Entonces los autobuses traqueteaban como las calesitas de la feria. Uno se montaba y tenía la sensación de estar metido en una caja de hojalata sobre cuatro ruedas. Las puertas, de cuatro hojas, ensordecían a los pasajeros al abrir y cerrar, y el autobús entero se removía como si fuera a descuajaringarse. Sin carril bus ni preferencias de ningún tipo, tardaban una eternidad en cruzar la ciudad, y en ellos leí libros y más libros, estudié exámenes enteros, incluso escribí el esquema de algunas cartas infinitas.
Los autobuses eran una extensión elástica de los patios. La gente fumaba en ellos a sus anchas, abundaban las vecinas con sus dimes y diretes, y yo me enamoraba de algunas chiquillas sin atreverme nunca a declararles mi amor.
Los reyes del autobús eran aquellos personajes que conseguían romper esa paz de patio que reinaba en el trayecto, ese estruendo monótono que aislaba a la gente y que se acababa sólo al llegar al destino. De entre estos personajes, recuerdo especialmente a tres.
El tío de los pollitos era muy conocido en Sevilla. Dicen que se plantaba en la Plaza de la Encarnación con una caja de cartón con un pequeño agujero en el fondo, llenaba la caja de pañuelos y metía una mano por debajo, dejándola entre los pañuelos. A la vez, imitaba perfectamente el sonido de unos pollitos, que los pequeños que se le acercaban buscaban con ilusión. Luego venía el susto. Así pedía limosna. Pero eso es lo que dicen, porque yo lo recuerdo en el autobús, y es que debía vivir cerca de mi barrio. Y en el autobús seguía siendo el tío de los pollitos, y cada vez que veía a un chiquillo se quitaba su gorra inolvidable de cuadros, con orejeras, metía un pañuelo en ella y con la otra mano lo removía mientras imitaba el piar de los pollitos. Lo hacía sin mover la boca, y sonaba tan realista que ningún chiquillo dejaba de caer en la trampa. Pero en el autobús nunca pidió limosna. Lo hacía por divertir a los niños, que siempre acababan con una sonrisa. Luego él se guardaba el pañuelo, se ponía la gorra y volvía a quedar muy serio. Jamás olvidaré el contraste entre su seriedad y esas sonrisas que provocaba en los enanos… Dejé de verlo gradualmente, casi sin darme cuenta, y sólo muchos años después lo eché de menos…
Antoñito el de las palomitas era un chaval con problemas mentales. Su madre era muy mayor, y él parecía ser el fruto de un embarazo demasiado tardío. Era alto, menos joven de lo que todos pensábamos. Se agitaba imparable, condenadamente nervioso, e invariblemente vestía con un ancho pantalón que ataba mal a la cintura, alzándolo tanto que dejaba ver los calcetines, un chaleco raído, también metido por los pantalones, y una chaqueta que le colgaba enorme por las caderas. Tenía una cara alargada de cabra, con la barba rubia, rala y mal afeitada. Sin embargo, uno no podía evitar pensar que Antoñito podría haber sido muy guapo de haber nacido sin taras.
Incapaz de fijar la mirada en ningún sitio, cuando entraba en el autobús todo el mundo asistía encantado a sus ocurrencias. La madre ya se había acostumbrado a ellas, y casi había adoptado el papel de payaso serio en aquel barullo que formaba siempre su hijo. A Antoñito le encantaban las palomitas, que eran invariablemente todas las mujeres jóvenes que entraban en el autobús. Nunca vi que tocara ni molestara a ninguna, pero intentaba hablar con ellas. Sus ocurrencias nos hacían reír: entre balbuceos incomprensibles y salmodias inacabables soltaba de pronto alguna de una inesperada lucidez, por supuesto siempre relacionadas con sus palomitas. Y es que Antoñito podía ser anormal, pero no idiota. Todo lo estropeaba el típico mentecato que, celoso de la atención que convocaba en el autobús Antoñito, trataba de picarlo con soserías que cansaban al público e indignaban al propio muchacho. Tampoco supe nunca qué fue de él, aunque imagino que el día que su madre muriera él acabaría recogido en algún centro cerrado donde tal vez las palomitas escaseaban…
Pero el personaje que me resultó más cercano fue Rafaela, un homosexual que llegó a tener cierta amistad con mi madre. Rafaela era a todos los efectos una mujer. En unos tiempos donde la homosexualidad era un tema tabú, Rafaela se había ganado el estatus de mujer. Vestía con ropa de hombre, pero aderezada con pequeños detalles femeninos, y caminaba como una modelo, bamboleando su figura de cintura ficticia. Además, se pintaba los labios y se maquillaba, y en su pelo ni largo ni corto componía los mismos peinados que sus amigas y vecinas.
A mí Rafaela siempre me pareció muy buena persona, y mucho más cuando supe que mi madre la estimaba. Aun así, un día mi madre me insinuó que tuviera cuidado. La forma blanda y huidiza en que me lo advirtió hizo que yo olvidase su consejo, y un día que volvía a casa en autobús me senté al lado de Rafaela. Yo tendría dieciséis o diecisiete años, y rápidamente la mujer encontró un tema de conversación. Me sentía bien hablando con ella, porque era un personaje gracioso y mal hablado, porque mi madre la estimaba y porque hablando con ella yo demostraba en cierta forma mi tolerancia con algo tan mal visto como la homosexualidad. Poco antes de llegar al barrio Rafaela encauzó la conversación por derroteros que no me gustaron, y recuerdo que me zafé con elegancia de aquellas insinuaciones, y me bajé despidiéndome de la mujer entendiendo por fin la advertencia de mi madre. Aun así, recuerdo que no tardé en pensar que Rafaela debía tener tantos problemas para encontrar cariño… Y que era normal que ella también buscara besos y caricias entre los demás. Rafaela nunca me molestó a partir de aquello. Como ocurrió con el tío de los pollitos y con Antoñito, cierto día me di cuenta de que hacía ya mucho tiempo que no sabía nada de ella. Y luego perdí la oportunidad de preguntarle a mi madre…
6 comentarios:
Aquellos tiempos en los que uno diariamente vivía en los autobuses camino del colegio o de vuelta a casa... Cruzar media Sevilla desde la Macarena hasta el Porvenir costaba más de una hora. Calle Feria, línea 2, transbordo en Plaza Nueva, línea 18 y caminata; y viceversa. Día tras día. En el tiempo infinitamente expandido de un niño eran suficientes para hacerse de una familia lejana postiza o de cientos de amores inconfesos. La gente obligatoriamente cercana y anónima, casi siempre instaladas en sus silencios y compartiendo solo la intimidad de sus sudores. Y en la calle, esa mendicidad con gracia del tío de los pollitos. O la de aquel otro que daba de comer trozos de calentitos a los cocodrilos de plástico que pretendía inutilmente vender, relucientes reptiles embadurnados del aceite de la fritanga de sus dedos. O la de aquel otro volao del canasto de camarones por el Arenal. O el arte personalizado de Juanillo el de las espuertas, entonando sus dedicadas cantinelas para sacarse un vaso de vino blanco en Casa Páez. Ostias, qué viejo estoy!!! Gracias por todo esto, Sir. Un abrazo.
Qué entrañables personajes!
Leyéndote he recordado a unos cuantos personajillos del metro de Madrid que hace tiempo que no veo, pero a diferencia de tu tierra no conozco sus nombres ni sus motes.
Muy bonito mi sir.
Besote
No olvidaros de Vicente y su canasto, el que se peleaba con los coches por la calle Tetuan, transitada entonces por aquellos microbuses de asientos mullidos.
Un abrazo
Los autobuses de mi ciudad tenían por entonces conductor y cobrador. Los niños le dejábamos el asiento a los mayores y a las embarazadas. Otras costumbres y otros viajeros. Gracias a tu entrada, me ha encantado subirme también ahora por un momento, a los viejos buses sevillanos, con el Tío de los pollitos, Antoñito y la Rafaela.
Un abrazo.
Unos amigos sevillanos me decían una vez que la ciudad era propicia a ese tipo de "personajes" como los llamaban ellos. Alguien que, de una forma u otra, traspasa el estatus de "persona" para adquirir una nueva catagoría más creativa, peculiar o individualizable. No creo que sea típico de Sevilla (aunque hay buen caldo de cultivo, ja ja ja) porque por aquí arriba, en Citroën sur Mer, también se pueden encontrar. Lo que sí es verdad, es que desde que me lo dijeron yo también les llamo "personajes". Algún día te contaré la historia de mi personal Hollywood oculto.
Un besazo.
Gracias a todos. Es cierto que en todos los lugares suele haber personajes estrambóticos, aunque cuando más llene la gente la calle, más hay y más se notan. De los que nombráis en Sevilla sí reconozco a Vicente el del canasto, al que vi muchas veces cruzar el semáforo del Paseo Colón, a la altura del Puente de Triana, dando vueltas y vueltas alrededor de las mujeres, con el abanico o la mano puesta sobre los ojos. Si no lo he nombrado es porque creo que era bastante más conocido. También estaba y está la Pantojita (http://falsas-costumbres.blogspot.com/2006/11/la-pantojita.html), a la que me crucé el otro día después de años sin saber de ella. Creo que estos personajes marcan tanto o más a una ciudad que sus artistas más ilustres. Abrazos y besos.
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