La gente iluminada me produce sarpullidos. Y con esto no quiero declararme partidario a ultranza de la razón. Por ejemplo, en estos días en que trato de dar un repaso intenso a Cortázar, releyendo lo leído hace siglos, y leyendo lo que entonces se me escapó, no paro de preguntarme por qué un escritor así, una persona como él me atrae tanto. Porque Cortázar basa casi todas sus creaciones en la idea de que la casualidad tiene arte y parte en nuestras vidas, y que posee una especie de sentido, unas reglas identificables que fácilmente se nos escapan a nosotros, acostumbrados a mirar el mundo con ojos escolares. Cortázar podría ser un iluminado de esos que me hacen huir, de esos que juegan para convertir al prójimo, para reivindicarse en él. Pero no. ¿Por qué? Hay una respuesta sencilla: Cortázar juega, pero siempre vuelve de los juegos, porque, además, de esta forma los juegos divierten y no se convierten en otra vida que vivir. En cuanto nos tomamos en serio un juego éste deja inmediatamente de serlo, y se transforma en una nueva preocupación, en una nueva firma de responsabilidades, en un nuevo compromiso de mínimos eternos.
Cuando jugamos (bien) al Monopoly mantenemos dos actitudes contrarias pero perfectamente compatibles: por un lado nos implicamos en la partida para desplumar a nuestros adversarios; pero, a pesar de que ello no influya en nuestro despiadado afán lucrativo, por otro lado nunca olvidamos que esos a quienes queremos arruinar son nuestros hijos, nuestra tía, nuestra pareja… y que afortunadamente todo es un juego, que no los arruinaremos de verdad. Pero en un alarde infantil de creatividad tardamos un milisegundo en concebir otra nueva treta para hacernos con las tres propiedades rojas y sembrarlas de hoteles, y luego cobrarles a nuestros contrincantes sumas millonarias, y dejarles el bolsillo lleno de agujeros. Benditos contrincantes…
El juego, dentro de el mundo, es un mundo sin pretensión de convertirse en otra cosa que un sueño. Es teatro privado (¿qué es el teatro sino un juego?), carnaval, disfraz y exceso, visita instructiva al pecado y a la inmoralidad, disonancia divertida, y también, porque hay vuelta, fuente fresca de argumentos para aliviarnos de nuestras costumbres. ¿Jugamos?
2 comentarios:
En alguna entrevista dijo Cortázar que la literatura que no estaba impregnada de lo lúdico se convertía en una literatura aburrida (como de realismo socialista, llegó a decir). Supongo que algo así sucede con la propia vida. Qué malo que nos vayamos perdiendo por el camino las ganas del juego.
Un abrazo.
¿Sabes una cosa? Por la experiencia que he tenido con mis hijos, y por lo que recuerdo de mis días de alumno, las instituciones educativas, pero sobre todo la escuela, se encargan a las mil maravillas de asegurar que los niños dejen de jugar. Nunca pensamos que los enanos se llevan cinco horas seguidas, cinco días a la semana, ante un señor o una señora que, por lo común, es aburrido y tiene poca cosa que enseñarles. Porque aunque, en el menos malo de los casos, les transmitan mil conocimientos, raramente les enseñan a los niños para qué sirven, y así los tragan sin masticar. Nuestras niñas y niños bostezan en las escuelas, y aprenden pronto que no hay que jugar en clase, que hay que cumplir normas sin imaginación, que hay que crecer, sea como sea, y no tanto en la responsabilidad consciente, como en la obediencia a la norma. Por eso luego, en las escuelas, se crían tantos descontentos sin rumbo, y tantos hijos dignos del Gran Hermano. Y toda la culpa, al parecer, es de la sociedad. Los adultos no solemos saber jugar porque hemos crecido olvidando lo que somos.
Un abrazo, amigo.
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