Soy más de odios que de desprecios, reconozco que casi siempre por pura incapacidad para lo segundo. Quién sabe si también influyen las prisas. Cualquiera entiende que para el desprecio se requiere una cuidadosa reflexión, una tranquilidad y un aplomo que no todos ni a todas horas disfrutamos.
Pero al fin y al cabo nos educaron (nosotros mismos seguimos educando) en ese mal moderno, y de lejos más nocivo que el cáncer: las prisas, que son una de las razones fundamentales por la que el odio anda mucho más extendido que el desprecio.
Y eso que despreciar constituye un ejercicio bastante más creativo que odiar: cuando desprecias has valorado con los ojos abiertos; por el contrario, el odio es, como muy bien apunta la tradición, ciego. De ahí que el desprecio deba enfrentarse a otro enemigo: la sociedad, los mecanismos sociales que nos quieren obedientes, que en sus mejores sueños mecánicos nos imaginan hormigas, soldados que pueden embarcarse en sus odios ciegos, pero siempre que vuelvan a la fila sin haber adquirido tras la experiencia ideas nocivas (una idea nociva es como un copo de nieve blanco...).
Por mi propensión al odio (un comportamiento en mí más frecuente de lo deseable), y por la sanidad que observo en la raramente alcanzable dicha del desprecio, puedo confirmar que esos pocos y pequeños desprecios míos acaban convirtiéndose, por puro contraste, en ascos ejemplares. Debo advertir que no me mueve pretensión alguna de abanderar verdades, ni de convertirme en más juez que en el que sentencia en el estrado de mi propio capricho y con la jurisprudencia restringida a donde alcanza mi humilde aura. Y es que el desprecio bien entendido posee esas otras virtudes: siempre es personal, y no agrede al despreciado, sólo lo desatiende, prescinde de él, lo desestima: no le quita nada, sólo no le da. Por supuesto, alguien podría entender que se produce una especie de agresión moral, pero únicamente se puede concluir tal cosa si se parte de la dudosa premisa de que todos tenemos la obligación moral de darnos a los demás. Y yo, espero que se me perdone, o mejor, que se me comprenda, considero que no hay amor, ni amistad, ni el más mínimo átomo de cariño que no languidezca, o incluso que no se desintegre, al contacto con la obligación, sea moral, marital o militar.
A estas alturas, se podría andar pensando que estos párrafos apologizan sobre un acto que, no cabe duda, no es de puro amor, no acerca al otro, sino más bien sobre un acto de gris indiferencia y triste desafecto hacia el prójimo (como a ti mismo, que diría Don José). Pero el mundo es como es, y a pesar de todos los buenos deseos que nos hagamos cada mañana, a pesar de que tratemos de orientar nuestros actos con principios y buenos propósitos, no podemos negar que cada día cruzarán nuestro camino elementos que nos provocarán odio, desprecio, repugnancia… En el mundo, en nuestras calles, junto a seres mágicos y a individuos básicamente bienintencionados, transita gente en mayor o menor medida indeseable, grotesca, desalmada, embrutecida, gente opuesta a la ecuanimidad, a la razón, que se ríe de los sueños, que se cuelga de los árboles de esta selva y maniobra para impedir con sus gritos bien adaptados que la sensibilidad suavice con luz las sombras del caos. Esta fauna también es parte de la realidad, y la única forma que conozco para tratarla sin caer en sus taras es el respeto, el respeto en su más alto sentido, en el de la consideración. Y cuando acabas de considerar a determinados seres, con mayor o menor vigor acabas despreciándolos, y a continuación olvidándote de ellos porque nuestro tiempo es escaso, y nuestros sentidos no dan abasto para tanto asombro.
Adoro mis desprecios, porque son la rehabilitación de mis odios, y porque me acercan un poco más a los bosques de hadas, y a las largas conversaciones entre duendes; porque su esencia de comportamiento cabal roza mis gestos como una brisa apaciguadora, y puedo acariciar y ser acariciado sin mucho miedo ni demasiado odio a la vida.