Y otras veces todo es rabia, asco por el más mínimo detalle que mueve la calma perfecta de la nada, aversión al más leve sonido que rompe el limpio silencio. Dejar el agua que calentabas para una infusión y cambiarte las zapatillas por los zapatos para bajar y echar una mano con unas bolsas, evitar encontrarte a cualquiera en el ascensor y saludar y mostrarte estúpidamente cortés, y luego volver y de nuevo cambiarte de zapatos, y no recalentar el agua para la infusión de salvia porque qué más da, al carajo la infusión de salvia, me la tomo templada, y tirar entonces el sobre de plástico de la bolsita de té en el cubo de basura orgánica, maldiciendo a la humanidad, y deseándole con ese gesto bobo de rebeldía que se hunda en el caos del que vino. Sí, otras veces, como hoy, sólo aceptarías gestos primarios, y borrarías de un manotazo el resto, toda esta jodida civilización de idiotas en la que vivimos, tanto ajetreo sin furia, tanta luz sin pasión, tanto movimiento grueso, grosero, sin contraste ni detalles… Aunque concluyes entonces que eres tú mismo el primer majadero que se cree toda esta payasada, el mayor de los necios jugando a las casitas un día y otro y otro, mintiendo y mintiéndote, dejándote llevar por la brisa viciada y deleznable del devenir de los ciudadanos gusanos. Estas otras veces las dulzuras diminutas callan, dispersas en las calles y las avenidas, acurrucadas en las plazas muertas, y agachan la mirada y permiten que la realidad se muestre desnuda, tal cual, con todos sus defectos, con todas sus maldades miserables, con toda su chabacana insuficiencia… Y apenas quedan entonces rincones donde descansar.
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