Después de casi un año de ensayos, la banda de cornetas y tambores que ha venido ambientando muchas de mis noches podrá procesionar por fin con el santo y la virgen de turno. Luego descansarán unas semanas y comenzarán prontito los ensayos para el año que viene. Recuerdo el encontronazo que, hace ya bastantes temporadas, tuve con una de estas bandas. Mis niños eran pequeños y a las nueve y media de la noche solían estar en la cama. Meses antes de la Semana Santa, cierta banda intensificó sus ensayos, llevándolos diariamente hasta más allá de las doce de la noche. Se plantaban a unos cien metros escasos de nuestras ventanas, en el parque, y los trompetazos y redobles de tambor se colaban en nuestros dormitorios como si toda la banda se hubiera metido en la cama con nosotros.
Un día, harto de protestar a la Policía Local, con la reacción acostumbrada de esta institución, es decir, ninguna, y conocedor de que la normativa municipal permitía a los músicos tocar a sus anchas hasta las once de la noche (aunque a todos los efectos, y puesto que nadie iba a reñirles, podían tocar hasta la hora que les saliese de sus sagrados cataplines), harto de aquello, digo, bajé a hablar con los muchachos. La banda estaba compuesta por un numeroso grupo de chavales, que me recibieron extrañados. Les expuse la situación y mientras unos mantuvieron silencio, otros conversaron conmigo, entendiendo mis problemas pero quejándose de que los echaban de todos lados, y que en algún sitio tenían que tocar. Hasta ahí, y a pesar de mi irritación, todo fue sano y cordial. Pero hete aquí que el capitán de la banda salió de entre la muchedumbre.
Era un tipo de mediana edad, con impoluto traje de chaqueta azul marino y medalla de la hermandad. Las entradas generosas, el pelo hacia atrás, engominado, los rizos brillantes en la nuca y las grandes patillas profundamente sevillanas podían valer tanto para mandar al cielo a la madre de Dios como para guiar, de corto y con arte, una yegua en el Real de la Feria. El tipo se dirigió a los chavales que hablaban conmigo y, con esa chulería típica de la auténtica sevillanía, les dijo que no me hicieran ni caso, que mis protestas no eran más que tonterías, y que tenían que seguir con el ensayo. Todo mi enojo se concentró en aquel tipo, y sólo la idea de ser vapuleado por toda una banda entera de cornetas y tambores me impidió que, tras mirarlo fijamente, me fuera para él y le sacara a guantazos toda su chulería. No recuerdo bien lo que dije, pero me fui a mi casa como un ciudadano ejemplar: jodiéndome con lo que hay.
Desde entonces nuestra adaptación al ruido de coches discoteca y de las santísimas bandas ha mejorado una pizca la situación, mientras la Policía Local y el Ayuntamiento persisten en su tradicional pasividad. Y es que en esta ciudad hablar de Semana Santa es tocar la esencia eterna de nuestra condición de sevillanos. En esta ciudad insondablemente mariana, hemos trascendido como en ningún otro rincón del planeta los ya de por sí insensatos preceptos de la religión oficial. Nos hemos saltado a la torera las Verdades del secular imperio católico, y las hemos engalanado con nuestros cristos variados y nuestras vírgenes de truculento nombre. Como a otros les da por lanzar burros desde un campanario o por estallar un saco de petardos para expresar su esencia inmortal, los sevillanos nos lanzamos a las calles para derrochar fervor y rezar en buena comandita ante unas figuras que relegan a los Churriguera al minimalismo.
A pesar de los instantes de auténtica inspiración artística, en los que las calles y el azahar ponen mucho más que la propia farsa santa, y a pesar de que una gran parte de los espectadores asiste a la función con una sanísima (que no santísima) distancia espiritual, en Sevilla se agita un cosmos de hermanos mayores, de pregoneros iluminados, de mantillas y peinetas, de promesas y milagros, de penitencias, bocadillos, devoción y prehistoria, de solemnes pamplinas convertidas en evidencias místicas que a ningún condenado ateo debería nunca ocurrírsele poner en entredicho.
Un domingo de Ramos en que mi amigo Curro Bizcocho asistía al regreso de la Paz por el Parque de María Luisa, y al paso de las filas de afligidos penitentes, que con el capirote chafado y sus cruces al hombro caminaban descalzos e incluso arrastraban cadenas, un hombre que tenía al lado le preguntó con acento argentino:
—Perdone, entiendo que al llegar al final a todos estos señores los crucifican. Y el año próximo sacan a otro grupo, ¿verdad?
Curro se fijó bien en aquel rostro y le contestó:
—¡Tú eres Carlos Núñez, de Les Luthiers!
A partir de entonces Carlitos y Curro se hicieron buenos amigos. Compensaciones de la santísima semana…
2 comentarios:
Eso tipo sí que da miedo y no una novela de terror. Bécquer, Poe, Lovecraft y Stoker se remueven en sus tumbas, pensando cada uno que no se le ocurrió semejante criatura surgida del averno más terrible, más profundo de donde el primero de los Caídos osa dirigir la mirada.
"En esta ciudad insondablemente mariana"
¡Si lo más gracioso es que ni siquiera es así! Nuestras patronas, Santa Justa y Rufina, fueron martirizadas porque no quisieron contribuir a cierta festividad pagana de Venus, en la que se celebraba la muerte y resurrección del guapo Adonis. Por eso y porque a Justa le tocó el santísimo algún patillas romano y, ¡pumba!, destrozó una imagen pagana. En eso los protestantes llevan razón.
Ya sabemos cómo es la historia de la Iglesia, Ozanu, plagada de mentiras y de incongruencias, que son los problemas más inocentes que ha tenido esta institución, claro.
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