Llovía. La gente se encontraba cansada, y el viento alborotaba la lluvia hasta hacer enojosa la tarde. La calidez del apartamento les atrajo irremediablemente, y por eso los acerqué a la casa. Luego, conduciendo hacia el mar, advertí esa agradable amplitud que trae siempre lo indeterminado, lo desconocido, cuando no te anima otro objetivo que el de vagar al arrullo de la canción azul. Bajé del coche y el vendaval se aliaba con ese gran monstruo de agua y sal…
Con mucha dificultad hice algunas fotos. Apenas podía mantener abierto el paraguas. Luego guardé la cámara y contemplé toda aquella furia gratuita, de algún modo diluyéndome, disolviendo todas mis complicaciones en un sencillo esquema primordial. El mar era un viejo corpulento que durante eras había azotado las costas, ya desde mucho antes de que Dios siquiera nos hubiese imaginado.
Un arroyo desembocaba en un lateral de la cala. Lo había visto al bajar del coche, y entonces me extrañó que un hombre mayor anduviera lanzando su caña en el fondo del valle por el que corría, porque sus aguas bajaban oscuras y sospechosas. A la vuelta, mirando el arroyo y comprobando que el viejo se había marchado, reparé en unas escaleras de piedra que, entre eucaliptos, subían hacia un lateral de la cala.
Con mucha dificultad hice algunas fotos. Apenas podía mantener abierto el paraguas. Luego guardé la cámara y contemplé toda aquella furia gratuita, de algún modo diluyéndome, disolviendo todas mis complicaciones en un sencillo esquema primordial. El mar era un viejo corpulento que durante eras había azotado las costas, ya desde mucho antes de que Dios siquiera nos hubiese imaginado.
Un arroyo desembocaba en un lateral de la cala. Lo había visto al bajar del coche, y entonces me extrañó que un hombre mayor anduviera lanzando su caña en el fondo del valle por el que corría, porque sus aguas bajaban oscuras y sospechosas. A la vuelta, mirando el arroyo y comprobando que el viejo se había marchado, reparé en unas escaleras de piedra que, entre eucaliptos, subían hacia un lateral de la cala.
Comencé a subir protegido del viento y la lluvia. El silencio se rehizo, para ser interrumpido sólo por mi agitada respiración. La pendiente era grande, pero yo ascendía al acantilado como hacia una promesa. Arriba, desviándome de la escalera que continuaba subiendo, me esperaba un mirador donde las ráfagas de viento volvían a desordenar una lluvia menuda y persistente.
Desde el mirador pude contemplar la nitidez de la playa de la Ñora, y hacia poniente la línea de acantilados aparentemente inalcanzables…
Seguí haciendo fotos, hasta que no hubo rincón donde mis ojos no se hubiesen posado. Al fin decidí bajar, pero la escalera que subía aún más me llamaba con voz poderosa. Acaso un poco más de subida y volvería. Quedarían dos horas de luz, pero el cielo se oscurecía por momentos, amenazando con tormentas y desastres, aquel gran cielo infinito...
Unos metros más arriba encontré un camino, un camino suave que serpenteaba por el borde de los acantilados. Descendía suavemente para luego subir de nuevo, y de pronto perderse internándose en los bosques tierra adentro. No tenía prisa…
Y así fueron apareciendo acantilados, lenguas de piedra que se adentraban en el agua sometidas a la espuma y la rabia. La soledad y un virtual silencio me acompañaban en el esfuerzo de subir y bajar por el camino. La lluvia arreciaba y el paraguas servía de poco. Ah, qué dulzura sentirse allá, desvalido, presintiendo el trueno, la tormenta furibunda que podía romper como una gran ola sobre aquel pobre vagabundo…
Pasó casi una hora, y por no dar una oportunidad a la noche retrocedí sobre mis pasos. Justo antes de volverme, permanecí unos minutos extasiado ante la visión lejana del cabo de San Lorenzo, donde un infierno de olas entrechocaban y se deshacían contra una pequeña isla. Pensé que si me daba prisa podría tratar de encontrar un camino hasta la punta del cabo. Apreté el paso y pronto bajé las escaleras de la playa.
Miré un mapa, pero internado en el laberinto de carreteras de la costa acabé llegando a Gijón. Detuve el coche en un pequeño parque, El Rinconín. Una mujer se bajaba de su coche con un perro, y algún valiente corría entre los jardines. Subí por el sendero que acercaba a San Lorenzo, y el perfil de Gijón iba cambiando en cada metro de camino.
Arriba, junto a un camping de caravanas, ya en la Punta del Cervigón, el espectáculo de la lucha del agua y la roca me retuvo mucho tiempo, tanto que dio tiempo a que la noche apuntase sus primeras sombras. Como si fuera la primera vez que observaba el mar, permanecí allí, quieto, asombrado, durante mucho, mucho tiempo, y cuando quise recoger la grandeza de aquella lid de gigantes sólo pude captar este reflejo…
Seguí caminando bajo la lluvia y la sorpresa, el frío, el vendaval…
Pero al final ahí estaba, el Cabo de San Lorenzo, el círculo de mi pequeña aventura cerrado como un mundo diminuto, como un sueño innecesario que se desleía en la noche lenta…
Volví de nuevo, y entonces paseé por el parque, divisando a lo lejos a esa madre que dice adiós a lo que más quiso…
Gijón bendecido por la lluvia, y la noche que llegó imperceptible, acariciándome con sus manos de madre inmortal...
14 comentarios:
Buen reportaje, Sir. Perfecto para poner los dientes largos a quienes hace ya algún tiempo no recalamos por esos pagos.
Un abrazo.
Sir John, he caminado contigo de La Ñora a Gijón. Al principio pensé, cuando calificas de furia gratuita la de los elementos, pensé que te ibas a volver, pero no, veo que señalas la lucha de los elementos agua, viento, rocas como lo originario y nosotros, observadores, en realidad no somos sino miradas advenedizas eventuales. Se viaja bien contigo. Creo Un abrazo
hummm, qué recuerdos, y qué ganas..
Así es el Cantábrico, atrapa, no necesita sirenas.
A esa madre la llaman cariñosamente "La lloca del rinconín", supongo que lo sabes.
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Aprovecho para darte las gracias por la música.
Fijate, Amart, que me pone los dientes largos incluso a mí. La planta de esta costa es impúdica y provocadoramente hermosa. Sólo basta abrir el objetivo para que su belleza se introduzca en el cuaderno de uno... Un fuerte abrazo.
Querido Roberto, efectivamente, no entiendo cómo la gente se siente mal cuando se nota minúscula ante la inconmensurabilidad del mundo y de sus elementos. En esos instantes, siendo lo mismo, te deshaces y descansas sin embargo de tu trascendencia prestada, y se renueva el aire dentro de tu alma. Se viaja bien con vosotros... Un abrazo.
Amigo Sallopilig, diríase que hay un componente sadomasoquista en esto de describir la hermosura que una vez se desplegó ante ti, ¿verdad? Como digo, también para mí ya son recuerdos y ganas nuevas...
Sí, Fusa, así es el Cantábrico, sobre todo cuando ruge revuelto. Desde los altos acantilados que seguían a la playa de Estaño me quedé muy fijo en aquella inmensidad marina, que la lluvia emborronaba sobre el fondo indefinido de un cielo gris. Recordé las grandes profundidades que se dan en aquella zona, y de pronto pensé que ahí bullía un mundo para nosotros tan extraño e inalcanzable como las propias estrellas. Y yo allí, espectador privilegiado… De la Lloca del Rinconín no sabía, creo, porque mi buen amigo José Carlos algo me habló de aquel lugar… De todas formas, aquel día, nada más verla, pensé en una mujer a la que el mar le había arrebatado su corazón… Un beso y que disfrutes esa música que es de tantos amigos.
Querido Sir John, no se podría expresar mejor que nuestra trascendencia a pesar de ser prestada, renueva el aire en el interior del alma, precisamente por ser prestada (digo). Es el carpe diem tomado en serio. Joer, Sir John qué lío, es que la fiesta del pueblo marca, sobre todo después de tres (creo) JB. Abrzos
Ea, pues ahora soy yo el que envidia con fuerza... Aunque soy más de Jack Daniel's cortito con cola, que como whisky tiene fama y le falta el gusto de los buenos whiskies, pero con cola forma un mejunje a mi entender insuperable e incluso medicinal. Ah, la fiesta... Disfruten sus mercedes.
¿Así que esos son los ojos con los que miras todo esto? (los vi en el blog de Carmen)
Siempre me han gustado esos paisajes y ese momento que describes, siento una atracción peligrosa en esos días hacia el mar. Aquí en Citroën sur Mer todo es plácido y acariciante, pero en Ortigueira o Cabo Ortegal, donde solía ir de pequeña, era maravilloso dejarse empujar por esa furia que no te deja ni hablar. Es como un chute de vida, a lo bestia. Cuando mi profesora de literatura nos explicaba el movimiento "Sturn und Drang", yo siempre imaginaba un acantilado en Ortigueira y a Goethe con los pelos al viento mirando fijamente hacia el abismo.
Besos espelurciados.
Sábado noche. Á. anda embelesado con Indiana Jones, C. medio dormida y uno, de repente, vuelve al invierno, a la lluvia, y a la preocupación en que tanta agua me sumió al temer que el tiempo desapacible estropeara el viaje de unos amigos sevillanos que por aquí habían recalado. Veo que hasta de la inclemencia sacas partido. Y curiosidades de la vida, esta tarde hicimos nosotros el mismo camino. Desde La Providencia hasta La Ñora. Con un día espléndido. Con una claridad casi infinita que dejaba divisar el Cabo Peñas. Y en ese mirador de la playa que tan próxima estaba a vuestro alojamiento, C. se acordó hace un ratito de vosotros. Un fuerte abrazo.
"Las montañas no nos dan la sensación de infinito, sino de grandeza. Para lo infinito nos bastan el mar y la desdicha". Eso decía, mi querida Lula, el bueno de Cioran. Y bien que sabía lo que se decía sobre nuestro mar intempestivo... Besos refugiados de la lluvia. [Algún día adivinaré eso de Citroën sur Mer]
Querido José Carlos, hay afectos que son pequeños e impagables trozos de la inmensidad del mar. Y ese recuerdo vale lo que toda aquella tarde, sin duda. Gracias por andar ahí, tú, Á. y C. Abrazos para todos.
...y entonces, podrás venir a visitarme.
Vale, una vez que mis pesquisas tengan éxito me doy por invitado. Y mira que hace tiempo que no visito tu tierra... El verano pasado estuvo en el punto de mira; este verano, por circunstancias, ni siquiera está en la lista de destinos elegibles, pero alguna Feria de Sevilla o alguna Semana Santa no te digo yo que no tengas que invitarme a comer... Besos.
Sherlock
fantásticas fotos y mejor recorrido, hoy voy a animarme a ir hasta la ñora que no me acerco desde guaja! y por supuesto me llevo la cámara...espero no perdermeeeeeee. saludos
Bueno, Drusbi, me alegra que me recuerdes este viaje, aunque ahora siento mucha envidia de esa facilidad con la que dices: venga, me voy a dar un paseíto... Mucho más con los treinta y tantos, cuarenta grados que gastamos por aquí...
Un abrazo de bienvenida.
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