Hace treinta años mi altura coincidía con la media nacional masculina: uno setenta. Hoy no me hace falta revisar la altura media actual (entre 1,75 y 1,78) para constatar que soy un hombre recogidito. Además, siempre fui un canijo, y la anchura que Dios tiene a bien concedernos con la edad se me ha concentrado un poco más de lo debido en la barriguita, aunque yo me defiendo con eso de que es algo constitucional. Total, que en términos machotes no soy más que un mequetrefe.
Nunca sería capaz de pegarle a una mujer, ni a un hombre, ni siquiera a un perrito piloto de peluche, a no ser que fuera en defensa propia; ya se sabe lo peligrosos que pueden llegar a ser los perritos piloto. Bueno, lo admito, alguna vez se me escapó algún cate con mis hijos, cates que me dolieron mucho más que a ellos y que siempre, siempre me dolerán. Pero no miento si me califico de persona pacífica. Aún más, me considero una persona cobarde. Siempre dije que me comería al guapo que osara hacer daño físico a los que quiero, pero ahora que los bárbaros no nos escuchan, tengo que reconocer que me dejarían fuera de combate en el primer asalto. Así que entre mis exiguas condiciones físicas y mi aún peor naturaleza guerrera, jamás podría afrontar una riña amparado en mi superioridad masculina. Creo que la mayoría de las mujeres (y de los hombres) me darían para el pelo llegado el caso.
Ahora supongamos la más que improbabilísima eventualidad de que a mi mujer le dé la ventolera de pegarse conmigo (razones no le faltarían), y que un día se me acerca y me suelta un bofetón histórico. Ahora supongamos otro hecho inverosímil: que yo se lo devuelvo, y que nos liamos a guantazos hasta que alguien nos separe. Según la ley, cada uno de los guantazos que mi señora me haya propinado son faltas administrativas, que ella podrá compensar, en el peor de los casos, abonando las multas correspondientes. Cada uno de los bofetones que yo le haya propinado (déjenme estremecerme sólo de pensarlo) serán pesadas piedras en la construcción de uno de los peores delitos que cometerse puedan, que no sólo estará castigado con la cárcel, sino con la más decidida condena social.
Según me explicó un buen amigo, versado en el tema, y como ya comenté en algún otro sitio de este cuaderno, tras la Segunda Guerra Mundial los legisladores comprendieron mejor que nunca que el derecho no podía estar basado en leyes personalistas. Se castiga el delito, y éste lo será o no dependiendo de la acción y no del presunto delincuente. En el régimen nazi, los judíos, los gitanos, los homosexuales y los disidentes políticos tenían distintos derechos que los alemanes, y había comportamientos que en el caso de un judío suponían la ejecución inmediata, mientras que en el caso de un alemán podían acarrearle hasta una condecoración.
Nada más alejado de mi intención siquiera insinuar que nuestras leyes para la igualdad sean leyes nazis, ni que tengan consecuencias ni de lejos parecidas a aquellas barbaridades totalitarias, pero el hecho de que una acción idéntica sea castigada de distinta forma según quien la cometa es un error absoluto, y una injusticia que podría animar a ciertos políticos a aprobar leyes con resultados bastante más terribles. Para matizar los delitos ya existen las circunstancias agravantes y las atenuantes, que no deciden si el delito lo es o no, sino si es más o menos grave. Cuando una persona violenta a otra aprovechándose de su superioridad, esto ya actúa de circunstancia agravante, sea el superior el hombre, la mujer o un comercial del ramo textil. Si la mayoría de los que pegan son hombres que aprovechan su superioridad masculina y social, la mayoría de las sentencias ya estarán agravadas por esta circunstancia.
Estas normas surgen de otro error mayúsculo: creer que el problema de la violencia contra la mujer se arregla con penas cada vez más duras, como si al bárbaro que es capaz de maltratar a una mujer o a cualquier otra persona le importara mucho esa amenaza. Lo estamos viendo con esa tendencia filofascista de nuestro queridísimo gobierno, que quiere aprobar en breve la cadena perpetua, sobre todo en caso de terrorismo yihadista. Los yihadistas del mundo andan temblando ante semejante peligro…
Todo, como siempre, se reduce a un problema de educación. No hablo de formación, hablo de educación. De educación enfrentada a la sinrazón, a la obsesión, al integrismo. El problema del maltrato familiar (que en la mayor parte de las ocasiones cae sobre niños y mujeres, aunque en algún caso minoritario cae sobre los machotes canijos y mequetrefes) se arregla con educación. Por supuesto que debe haber castigo para los malos, pero el endurecimiento indefinido de los castigos, el control policial (por otra parte imposible) de los bárbaros y la visión del hombre como un maltratador en potencia, que debe contener sus instintos feminicidas y demostrar cada día que no pertenece a la raza de los bárbaros, nada de esto contribuye en absoluto a resolver el problema. La solución es puramente educativa, y en este tema nos estamos equivocando por igual hombres y mujeres.
La semana pasada se publicó en un diario digital andaluz un artículo firmado por Antonio Avendaño. A mí el artículo no me pareció gran cosa, la verdad. El autor ironizaba con trazo bastante grueso sobre los recientes problemas del Betis y de uno de sus jugadores en asuntos de machismo y maltrato. Era ironía gruesa pero ironía a todas luces. Pues bien, una señora montó en Facebook un revuelo porque decía que había empezado el artículo creyendo que el autor ironizaba, pero que luego se dio cuenta de que no, de que iba en serio. Ahí soltó la perorata típica, esa que algunos sueltan como si estuvieran esperando la más diminuta excusa para soltarla, llena de lugares comunes y de afirmaciones que todas las personas a las que nos asquea la violencia ya conocemos. Algunos de los comentarios advirtieron a la señora que el artículo era pura ironía, y ella pidió unas disculpas a medias, acusando al autor de no saber ironizar. Otros comentarios apuntaban a la poca oportunidad de la ironía o el humor en un tema como éste. Y ya se sabe, cuando en algún tema, por muy terrible que sea, no hay hueco para el humor, entonces la solución la tenemos muy, muy lejos.
Siento ver demasiada hipocresía en este asunto. Nadie con dos dedos de frente podría afirmar que la violencia contra las mujeres es un problema menor. Es un problema terrible y repugnante que merece toda la atención social, pero lamentablemente vivimos tiempos en los que los problemas terribles compiten en crueldad y terror. Sé que es un ejercicio falaz el de comparar las distintas violencias, porque parece que uno quisiera justificar las violencias menores. Todas las violencias deben ser rechazadas y combatidas con la ley y el desprecio social, y con la educación, con muchísima educación. Yo, como los millones de personas de buena fe que pueblan este mundo, condeno hasta la más suave de las violencias, pero no dudo de que la violencia que se ejerce contra los niños es infinitamente más grave que la que se ejerce contra las mujeres. Tampoco dudo de que la violencia que existen en determinados rincones de Oriente y de África es infinitamente más grave que la que sufren los niños y las mujeres en nuestro país, porque incluyen violencia contra niños, contra las mujeres, contra los hombres, los ancianos, contra todos, y con episodios macabros que nos cuesta imaginar. Ser violado debe ser espantoso, pero aún peor debe ser que a uno lo desmiembren las bombas o que a tus hijos los despedace la metralla.
Es una cuestión teórica (para nada menor) que nos permitirá afrontar mejor el problema, que nos ayudará a serenarnos y a pedir soluciones eficaces. Ni el problema de la violencia contra las mujeres ni el indudable problema del machismo social no violento se solucionan añadiendo más leña al fuego. Por ejemplo, no se contribuye mucho a él cuando, ante el descubrimiento de que la mayoría de las pinturas rupestres en España y Francia fueron obra de nuestras antepasadas, los hombres tenemos que sonreír ante comentarios que afirman, sin ningún pudor, que las mujeres son desde siempre seres más sensibles que los hombres. Yo, por mi parte, conozco a mujeres que son verdaderos melones y a otras que son el colmo de la delicadeza. Lo mismo me pasa con los hombres.
El integrismo nunca ha resuelto ningún agravio. Las mejores feministas, las personas que más han contribuido a que las mujeres sean tratadas por los hombres y por otras mujeres como personas, con los derechos y deberes de todas las personas, han sido feministas que no militaban como tales, que como personas (y no sólo como mujeres) contribuían con su lucha, su trabajo y sus ideas a que esta sociedad contemplara, cada día con más normalidad, cómo las mujeres pueden realizar las mismas hazañas y cometer los mismos errores que los hombres. Son feministas que lo eran porque se asombraban de la desigualdad y entendían que era un ultraje que había que combatir con la ley, sí, pero que sólo la educación de mujeres y hombres resolvería.
Este problema no es un problema de las mujeres, es un problema de todos. Durante muchos, muchísimos años, los hombres de este país nos hicimos verdaderos hombres en un cuartel. Durante muchos años se cometieron en ellos vejaciones innombrables; hubo suicidios, muchachos que perdieron la cabeza bajo condiciones durísimas que un hombre de verdad debía tener los cojones de soportar. En estos lugares fueron machacados literalmente los homosexuales, los gorditos, los que usaban la cabeza para pensar y muchos otros que no se adaptaban a un régimen de terror, con el que todos convivíamos como si no pasara nada. Este problema tampoco era un problema de los hombres, sino de todas las mujeres y hombres de este país. Hasta que todos y todas no entendamos esto, la violencia contra las mujeres seguirá existiendo, y en los campos de fútbol se seguirán coreando consignas machistas, y en las redes sociales y por las calles seguirán existiendo personas integristas que no contribuirán nada a arreglar este problema.
1 comentario:
En realidad, por lo que he oído de abogados y expertos en leyes, en la situación que describes no se te condenaría por maltrato de género, sino en todo caso se juzgaría como reyerta si en efecto se demostrara como tal.
Aparte, sí, claro. El problema no es sólo el trato a la mujer, sino el conjunto de creencias que se atribuyen propias a los varones. Creencias que son a veces defendidas como valores en algunas películas de acción, a propósito.
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