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Pd.- Aunque mi buena y payasa Luna tiene razón en lo que dice sobre la risa, a la vez sé que ella no infravalora el poder de la tristeza para crear vida…
He sacado a mi padre a los exteriores de la Residencia, para que camine un poco. En el último mes sus piernas se han debilitado en extremo, y aunque vuelva a caminar, siento que ya no será como antes. Para él, a estas alturas, un paso adelante siempre llega tras dos pasos de retroceso. La tarde, que pintaba incluso calurosa, se ha tornado de pronto algo desapacible, con un viento pertinaz que molesta a mi padre. No obstante, abrigándolo con mi chaqueta dice estar bien, así que caminamos unos metros con enorme lentitud. Al llegar a una pequeña placita demuestra sin decirlo que anda cansado, y que preferiría sentarse. Nos acomodamos en un banco de madera, y a nuestra izquierda un sol cada vez más velado por finas nubes nos calienta sin fuerza.
Esta tarde mi padre no es capaz de mantener una conversación, y apenas alcanza a responder a mis preguntas. Ni siquiera una chiquilla muy pequeña que revolotea por el jardín es capaz de llamar su atención, algo inaudito dado su amor exagerado por los niños pequeños. De vez en cuando guardo silencio, y entonces él hace por iniciar una conversación, como si súbitamente recordase algo que tenía que decirme, pero lo único que pronuncian sus labios son incoherencias entrecortadas. Él mismo se da cuenta de que no consigue decir nada, y que cuando articula dos palabras seguidas lo dicho no tiene mucho sentido. Uno de esos esfuerzos lo acaba con una media sonrisa y con curiosa fluidez: “que estoy loco perdío”. También sonrío al reponer que los locos perdíos no son capaces de darse cuenta de que lo están, así que él no debe estarlo tanto.
Pronto vuelve otro silencio algo más largo. Ya he gastado los temas más fáciles de entender y a los que él podría reaccionar, y además no he conseguido que salga del marasmo en el que se hunde esta tarde. Entonces, en ese silencio, recuerdo una frase que me había dicho unas semanas antes, y que también les ha repetido alguna vez a mis hermanos, aunque sin demasiada insistencia: “Tendría que morirme”. La había proferido muy tranquilo, sin aspavientos ni visos de desesperación. Y yo la entendí perfectamente, y de no mediar el cariño que le profeso, todo el amor que le debo y que siempre le deberé, atendiendo sólo a la razón, no podría menos que estar de acuerdo con él. Pero al recordar esa frase la muerte se ha llegado a mis sentidos, e imagino todos sus detalles, y a la vez veo ahí, tan cerca, a mi padre, su piel, sus gestos, sus manos vacías que se entrelazan creyendo guardar algo que sólo imagina. Veo a mi padre vivo, y sus manos, ahora arrugadas y débiles, son las mismas que trabajaron una eternidad, con la fuerza de un dios, por el bienestar de sus hijos. Y noto que no estoy tocando a mi padre… Echo el brazo sobre su hombro, y todos los abrazos que no di a mi madre se condensan ahora en ese gesto. Unas lágrimas asoman a mis ojos, mientras me siento tan, tan orgulloso de ser hijo de dos personas imperfectas y maravillosas.
Como bien me apuntaba una singular e interesante adepta a la causa, sin Fe no hay idea universal. Creer en los duendes o en la relación del azahar con el amor no impone Fe alguna, porque estas y muchas otras pequeñas creencias son en realidad juego, imaginación, invitación frívola, sucesos en el otro extremo de la convicción, de la certeza insensata y pretenciosa, de la Religión que imagina un mundo para todos y luego lo impone con sangre o sin ella, aunque siempre mostrando una vanidad inconcebible.
¿Quién puede hablar en serio del orden bondadoso y antropocéntrico del Caos? ¿Cómo se puede agraviar a esta fragancia primaveral de Sevilla con argumentos huidizos, elevados de forma burda y artificial a preceptos absolutos? ¿No estará la enfermedad menos en la enfermedad y más en la obsesión por la cura? ¿No va siendo hora de rendirnos a la evidencia de nuestra apasionante pequeñez, dejando de fastidiar con leyes universales? ¿No llegó el momento de dejar de pervertir la fantasía convirtiéndola en observancia y adhesión?
Las flores de azahar expanden su perfume en el azar del aire, en la suerte de los amores cálidos y también de los contrariados. Y no hay ley que las defina…
El pasado, aun con sus perlas insustituibles, abate por el aroma enternecedor que trae la nostalgia: mirad la gran peña, la vista soberbia sobre el manto concluyente de la sierra, y la chiquilla que, sentada muy cerca, roza mis deseos juveniles; luego yo regreso a la gran ciudad, quedando ella en su paraíso de dehesa y silencio, para que de inmediato vuele hasta ella mi carta agitada y emocionante, y entonces la eterna espera del correo, las jornadas de imaginación, sus manos rasgando el sobre y sus ojos navegando por mi caligrafía; y su respuesta como una sencilla melodía de Debussy…, el tempo del amor.
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Cae la nieve fragante de los naranjos, y Clochard se pregunta cuánto tiempo podrá soportar su propio peso. Reconoce que a veces ha observado el paisaje convencido de que no le restan muchos días. Ser protagonista de tus propias reflexiones tiene estas cosas: te fagocitas a ti mismo, y sobre tu conciencia se desploma la carga de tu propia vida, de todos tus fracasos. Sí, Clochard es un gran fracasado, aunque sólo él parezca saberlo. Vagabundea por los caminos alfombrados de azahar, cuando la primavera embauca con sus embrujos las almas felices de los cobardes, pero ni el aroma a vida nueva impide que arrastre los pies sobre el suelo nevado. Sus fracasos son muchos, demasiados…
Genealogía del fanatismo (E. M. Cioran, en Breviario de podredumbre)
En sí misma, toda idea es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado... Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.
Idólatras por instinto, convertimos en incondicionados los objetos de nuestros sueños y de nuestros intereses. La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando se aleja de la religión, el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo. Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: el que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si rehúsan. No hay intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo. Que pierda el hombre su facultad de indiferencia: se convierte en asesino virtual; que transforme su idea en dios: las consecuencias son incalculables. No se mata más que en nombre de un dios o de sus sucedáneos: los excesos suscitados por la diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de la Inquisición o la reforma. Las épocas de fervor sobresalen en hazañas sanguinarias: Santa Teresa no podía por menos de ser contemporánea de los autos de fe y Lutero de la matanza de los campesinos. En las crisis místicas, los gemidos de las víctimas son paralelos a los gemidos del éxtasis... Patíbulos, calabozos y mazmorras no prosperan más que a la sombra de una fe, de esa necesidad de creer que ha infestado el espíritu para siempre. El diablo palidece junto a quien dispone de una verdad, de su verdad. Somos injustos con los Nerones o los Tiberios: ellos no inventaron el concepto de herético: no fueron sino soñadores degenerados que se divertían con las matanzas. Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático.
En cuanto nos rehusamos a admitir el carácter intercambiable de las ideas, la sangre corre... Bajo las resoluciones firmes se yergue un puñal; lo ojos llameantes presagian el crimen. Jamás el espíritu dubitativo, aquejado del hamletismo, fue pernicioso: el principio del mal reside en la tensión de la voluntad, en la ineptitud para el quietismo, en la megalomanía prometeica de una raza que revienta de ideal, que estalla bajo sus convicciones y la cual, por haberse complacido en despreciar la duda y la pereza -vicios más nobles que todas sus virtudes-, se ha internado en una vía de perdición, en la historia, en esa mezcla indecente de banalidad y apocalipsis... Las certezas abundan en ella: suprimidlas y suprimiréis sobre todo sus consecuencias: reconstituiréis el paraíso. ¿Qué es la Caída sino la búsqueda de una verdad y la certeza de haberla encontrado, la pasión por un dogma, el establecimiento de un dogma? De ello resulta el fanatismo -tara capital que da al hombre el gusto por la eficacia, por la profecía y el terror-, lepra lírica que contamina las almas, las somete, las tritura o las exalta... No escapan más que los escépticos (o los perezosos y los estetas), porque no proponen nada, porque -verdaderos bienhechores de la humanidad- destruyen los prejuicios y analizan el delirio. Me siento más seguro junto a un Pirrón que junto a un San Pablo, por la razón de que una sabiduría de humoradas es más dulce que una santidad desenfrenada. En un espíritu ardiente encontramos la bestia de presa disfrazada; no podríamos defendernos demasiado de las garras de un profeta... En cuanto eleve la voz, sea en nombre del cielo, de la ciudad o de otros pretextos, alejaos de él: sátiro de vuestra soledad, no os perdona el vivir más acá de sus verdades y sus arrebatos; quiere haceros compartir su histeria, su bien, imponérosla y desfiguraros. Un ser poseído por una creencia y que no buscase comunicársela a otros es un fenómeno extraño a la tierra, donde la obsesión de la salvación vuelve la vida irrespirable. Mirad en torno a vosotros: Por todas partes larvas que predican; cada institución traduce una misión; los ayuntamientos tienen su absoluto como los templos; la administración, con sus reglamentos -metafísica para uso de monos...- Todos se esfuerzan por remediar la vida de todos: aspiran a ello hasta los mendigos, incluso los incurables; las aceras del mundo y los hospitales rebosan de reformadores. El ansia de llegar a ser fuente de sucesos actúa sobre cada uno como un desorden mental o una maldición elegida. La sociedad es un infierno de salvadores. Lo que buscaba Diógenes con su linterna era un indiferente...
Me basta escuchar a alguien hablar sinceramente de ideal, de porvenir, de filosofía, escucharle decir «nosotros», con una inflexión de seguridad, invocar a los «otros» y sentirse su intérprete, para que le considere mi enemigo. Veo en él un tirano fallido, casi un verdugo, tan odioso como los tiranos y verdugos de gran clase. Es que toda fe ejerce una forma de terror, tanto más temible cuanto que los «puros» son sus agentes. Se sospecha de los ladinos, de los bribones, de los tramposos; sin embargo, no sabríamos imputarles ninguna de las grandes convulsiones de la historia; no creyendo en nada, no hurgan vuestros corazones, ni vuestros pensamientos más íntimos; os abandonan a vuestra molicie, a vuestra desesperación o a vuestra inutilidad; la humanidad les debe los pocos momentos de prosperidad que ha conocido; son ellos los que salvan a los pueblos que los fanáticos torturan y los «idealistas» arruinan. Sin doctrinas, no tienen más que caprichos e intereses, vicios acomodaticios, mil veces más soportables que el despotismo de los principios; porque todos los males de la vida vienen de una «concepción de la vida». Un hombre político cumplido debería profundizar en los sofistas antiguos y tomar lecciones de canto; y de corrupción...
El fanático es incorruptible: si mata por una idea, puede igualmente hacerse matar por ella; en los dos casos, tirano o mártir, es un monstruo. No hay seres más peligrosos que los que han sufrido por una creencia: los grandes perseguidores se reclutan entre los mártires a los que no se ha cortado la cabeza. Lejos de disminuir el apetito de poder, el sufrimiento lo exaspera; por eso el espíritu se siente más a gusto en la sociedad de un fanfarrón que en la de un mártir; y nada le repugna tanto como ese espectáculo donde se muere por una idea... Harto de lo sublime y de carnicerías, sueña con un aburrimiento provinciano a escala universal, con una Historia cuyo estancamiento sería tal que la duda se dibujaría como un acontecimiento y la esperanza como una calamidad...
Reconozco que me fastidia tratar este tema, porque con él creo concederme una importancia exagerada e innecesaria, pero algunos de los que os dejáis caer de vez en cuando por este cuaderno parece que echáis de menos la posibilidad de hacer comentarios. Si he necesitado evitarlos no es tanto por silenciaros como por silenciarme, evitándome así, por pura cuestión de salud, las conversaciones abiertas y multitudinarias. Mi buzón ha estado todo este tiempo abierto de par en par, y algunos de vosotros lo habéis usado, comprobando que mi charlatanería sigue obstinadamente intacta. A veces me imagino en el futuro como el primer caso parlanchín de Alzheimer, como el primer muerto que sigue parloteando en la tumba…
Pero al grano. Creo que acumulan mucho mérito aquellos que leen todas estas pamplinas mías con regularidad, tanto como para acceder a su deseo de que los comentarios vuelvan a ser posibles. Soy consciente de que el mundo puede pasar perfectamente sin esta posibilidad, más aún, sin el propio cuaderno, pero tal vez toca aplicar esa máxima incontestable del qué más da, y decirse que a algunas almas refulgentes la cosa les alegrará una barbaridad. Gente rara y masoquista, sin duda…
Eso sí, antes de darle al botoncito me gustaría advertir que seguiré vuestros comentarios con cierta discreción y un poco de distancia, y por eso me perdonaréis si no acepto todos los envites ni respondo a todas las preguntas. Contad con que será para mí un esfuerzo añadido de comedimiento, por lo de mi locuacidad ingobernable. Vuestro afectísimo...
E. M. Cioran, Breviario de Podredumbre
La hallé por pura casualidad. Una de las excavadoras comenzaba a levantar los estratos superficiales de un pequeño cerro, y en mi ronda habitual de supervisión me sorprendió el brillo inusual de un objeto oscuro, que destacaba entre la arcilla removida. Habría permanecido enterrado aproximadamente a un metro del suelo. Detuve al operario para recogerlo, e inspeccionándolo sólo un instante le hice señas al conductor de la excavadora de que podía proseguir su labor, dándole a entender con mis gestos que lo encontrado no poseía valor alguno. Aún no comprendo por qué mentí desde el principio sobre la pequeña cartera; fue como un impulso inadvertido que entonces me pareció acertado y hoy me hace pensar en fuerzas imposibles como el destino.
Si la hubiera encontrado cualquiera de aquellos trabajadores, cuya única función era despejar la zona de una capa de tierra aparentemente inútil para nuestras investigaciones, no dudo que la historia que la cartera contenía yacería hoy en cualquier vertedero, incógnita y extraviada para siempre. Pero me tocó a mí descubrirla, a alguien cuyos ojos experimentan una sed casi física por los enigmas del pasado. Esa sed se calmó durante aquellos días, porque el asunto anduvo rondándome el pensamiento y desbaratando todas mis pretensiones. La lluvia ocasional me permitió justificar un tanto mi ausencia y mi abstracción, aunque el retraso en los trabajos superó al que la sola lluvia hubiera producido, y algunos compañeros empezaron a creerme enfermo. Ni siquiera a mi mujer me atreví a contarle la verdad, aunque debo admitir que entre todos mis éxitos arqueológicos ningún hallazgo superó nunca, ni tal vez supere jamás, a la cartera que un buen día resplandeció oscura entre la arcilla húmeda de aquellas excavaciones.
Al recogerla me dirigí inmediatamente a la oficina y me encerré en mi despacho. Tras limpiarla cuidadosamente con mi pañuelo, descubrí en su interior, resguardadas por varias solapas que habían conseguido impermeabilizarlas, las contadas páginas de una minúscula agenda caligrafiadas con pluma, con una letra diminuta que cubría toda la superficie del papel, y que en ese momento, así, a simple vista, me transmitieron una evidente angustia. Había leído la primera frase, “Viernes, 28 de julio de 1899”, una fecha que me estremeció de arriba abajo: ¡ochenta años! Pero una vez sentado ante mi escritorio no pude impedir que lo sorprendente me aplastase más y más conforme mis ojos recorrían los renglones nerviosos de aquel improvisado diario. La letra era minúscula, negra, incierta, a veces desesperada...
«Viernes, 28 de julio de 1899. Me he decidido a escribir. Todavía sé en qué día estamos, pero si sigue pasando el tiempo la memoria, que junto a estos maltrechos cuerpos es lo único que nos queda de nosotros mismos, puede comenzar a desvanecerse. No tengo más que estas hojillas menudas para escribir, y lo que dé de sí esta pluma mía de siempre. Los puntos y aparte pueden acercarme al final. Mi esmirriada escritura (las huellas de pulga que puedo oír mentar a Mara) me ayudan en esta labor de ir ganándole espacio a estas exiguas páginas. Llevamos una semana bandeando por estas tierras y no hemos encontrado un solo poblado, ni un alma. Tampoco lo esperábamos. El Congreso sobre Lenguaje y Verdad no se celebró para nosotros. Los profesores Rosa Estrada y César José Cancio habrán figurado como no asistentes, y todo por un insignificante detalle. O quién sabe si nuestras almas se han escindido y ahora compatibilizamos una vida previsible en aquel lado con otra de brutal pesadilla en éste.
»Rosa y yo nos conocíamos de hace mucho, aunque siempre desconfié de esta mujer resabiada y tan sólo aparentemente profunda. Ella se presentó en mi habitación la noche antes del inicio del congreso, por eso se me ocurrió lo del maldito paseo por los alrededores del Parador. Este se alzaba sobre una pequeña meseta, y desde allí la vista accedía a las tímidas luces de varias aldeas cercanas. Yo sabía que Rosa hablaría y hablaría sobre el congreso con esa filología de salón que tanto desprecio, y que las paredes de mi habitación oprimirían aún más mi ánimo; por eso le propuse el paseo. Sé que le asustaba la oscuridad, pero aquella noche su comportamiento declaraba de sobra su deseo de aventuras. Era tan sólo un paseo, y además por unos alrededores bastante cuidados, pero más allá de las diez de la noche y sin un solo rayo de luna que alumbrase levemente el camino la excursión podía calificarse de aventura. Descendimos atrochando por un camino amplio, Rosa suspendida como siempre en sus palabras huecas, monologando sobre la importancia del signo en la acción creativa. Con su perorata insulsa y pretenciosa, mi mente se ausentaba y se trasladaba a otros lugares, a mi casa en Nomur, al abrazo joven y sonriente de Mara, y deseaba no haber tenido que separarme de ella. Pero conforme la vereda se fue estrechando volví de mis vagabundeos y comencé a preocuparme. Dimos vueltas y revueltas por el robledal que vestía aquella ladera, y perdíamos con frecuencia tanto la vista del parador como la de los pueblos cercanos, que de cualquier modo iban quedando enterrados en las alturas colindantes. Pero hubo un instante en que Rosa cerro la boca y ambos permanecimos en silencio mirándonos, atentos al más mínimo ruido de la noche; el mundo parecía muerto. No cantaban pájaros nocturnos, ni se oían chasquidos de hojas al paso de ningún roedor o insecto. Habíamos caminado unos tres cuartos de hora. Tratamos entonces de encontrar el camino de vuelta, y luego de varios intentos frustrados creí reconocer la silueta de un roble inmenso recortado sobre el mar de estrellas. Suspiramos cuando el sendero comenzó a subir y a ensancharse. Pero las luces del parador y de los pueblos tardaban en aparecer. Creí, y con esa explicación calmaba a Rosa y a mí mismo, que el parador se mostraba invisible por ese efecto de las alturas que de pequeño siempre me desconcertó: cuando subía una ladera empinada, al llegar a la cima descubría tras ella otro monte mayor, y luego me preguntaba cómo podía haberse escondido tanto rato aquella mole gigantesca de tierra tras la primera cumbre. Pero ahora no podíamos andar lejos del Parador. De hecho llegamos pronto a la plataforma que coronaba la meseta, pero no nos recibió ninguna luz, ni ningún edificio. Se habían desvanecido las manchas luminosas de los pueblos, y sólo quedaba un gran agujero bruno vigilado por las estrellas; y dos personas solas y aterrorizadas por la noche total y la ausencia».
«Sábado, 29 de julio de 1899. Hoy, más de una semana después, he podido tirar de la magia del lenguaje para escribir con algo de serenidad sobre aquella funesta noche. Rosa lloró hasta quedarse dormida, y a mí acabó venciéndome el sueño entre el vendaval de disparates que se me ocurrieron como posibles soluciones al maldito suceso que nos tenía allí, postrados contra el tronco de un árbol y ovillados para vencer el relente, que empezaba a caer sobre los restos de calor de aquel día de verano. Afortunadamente el tiempo no se había detenido. La mañana nos sorprendió en la elevada llanura sobre la que debía haberse levantado el Parador, pero sólo encontramos árboles y un terreno comido por arbustos y helechos, ni un solo rastro de vida inteligente. Desde entonces hemos vagado por estas tierras desiertas, con la duda insalvable y desesperada de si todo será un sueño, aguardando a que algún empleado del Parador nos descubra y nos despierte: “han debido pasar frío los señores”… »
«Domingo, 30 de julio de 1899. ¡Qué ser más insondable es el hombre! Nunca se habrán expresado bastantes mentiras sobre él, nunca será ni mínimamente comprendido. Rosa y yo nos bañamos en los ríos y lavamos en ellos nuestra ropa, que se seca sin tardar con la bonanza de un sol que nunca falta; los nogales, las zarzas, los cereales que crecen espontáneos en los terrenos más abiertos, todo se nos ofrece para que subsistamos a nuestra desusada orfandad. Ni Rosa ni yo habíamos reaccionado aún del todo: nuestros movimientos han sido hasta ahora mecánicos, y sólo hemos cruzado palabras imprescindibles, porque pocas cosas nos han preocupado aparte del alimento. ¡Nos habíamos acostumbrado en pocos días a vivir como salvajes, habíamos arrojado nuestro pasado en el doloroso desván de esas certezas que el hombre necesita olvidar! Pero hoy es distinto. Los descubrimos desde un saliente de piedra, sin atrevernos a llamar su atención. El grupo de… no sé cómo llamarlos, si monos o humanos, ha hecho una fogata y asan un jabalí con toscos movimientos. Llevamos todo el día persiguiéndolos. Por la mañana Rosa y yo dormíamos al resguardo de una pared que interrumpía la falda de un monte, creyéndonos solos en este áspero mundo, pero de pronto oímos una tremenda algarabía, gruñidos y golpeteo de maderas. Con mi dedo en su boca indiqué a Rosa que no hiciese ruido y nos ocultamos en la oquedad que, unos metros encima de nosotros, se abría en la pared. Comenzaron a llover animales: un par de jabalíes inmensos y otro animal aún mayor que me pareció un buey, despeñados en al pie de la pared rocosa. Todos se debatieron unos instantes, moribundos, y pronto dejaron de patalear. Hicimos un tremendo esfuerzo para no gritar cuando contemplamos cómo una horda de hombres desnudos, robustos, de escasa estatura, con la espalda arqueada, una sola ceja prominente y la frente, los ojos y la barbilla hundidos, se abalanzaban furiosos sobre las fieras, a las que atravesaban con sus lanzas de madera, sin dejar de blandir en ningún momento contra ellas unas antorchas rudimentarias. Ante nuestro asco despedazaron a los animales con unas piedras, usadas como las hachas de mano que llenan los museos de arqueología, piedras que uno de los hombres traía envueltas en una piel que parecía de zorro. Los jabalíes fueron casi totalmente aprovechados, pero al buey le cortaron la cabeza y los miembros y el resto fue abandonado en el lugar. Cuando se hubieron marchado, cautelosamente, seguimos su rastro. A los dos nos embargaba un miedo extremo, pero también sabíamos que aquellos salvajes eran los únicos vestigios humanos en aquel desvarío de mundo. Luego de caminar casi todo el día, llegaron a un claro de la floresta donde unas mujeres, con su mismo aspecto, emitieron unos extraños gritos de alborozo. Y ahora, agazapados entre unos arbustos no lejanos, contemplamos su festín. Se mueven como si su pensamiento consistiese en una sucesión de sueños deslavazados, considerando cierta la primera hipótesis que se les ocurre para explicarse todos los enigmas que los rodean. Pero la oscuridad empieza a desplomarse sobre nosotros, y tenemos que alcanzar unas cuevas que descubrimos en el camino, y recoger ramas para cubrir nuestros cuerpos en la noche».
«Miércoles, 2 de agosto de 1899. Ayer, una vez que los primitivos se sintieron hartos de la carne del enorme tigre que habían cazado, y de gran cantidad de bayas y raíces que tenían apiladas junto a la carne, observamos a uno de ellos dirigirse a una de las mujeres y apartarla unos metros del grupo. Tras algunos forcejeos, que unas veces parecían lucha y otras juego, fornicaron durante un buen rato. Tanto Rosa como yo contemplamos el suceso como dos seres que han perdido la capacidad de asombro. Pero algo se despertó en nosotros, algo que abría un leve resquicio en nuestra amnesia, una pequeña chispa de lucidez con la que, sin mucho esfuerzo, podríamos comenzar a recordar nuestra pasada existencia. Como ya escribí, Rosa ha sido siempre una mujer algo indeseable, frívola, insustancial, plagada de apariencias y con la suficiente vanidad como para enfurecer a la persona más paciente. Pero ese crujido que ambos sentimos ayer, tras ver lo sucedido entre el hombre y la mujer primitivos, hizo que nos mirásemos de otro modo: el pudor que ambos habíamos demostrado al bañarnos o mientras nuestra ropa se secaba desapareció. Nos desvestimos furiosamente, olvidando que aquellos seres podían oírnos, y nos enlazamos durante una eternidad en una danza de sudores que nos hizo sentir que aún vivíamos, que no habíamos muerto del todo. No fuimos descubiertos gracias al ruido de una tormenta que se desató pocos instantes después de comenzar nuestro renacer. Hemos partido de cero, hemos recuperado de una vez el pasado y la solidaridad, la capacidad de olvidar las diferencias para mitigar un tanto nuestra soledad. Durante varios días hemos seguido a estos seres, que van sin rumbo fijo, de un lugar para otro… Hoy nos topamos con una especie enana de caballo; cruzaba al galope una llanura y se detuvo cerca de donde estábamos. Pude contemplar en el animal una mirada triste, y quise creer que se dolía silenciosamente por la perdida hegemonía que desde muy atrás habría gozado, tal vez destronado ahora por los tigres gigantes de enormes colmillos, o quizás por los osos y los elefantes».
«Sábado, 5 de agosto de 1899. En estos días hemos descubierto animales muy parecidos a los que conocimos en el otro lado, pero con algunas diferencias, sobre todo de tamaño: alces, ardillas y martas, ciervos, bisontes, rinocerontes lanudos como ovejas, bueyes salvajes y caballos, renos, elefantes, osos… Uno de estos enormes osos nos dio un susto de muerte. Caminábamos por la ribera de un riachuelo y en un recodo nos apareció un ejemplar gigantesco. Cuando advirtió nuestra presencia se irguió inmediatamente, profiriendo rugidos pavorosos. En pie como estaba debía medir unos cuatro metros. Ni Rosa ni yo movimos un sólo dedo, yo más por parálisis que por valor, y Rosa porque se desmayó nada más aparecer el oso. De todas formas, huir era imposible. El oso se nos acercó, nos olfateó y se alejó seguidamente hacia un árbol cercano a la ribera, una especie de chopo negro. De nuevo erguido se dedicó a limpiar de hojas las ramas que estaban a su alcance. Recogí a Rosa y nos alejamos del lugar. Nuestro ánimo, dentro del temor y la incertidumbre, se va serenando. Vamos aprendiendo a sobrevivir en este infierno».
«Domingo, 6 de agosto de 1899. Hemos perdido a la horda. De nuevo nos encontramos solos en este imperio de mentiras sin palabras. Otra vez nos gana la angustia, y ya no nos basta la compañía mutua, porque el desamparo es tan enorme como estos animales que nos acechan».
«Martes, 8 de agosto de 1899. Escribo, debo escribir, hasta que se agote la tinta o el papel, hasta que mi horror se acalle y sea la muerte definitiva. ¡Las malditas bayas!, le dije que no las tomase, que aquéllas nos eran totalmente desconocidas, que no había rastros de que animales u hombres hubiesen trasteado en aquellos arbustos. ¡Maldita seas por siempre, Rosa Estrada, maldita tú y tu cuerpo! ¿Qué me espera…? Ahora sólo mi mano gestando estas palabras y la caída del lamentable manantial de mis lágrimas pueden prestarme el sosiego que necesito. Estas hojas son un motivo estúpido, ¿qué me importan? Aunque son un motivo al fin y al cabo, porque Mara es sólo un nombre falaz y tú, Rosa, te entregaste a ellos para acabar. ¿Por qué gemiste, por qué si sabías que te morías de todas formas? ¿O fue mi reloj y el sol, los reflejos, sus ojos encandilados por otra luz más pequeña entre los árboles? Han venido, Rosa, y te han llevado, y mi conciencia se ha podrido cuando, oculto yo, te han arrastrado en tu agonía hasta su vivac de ramajes… Rosa, me duele la puntuación, me queman las palabras, porque por fin descubro su primera función: huir, servir de salida y olvido al espanto. Cuando tus pechos dejaron de temblar ellos acabaron de lanzar esos gruñidos tenues como una liturgia, asieron sus piedras afiladas y supieron de tu carne dulce, de la miel medular que atesoraban tus huesos abiertos en canal. Ha sido tu más digno homenaje, el horror de una vez para sellar mis ojos e inmunizarme de otras ideas humanas».
«Viernes, 11 de agosto de 1899. Ya no queda nada, ni tinta, ni papel, ni hombres, ningún futuro tras el horizonte, el mundo desnudo y la angustia de estar muerto con los ojos de par en par».
Las frases finales se apretaban contra el borde inferior de la última hojilla. He buscado sus nombres sometido por la misma angustia. César José Cancio y Rosa Estrada figuraban como invitados al Congreso Internacional sobre Lenguaje y Verdad, que debió celebrarse entre el viernes 21 y el domingo 23 de julio de 1899, en el Parador de la Senda, en la comarca de Abrezo. Nomur es una ciudad demasiado grande, y nadie responde al apellido Cancio. Ninguno de los dos reza como asistente efectivo al congreso, ni figuran motivos que excusen su incomparecencia. En el Parador de la Senda se pueden ver, en un apolillado libro de registro, sus dos firmas, pero marcadas con una nota de ausencia sin aviso previo. No he podido acceder a los registros de la policía, pero seguramente su desaparición levantó revuelo durante algunas semanas, y luego se disolvió en plena eternidad. Desde la colina donde se levanta el edificio se alcanzan con la vista tres pueblos que por la noche se encienden entre el tupido ramaje de los robles, y yo no puedo evitar estremecerme, porque en algún lugar de aquellas tierras tuvo que haber vagado, hace centenas de miles de años, un hombre despierto y solo.
Luego llega el 20 Avril de Ohana, y sólo sé decir que da contraste a Regondi y a Pujol que espera. Mi rezagada sensibilidad aún no alcanza a percibir el espíritu de estas notas, pero a continuación Pujol se remueve en mi interior, en mi pasado, en la tierra que se asentó sobre mis pasiones, y así caminamos de la Tonadilla al Tango, para acabar con una Guajira que cambia el ritmo de los latidos de mi corazón.
Un descanso, y entonces Schubert, el hombre que –hoy lo supe– viene con los años, que cuenta historias que llegan poco a poco, y que cuando te alcanza conmueve tus afectos hasta el dolor. Y Falú, ah, qué hermosura, qué desconsuelo de tan lejos, qué otoño de brisas cansadas y de sueños… Y para acabar Rodrigo, su invocación ancha y oscura, hospitalaria y cercana, y su danza rotunda.
Los dedos de Gaëlle, aun cansados, han volado por el aire con alas morenas… Sevilla vacía resonando, Sevilla con seis cuerdas…