Conduzco hacia la residencia donde cuidan de mi padre. Se encuentra en un pueblo cercano a Sevilla. En la carretera local que lleva a la residencia me detengo en el único semáforo que encontraré en todo el camino, junto a una hilera de naves desiguales y mal mantenidas que a esta hora están casi todas cerradas. Es aún de día, y nunca antes había visto a la muchacha. No tiene más de veinte años, es morena y lleva la ropa ceñida y un pantalón muy corto que deja ver sus piernas largas y hermosas. Con un gesto estudiadamente indolente enciende un cigarrillo. En el coche detenido delante de mí se remueven tres hombres jóvenes: la acaban de descubrir, y cuando el semáforo se abre avanzan un poco pero detienen el coche justo a la altura de la joven. Los tres ríen y, a través de las ventanillas abiertas, le dicen algo que no escucho, porque llevo la música muy alta. Ella les muestra indiferencia, porque sabe que no hará negocio alguno con ellos. Los individuos bromean con chulería y suficiencia, y mi mano se acerca lentamente al claxon, pero antes de lo haga sonar arrancan y los sigo. Se les ve agitados, gesticulando y riendo a carcajadas, y me asaltan unas ganas sinceras de vomitar…
Al llegar a la Residencia mi padre descansa en la cama. Ya es la tercera vez en las dos últimas semanas que tienen que encamarlo. Cada vez que se recupera tarda no más de un par de días en volver a derrumbarse, en doblarse en la silla de ruedas como si se le hubiese disuelto el esqueleto. Sobre la almohada su rostro dormido es el de un anciano moribundo. Los músculos de su cara, vencidos, son el resultado del estoico trabajo que requiere vencer de un modo u otro las dificultades de toda una vida. Lo miro en silencio, y tras esa sombra que queda de él veo al hombre animoso, al padre constante que fue, a ese amante de los niños que llenaba nuestros domingos con excursiones para explorar la ciudad y los alrededores. Pero hoy la habitación está vacía. Todos aquellos niños que él cuidó se olvidaron de él. Salvo sus tres hijos y una de las dos hermanas que le quedan (la otra sufre también del Alzheimer), nadie viene a verlo y a agradecerle con un beso toda aquella entrega. Aunque bien pensado, resulta estúpido esperar que, a estas alturas de la civilización, la vida nos recompense con justicia por nuestros cariños…
Vuelvo por la misma carretera. Diviso de nuevo a la joven prostituta, inclinada junto a un Mercedes grande y antiguo que se ha apartado de la carretera para detenerse junto a ella. Mientras espero el semáforo, la chica habla con el conductor, y luego abre la puerta y se mete en el coche. Al pasar a la altura del Mercedes sólo alcanzo a ver la cara del hombre, un tipo maduro con el pelo rizado y rasgos duros de tierra seca.
10 comentarios:
Ver como un padre va muriendo debe ser una de las peores cosas del mundo, pero lo malo es que hay que pasarlo...
Y si encima te encuentras con la sociedad mas sucia a la salida, el tema se hace mas duro, claro...
Besicos
Triste, triste y real.
Animo, él ya no es consciente de su situación, al menos ese es el único consuelo que nos queda a la familia.
Un beso
Mala ruta es esa; lo peor, lo de tu padre, por supuesto. Lo otro es la mierda nuestra de cada día dánosla hoy... Asco, a veces, ¿verdad?
Qué duro es todo, a veces. Vivir y no mirar para otro lado, y no volverse ciego de repente.
Un gran abrazo.
Lo visito, caballero, y me alegro de hacerlo. Me gusta mucho la entrada, el paralelismo, la desesperanza.
Felicidades.
Gracias a todas. Es tan duro verlo ahí, cómo se va consumiendo, cómo su cuerpo grita a voces el cansancio, la rendición final... Si él fuera realmente consciente de todo esto no dudo que nos pediría que lo ayudásemos a escapar.
Besos a todas, el de Carmen de reverencia y bienvenida.
Me temo que hay algo que une las dos historias y que no es el espacio temporal en que suceden. Algo sutil,como una marca de agua, que de un modo casi imperceptible relaciona impudicias: la del olvido en que tantas veces viven sus últimos días nuestros ancianos; la del consumo mercenario del placer. Una mala interpretación en ambos casos del carpe diem que deja un rastro de vidas rotas.
Un abrazo.
Sí, amigo mío, el carpe diem es el reverso de una moneda en cuyo anverso anda grabada la irresponsabilidad, actitud tan viable en una convivencia donde pasado, presente y futuro se han fundido en un presente-futuro irreflexivo y desquiciado. A veces podría pensarse que al ser humano le queda grande la libertad... Ahí, creo, sólo nos queda confiar en el cariño. Un abrazo primaveral.
Qué escrito de contrastes, por un lado indiferencias y por el otro el amor filial. Duro, lo comprendo por vivido, acompañar y también aunque el alma se rompa insinuar la entrega final al supremo, da la liberación al sufriente. Te mando un abrazo grandote en un otoño que sigue siendo verano.
Aquí, Rosa María, vivimos una primavera preciosa. Sevilla sólo tiene cuatro o cinco semanas de verdadera primavera, y estamos justo en ellas. La vida sigue sin tenernos demasiado en cuenta...
Un beso.
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