Lo que jode es que, encima, sean tan feos. Si uno quiere asistir a una parada particularmente desagradable de monstruos, basta con ponerlos en fila y mirarlos con detenimiento. Además, de siempre los monstruos han tenido su dignidad, que podía brotar del orgullo herido, de una historia truculenta o de la propia melancolía, pero estos seres nauseabundos añaden a su fealdad y a su podredumbre una dosis de ridículo difícil de asumir por cualquier espectador despierto.
Yo siento especial debilidad por el joyero Felipe González, qué quieren que les diga. ¡Ah, cómo me cautivó el jodido en mi más tierna infancia! Ese piquito, esa danza sobre el estrado, ese carisma… Sí, la peculiaridad que, con diferencia, más veces se ha atribuido a este individuo ha sido la del carisma. Cual flautista de Hamelín, cameló a todas las ratas del barco, que lo votaron y aplaudieron con entusiasmo, mientras los marqueses y los terratenientes lo tachaban públicamente de rojo y lo admiraban aliviados en la intimidad.
El desgraciado retorno actual de este prócer a la producción de pensamiento político nos regala día sí, día no, declaraciones explosivas sobre temas insulsos, rancios artículos, pálidos, tediosos y mal escritos, y giras continuas por el territorio patrio, en las que el interfecto se da baños de nostalgia entre las filas santurronas de su partido. Pero así, con esa pinta de buen padre de la patria, fue en mi opinión uno de los principales valedores de la democracia de mercados que ahora disfrutamos. Ya entonces tuvo a Solchaga, Almunia, Boyer, Solana, Maravall y otros elegantes compinches reuniéndose con los poderes reales de este país para ir poniendo a la democracia en su sitio, para que el poder recayera en el pueblo sin exagerar, para que todos pudiésemos tener un Corte Inglés cerca de casa, una parcelita de arena donde clavar la sombrilla y el derecho a leer todos los éxitos editoriales que se nos antoje sin sentirnos por ello inferiores a nadie. Felipe González guió a la clase política de este país por el sendero del consejo empresarial, y contribuyó sobremanera a que ninguna de las instancias fundamentales de la democracia real (grandes bancos, grandes empresarios, grandes inversores y grandes políticos) dejara de tener su función indispensable en la rentable maquinaria del poder popular. Tanto que acabaron todos confundidos y hoy uno no sabe quién es quién en este equipo de pulcras (pero feas) lumbreras. Todo ello, por supuesto, bajo la insistente y desesperante salmodia de los curas, que han seguido ocupándose oficialmente de la salvación de nuestras almas compradoras durante todos estos años.
Felipe es como los mejores toreros, que vuelven una y otra vez aunque sea para hacer el ridículo. Ya hace un siglo lo cantó Carlos Cano (otro amigo que abandonó la murga de los currelantes y se vistió de limpio para ser Hijo Predilecto de Andalucía):
“Ay, Felipe de la OTAN, cataflota, verigüé, llegarás a ser un gran torero como Cervantes y Gregory Peck”.
Y es normal que un hombre que ha estado durante tantos años más allá del bien y del mal pierda un poquito la vergüenza. Un poquito más, quiero decir. Porque, claro, en los primeros tiempos el molesto electorado miraba con lupa si los que prometían esto y aquello cumplían en su propia casa con los valores que predicaban, pero ahora que los votantes han llegado a un grado suficiente de hartura e ignorancia el hombre ya puede dedicarse a defender públicamente a las multinacionales que le pagan (dios sabe desde cuándo). A ver, si hasta el más sucio de los obreros se desayuna todos los días con el estado de salud de IBEX 35 y la influencia del mercado asiático sobre las deudas a largo plazo. Por fin la gente ha comprendido, y todos podemos olvidarnos de aquellas monsergas de la cultura, la convivencia y la educación. Juguemos y sepamos perder, joder… Dejemos que PSOE y PP se peleen por nosotros y nos aseguren el plato de comida, mientras las urracas minoritarias, con clara vocación de buitres, se arremolinan a su alrededor prometiendo honradez y sin perder una sola oportunidad de demostrar en instituciones más pequeñas que serían tan democráticos como sus hermanos más famosos.
Felipe, aquel gladiador que machacó sin piedad a Suárez, un hombre cien veces más valiente que él, aquel carismático líder que siempre vio con claridad lo que este país necesitaba para convertirse en un país moderno y rentable, y del que pocos amigos pueden quejarse porque todos comieron tarta hasta hartarse. Felipe, uno de los políticos menos feos, es cierto, aunque a mí siempre me recordó a una hucha cerdito que tuve de pequeño. Felipe, el carisma con patas, aunque por mí todo ese carisma se lo puede meter en algún sitio calentito de su acicalado cuerpo, mientras sigue disfrutando de la vidorra de lujo que se ganó con el sudor de tantas frentes.
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