A Cortona llegamos cerca de las siete de la tarde. Fue la primera vez que sentí el cansancio físico acumulado durante una semana de deambular por la Toscana. Creo que hubiese podido estar la vida entera descubriendo rincones de esta bella tierra, pero físicamente empezaba a sentirme cansado. La calor y la humedad también hacían de las suyas. Hasta entonces, salvo en Florencia, no habíamos pasado calor, pero las temperaturas, sin llegar a los valores exagerados que tenemos por aquí por el sur de España, subían un poco más cada día, y estar siete días conduciendo y caminando casi a todas horas consiguió agotarme.
En Cortona, además, encontramos hordas literales de turistas. Al entrar condujimos un rato detrás de un elegante Maseratti, sin saber que tras sus cristales tintados, con bastante probabilidad, viajaba alguno de los famosos que participarían en el Tuscan Sun Festival. Este año traían, entre otras estrellas, a Jeremy Irons, Greta Scacchi y sobre todo Martha Argerich.
Desde Cortona uno puede ver el mundo...
Pero una vez dentro, y rozando las ruidosas calles comerciales, callejones melancólicos y piedras mudas convivían con un centro atestado de animados cafés y edificios vanidosos.
El Teatro Signorelli es donde se celebra el Tuscan Sun Festival. A su puerta dos Maseratti y un Aston Martín (éste al parecer idéntico al que Sean Connery había manejado en una película de James Bond) hicieron las delicias de Juan.
Luego subimos alejándonos de las calles principales para descubrir una Cortona silenciosa que miraba hacia la inmensa llanura donde se derrama el Lago Trasimeno, dejando que el sol tenue de la tarde iluminara sus fachadas con ese tierna e inconfundible pintura dorada. Menudean allí arriba los conventos, lugares terribles de los que salen y entran viejos monjes que mueren poco a poco sin hacerse demasiadas preguntas...
Al dejar Cortona, en la carretera, no podemos más que parar varias veces: los paisajes...
...el incendio del horizonte...
...y por último uno de los muchos pasos a nivel con barreras. Cojo la cámara dispuesto a pillar al tren, pero éste, apenas dos pequeños vagones que pasan a gran velocidad, casi se me escapa y parece remover el mundo para que la foto salga movida.
Al día siguiente, como si el cansancio físico se hubiese conjurado con la suerte, visitamos Monticiano, con la intención de visitar luego la Abadía de San Galgano, porque la noche de la ópera no pudimos verla bien. Tampoco vimos la ermita donde reposa la famosa espada, que el santo dicen que clavó en una piedra para que le sirviera de cruz. El día pretendíamos acabarlo en Chiusdino, sin estar muy seguros de si la visita a este pueblo merecía o no la pena.
Moticiano, sin ser feo, fue el pueblo con menos encanto del viaje. Tenía varias calles hermosas, que dormitaban en el calor del mediodía, sólo interrumpida su quietud por el juego de unos cuantos niños que se refrescaban tirándose globos de agua. Aun así, Monticiano mostraba algunos rincones preciosos...
Cierto individuo que yo me sé paseaba por sus calles traicionando nuestros más sagrados valores patrios...
Monticiano nos había dejado un sabor de boca no muy bueno, aunque mejoró, sin duda, por la belleza de la carretera y de los bosques de la zona. Así que nos apresuramos para llegar cuanto antes a la Abadía de San Galgano, visitarla y tratar de almorzar en Chiusdino...
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