El vikingo llegó a Escocia y conquistó sus parques. Su padre y él se embarcaron en una travesía insensata, a miles de kilómetros del calor del hogar, pero descubrieron bosques mágicos, con veredas salpicadas de ranitas confiadas, y quién sabe cuántos duendes disfrazados de ramas. En el camino su padre le relató muchos cuentos, y se toparon con ovejas bulímicas, focas perezosas, castillos lunares, lagos de aguas negras, abejas insidiosas, islas inconstantes, un reino de luz amable y verde fascinación. Por eso el vikingo, tras conquistar aquellas tierras con su risa y su voz inolvidable, regresó a casa con un deseo pertinaz de volver a entrar en aquel vagón abandonado, aparcado al borde de un lago, en el que, mientras su padre tomaba un té, jugó con él a juegos olvidados; o de oír de nuevo la voz definitiva de aquellos trovadores de espadas terribles, y en el patio del lugar luchar contra el tiempo, y conquistar las Tierras Altas. Ah, y adueñarse de aquella pequeña islita a sus espaldas, donde se distinguían las tumbas de un rey y una reina...
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