rueda había esperado algo así. Se cansó pronto de aquella mujer que no sabía agradecerle su hombría, y de que sus cabras tuvieran que pelear más con el monte desde que había otra boca que alimentar. El incesante trabajo de las sabandijas, la parálisis asfixiante del ambiente por culpa de aquel solitario agujero en la pared, la férrea oscuridad de las noches y la hermética soledad de los días formaron un enemigo que rasgó el seso de Cristina Arteaga. Por eso un húmedo veinticuatro de abril, cuando el hombre acabó de encerrar a los bichos, y entró empujando brusco el portón de madera crujiente, la vio allí, sobre la cama, inmóvil y con los ojos abiertos como volcanes. No hablaba ni se movía.
— Dios sabe mucho más de lo que anuncia. Me pudiste dar las gracias alguna vez, pero no, y mira como quedaste...
No oyó siquiera el ronco balbuceo del hombre; siguió allí, con los brazos caídos y fijos sus ojos inmensos en el ventanuco, atascada también pero ella en una ingenua idea de pájaros, deslumbrada por su irreprimible capacidad de soñar con la luz.
Un empinado doctor con perilla, tras la muralla aséptica de su blanca bata, diagnosticó su enfermedad con un chapurreo impenetrable que a Dionisio Rueda se le resumió en tres palabras categóricas: loca por desagradecida. Fue ingresada en una casa de reposo. Sus amplias ventanas daban a una hermosa ciudad que se desparramaba encendida ante ella. Al principio le resultaba imposible mover algo más que los ojos y la boca para comer, pero tanta luz, el bullicio frenético y transgresor que se adivinaba entre las casas, la gente saliendo de los portales con el exquisito propósito de vivir, de no dejar que el polvo se le viniese encima como a los trastos inservibles, todo la fue animando hasta que una mañana inolvidable pudo llorar de alegría. Caminando despacio por un corredor del sanatorio saludó a aquellos compañeros extraviados que, encerrados en aquel manicomio, inventaban otras formas de gastar las horas.
El hombre la visitaba una vez al mes, fugaz como un espectro, con el rostro pétreo que siempre le había conocido. Todas las veces dejaba sobre la mesa una botella de zumo, para que el sonido del cristal sobre el mármol de su mesilla agrietase siquiera un instante el odioso silencio de aquellas visitas, y cuando la mujer levantaba por fin sus ojos mojados para mirarlo con una tristeza que ningún hombre puede soportar, entonces Dionisio Rueda agarraba la boina y desandaba sus pasos, para no dejar a las cabras tanto rato a oscuras y salvar de paso sus curtidas convicciones.
Cristina Arteaga creyó reconocer cierto reflejo amarillento, como de hiel, en las comisuras de los labios del cabrero cuando, con su almidonada bata de matasanos de fondo, el médico murmuró algo en su jerga, algo que bien podía significar lo que ni él ni ella esperaban ya de ninguna forma. Dionisio Rueda bajó su mirada de milano viejo y renegó ciento una veces de su malhadada suerte, sin que nadie, salvo la mujer que tendría que llevarse, supiese a ciencia cierta el motivo de su desconcierto. Y allí se la llevó, esta vez para arrumbarla en el catre descuajaringado y pringoso frente al ventanuco de los infiernos, para mal nutrirla con unas gotas diarias de leche y unos bizcochos revenidos, y avejentarla con el oscuro resquemor que blandía contra ella en sus insultos crepusculares.
Mil años, ella los había contado uno a uno. Desde su vuelta no había articulado palabra, y el hombre se había encargado de evitarle las visitas de vecinas, y de esconderle la luz y racionarle el sonido. Cristina Arteaga ya sólo sabía recibir: la escasez del alimento, la endrina solidez del silencio y la callada, eterna e inconsútil noche de allá dentro; si acaso las babuchas de Teodora sobre las piedras, su propio pelo revuelto y arremolinado sobre la cara, los recuerdos como regalos del ayer. En cambio, su voz era imposible.
Tan sólo se oyó dos veces más, la primera una tarde en que el ruido de la lluvia diluyó sus palabras cortas e indecisas. El portón se había abierto, y Dionisio Rueda había entrado acompañado por tres personas jóvenes y bien vestidas: un hombre y dos mujeres. La llamaron por su nombre: "Cristina", y aquello le sonó como una risa; sí, era una risa aquel nombre suyo entre el repiqueteo del agua de lluvia y brotando de aquellas caras limpias que se le acercaban tanto. Que tenía que salir, que no podía seguir allá encerrada, tendida de aquella forma, y que el sol, los paseos, las vecinas, la vida...
— No se vayan, señoritas, no se vayan, se lo ruego,... señor, señoritas, no se vayan...
Nunca supo de seguro si la habían escuchado. Dionisio Rueda atrancó la puerta por fuera y quedaron hablando, guarecidos de la lluvia bajo el alar del tejado, arguyendo el hombre sus derechos de marido, la esperanza de una pensión por aquel objeto inerte que era ella. Lo cierto es que el dulce terremoto había cesado, que ella volvía a aquella nada impregnada de muerte y angustiosa como un alud de negra tierra, dispuesta para otros mil años.
Ahora, Cristina Arteaga advertía que los bordes del chaleco empezaban a prenderse con el alba. El hombre acababa de salir al verano que en aquellas mañanas nacía tras el ventanuco, y ella se sintió invadida por un súbito temblor, que la asaltó de improviso como un presentimiento, y que al fin la decidió. Antes de que los mil años se repitiesen, ella tenía que agradecerle a aquel hombre, que la salvó del dolor de una pérdida para perderla en el más agudo dolor de una postración interminable, el lento camino que le había trazado para terminar podrida por los gusanos del vacío. Debía reconocerle la parquedad de su compañía, el aliento helado con que extinguió una y otra vez el más mínimo asomo de esperanza; sí, darle las gracias por haber hecho de Cristina Arteaga la primera mujer que asistía a su propio entierro y descomposición.
Cumplieron los pasos de Teodora como dos pequeñas ráfagas de aire, para apurar un día que había venido del brazo de una resolución irrevocable, y a poco de volver a apagarse el chaleco azul marino entró la sombra de Dionisio Rueda con su zurrón renegrido, enmarcado por el resplandor lunar de una noche seguramente enternecedora que se coló por un segundo en aquel ataúd. Lo oyó masticar durante un rato. Como siempre, el hombre se pasó la manga por el hocico y, descalzándose las botas, se metió en la cama. Estuvo liando un cigarro y al final lo encendió; cada noche ella recordaba, con esa lumbre nerviosa danzando cerca de sus ojos, el día que su madre le puso delante un pastel con siete velitas, aliviando el candil para que resplandecieran, porque tenía siete años y su padre había regresado del norte, y por todos sitios flotaba un aroma de cariño nuevo, una sensación de esas que apenas soportan la eternidad de una noche.
De pronto se ahogó la candela enrojecida del cigarro, y a Cristina Arteaga nada le costaba aguardar unas horas más, hasta que la montaña animal que rebullía a su lado persiguiendo el sueño dejara de moverse, y comenzase con esa respiración sentenciosa que marcaba el ritmo de las noches. Sí, fue la segunda y última vez que escuchó su propia voz. Su grito llegó aún más lejos que el de él: fue un grito salvaje, libre, como el estallido de una voz sobrecargada de intenciones que relumbrara en la quietud de los montes. El aullido de Dionisio Rueda, sin embargo, pareció el minúsculo estrépito de un chorrerón, ensombrecido por el trueno tormentoso y vivo que partió de la garganta de la mujer. Ella, con sus pulgares uñosos aferrados y escarbando en los ojos del hombre, se sorprendió de hallarle algo cálido a aquella alimaña, porque las manos impotentes de él sudaban y resbalaban tratando de apartar las suyas, y porque reguerillos de un zumo caliente comenzaban a impregnar sus dedos y el rostro de su tirano. Cuando derribaron la puerta, fue Teodora la primera que entró, y la que sacó sus dedos de las órbitas destrozadas del hombre desmayado, sin que Cristina opusiese ni la más mínima resistencia a la dulzura con que Teodora tomó sus manos.
Cristina Arteaga tuvo luz, paredes blancas y unas grandes ventanas por las que entraba el rumor de la vida y el sereno discurso del tiempo, y hasta a la mismísima muerte la recibió con una sonrisa en los labios. Se fue una tarde de invierno en que el sol besaba manso a la ciudad, cuando después de muchos años había conseguido levantarse para ver mejor los tejados y las calles, y a la gente trajinando, mientras que con su mano sobre el pecho y un silencio de arroyo decía adiós a tanta historia inexplicable, justo en el instante en que pensaba lo buena que había sido Teodora con sus pasitos de viento.