“Envanecido por sus dones, el hombre se mofa de la naturaleza, perturba su marasmo, crea en ella un follón ora inmundo ora trágico que se vuelve decididamente insoportable. Que el hombre se largue cuanto antes, tal es el deseo que la naturaleza formula y que el hombre, si lo quisiera, podría satisfacer en el acto. Así ella lograría librarse de este sedicioso cuya sonrisa misma es subversiva, de este anti-viviente al que alberga por fuerza, de este usurpador que le ha robado sus secretos para someterla, para deshonrarla. Pero él ya estaba destinado a caer en la esclavitud y en la ignominia por sus propios delitos. Al traspasar con sus conocimientos y con sus actos los límites asignados a la criatura, ha atentado contra las propias fuentes de su ser, contra su fondo original. Sus conquistas son obra de un traidor a la vida y a sí mismo. De ahí proceden su aire de culpabilidad y su actitud poco clara, de ahí viene ese remordimiento que trata de disimular con la insolencia y el ajetreo. Si se intoxica de ruido, es para rehuir, para esquivar la inculpación que el más breve repliegue sobre sí mismo le obligaría a oír irremediablemente. La creación descansaba en un estupor sagrado, en un admirable e inaudible gemido; sacudiéndola con su frenesí, vociferando como un monstruo acorralado, el hombre la ha obligado a volverse irreconocible y ha comprometido su paz para siempre. Hay que incluir la desaparición del silencio entre los indicios anunciadores del fin. Hoy, la Gran Babilonia ya no merece desmoronarse por su impudicia y sus desenfrenos, sino a causa de su estruendo y de su barullo, de las estridencias de su chatarra y de los desquiciados que no aciertan a saciarse con ello. Ensañándose con los solitarios —los últimos mártires—, los persigue, los tortura, interrumpiendo en cada momento sus meditaciones, infiltrándose como un virus sonoro en sus pensamientos para minarlos, para degradarlos. ¿Cómo, en su exasperación, no iban a desear verla derrumbarse sin demora? Esta nueva prostituta contamina el espacio, mancilla seres y paisajes, expulsa de todas partes la pureza y el recogimiento. ¿Adónde ir, dónde quedarse? ¿Y qué seguir buscando en el guirigay de un planeta babilonizado? Antes de que quede hecho añicos, quienes más hayan sufrido en él, aquellos a quienes ha atormentado, tendrán por fin su revancha: serán los únicos en bendecir el desenlace, lo únicos en saborear la suspensión del estrépito, ese breve y decisivo silencio que precede a las grandes catástrofes”.
Fragmento de Desgarradura, de E. M. Cioran.
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