Observé el cielo de Santander y creí que iba a romperse. Pronto la bahía se encendería con rayos poderosos, pero ahora el cielo, del que aún no caía una sola gota de lluvia, parecía augurar una catástrofe. Las nubes componían un dibujo terrible, enlazándose unas a otras con rabia, deshaciéndose en grises agrietados, y arremolinándose en una danza retorcida y violenta de torbellinos y agujeros, arrugas inusitadas. Al fin, la tarde se oscureció palpablemente, hasta convertirse en una noche prematura, y el cielo estalló en una lluvia hambrienta, entreverada de interminables chispazos descomunales. Refugiados en los soportales de un edificio del puerto, tratamos de cazar con nuestras cámaras la visión de aquellos nervios encendidos del planeta, mientras el cielo había diluido su propia furia, sus gestos de fiera encrespada, para crear un fondo lechoso sobre el que los rayos iban y venían como gritos del propio mundo.
Hoy, cruzando un patio bajo la lluvia lenta del azahar, observé de nuevo el cielo, y creí descubrir algunas pinceladas de aquel otro, como el recordatorio de su poder. Las nubes se mostraban tranquilas, pero entre ellas surgían, aquí y allá, formas extrañas, muestras de otra dimensión, razones para nuestro desamparo...
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