Zahara de la Sierra
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Vile se llama realmente Virgilio Leonardo. Su acomodada familia consideró un desdoro ponerle al niño Antonio o Carlos. Ahora, con sus veinticuatro años, Vile ha defraudado a su familia, que lo querían abogado y lo tienen ahí, estudiando tercero de Bellas Artes, vistiendo como un desarrapado, con esas barbas y esas rastas desordenadas que dios sabe lo que andarán criando. Es cierto que al muchacho no le falta un perejil: móvil de última generación, ropa (andrajosa) de marca y botines último modelo, una cartera saneada y una intocable libertad, porque sus padres son gente de dinero pero también de educación moderna.
Vile se considera un militante contra los vehículos a motor, contra la caza indiscriminada de ballenas y contra los críticos artísticos. Sus padres, un empresario restaurador de éxito y la dueña de una destacada tienda de moda en la calle Sierpes, gastan una fortuna en lienzos para que Vile pinte cuadros originalísimos, tres al día. Su estilo consiste en hacer agujeros en el lienzo y pintar sus bordes con los tres colores básicos. Considera absurde y ridicule mezclar esos colores: ganas de esconderse en la técnica por no saber expresar lo genuino. Porque Vile ha pasado varios veranos en París, y compensa sus maneras algo bruscas con el uso continuo de delicados términos franceses. Para Vile, además, no hay palabra más hermosa que la palabra alternativo. Se da baños de alternativismo manteniendo una fecunda amistad con grupos de jóvenes vagabundos, que sólo se diferencian de Vile porque en sus rastas anidan pulgas y porque en sus gastados andrajos se ha borrado la marca.
Vile vuela con su bicicleta por el carril bici, con un estilo impecable. Nadie que lo vea puede imaginar, y esto lo llena de satisfacción, cuánto arte y cuánta sensibilidad esconde en su pecho. En la acera hay un joven sudamericano que hasta hace nada paseaba todas las mañanas, lentamente, a un perro enorme y envejecido, con un ojo inservible que miraba siniestramente al cielo. Como siempre, dueño y perro se parecían físicamente. Hace unos días que el perro no va con el joven, y hay que suponer que ha muerto, porque otro perro más joven, arrugado y feísimo, lo ha sustituido en el paseo matinal. El chico acompaña a dos niños: Ricardo y Azucena. Azucena tiene ocho años, viste el uniforme del colegio y lleva en su espalda una pesadísima mochila. La niña, con sus rubios rizos, cruza el carril bici por un paso de peatones hacia la parada de autobús. El chico del perro la mira, y de pronto le grita: ¡Azucena! La niña se detiene justo para que la roce el viento alternativo de Vile, que ha sorteado a Azucena con una habilidad increíble y sigue su camino como si hubiese esquivado una mierda de perro, sin mirar atrás. La chiquilla consigue cruzar, mientras Vile pedalea de pie sobre la bicicleta, con movimientos armoniosos y tres satisfaits…
Águeda Floriánez enseña Método del Trabajo Social en la universidad. Sus alumnos la tienen por persona un poco agria, y su aspecto, mujer delgada en la cuarentena, de risa difícil y vestimenta clásica, lo corrobora. Aun así, se considera una mujer implicada en el mundo. Buena lectora de literatas (“ya los leímos demasiado tiempo a ellos”), lee todos los días varios periódicos de distintas tendencias, porque dice ser apolítica. Aun así, tiene su opinión formada sobre todo lo que ocurre, y si alguien se la pide la suelta con ese tono de quien no conoce la duda.
Águeda se separó hará unos tres años. Afortunadamente su hijo y su hija son ya mayores de edad y bastante independientes. Desde entonces no soporta a los hombres. Su marido le echó en cara su huraño carácter, pero ella sabe que lo que en el fondo él buscaba era carne joven, como todos. No le interesa demasiado el sexo, que es cosa de machos. Lo suyo, lo femenino, es el amor, aunque en estos tres años no ha encontrado a nadie digno de sus sentimientos.
Águeda se desplaza a su trabajo en una bicicleta preciosa, muy limpia y con un cestito de fantasía en el que acarrea sus carpetas. Cuando se detiene en un semáforo debe saltar desde el sillín al suelo: lo lleva tan alto porque cree que así gana en elegancia. Cuando pedalea suele pensar en la vida, en la suerte, en el amor y el desamor, en esas mujeres enormes que fueron las que realmente levantaron el mundo. Hoy, sin embargo, algo la saca de sus pensamientos. Una chica sudamericana se le ha cruzado en un paso de peatones. Águeda ni siquiera se ha percatado del paso, y sólo acierta a saltar del sillín para no caer con el choque. La chica que ha atropellado no dice nada, sólo se recompone un poco y se apresura a cruzar el paso de peatones lo más rápido posible. No han intercambiado una sola palabra. Águeda mira con cara de asco a la mujer, y advierte su piel oscura y descuidada, su grosero pelo negro, su ridícula estatura andina, una mujer tan desarreglada y vulgar, tan inoportuna… Águeda siente sobre ella la mirada de todos, y la culpable es esa pedigüeña, esa estúpida que ha tenido la desfachatez de cruzarse en sus pensamientos…
Foto de http://laboraldesevilla8084.blogspot.com.es
Si acaso necesitábamos alguna prueba de que aquellos días fueron un sueño (bueno y malo a la vez, intenso en todo caso, como lo son las experiencias inolvidables de la vida), Gloria apareció Alameda abajo para confirmarlo. La reconocí de lejos. Reconocí su paso y su forma de peinarse. Es asombroso cómo no ha cambiado casi nada; más de treinta años han pasado y su rostro, su expresión, siguen siendo los mismos. No hay apenas arrugas en su semblante, lo que ojalá indique que ha tenido todos estos años una vida llena y feliz.
Desde el primer saludo la tuteé. Con los años las diferencias de edad se van diluyendo, y a estas alturas su autoridad ya está más que asentada; no necesitábamos de tratamientos para reconocer que fue una excelente profesora. Excelente no sé si por sus métodos, no sé si por la profundidad de sus conocimientos, pero sí por su ilusión al transmitirnos aquello que sabía, y sobre todo por el respeto que siempre nos tuvo como personas, que es, sin ninguna duda, la mejor forma de enseñar respeto. Como recordó Juan Antonio, con aquellos papeles del Club de Roma que Gloria nos leía en 1976, nuestra profesora no se limitó a embutirnos de conocimientos biológicos para hacernos hombres instruidos, sino que se saltó muchos límites de la época para tratar de convertirnos en seres humanos pensantes y justos, que es la categoría más alta a la que podemos seguir aspirando.
Y ahora, con esta tarde tan agradable que pasamos juntos, Gloria, sin dejar de ser nuestra profesora, se convierte también en amiga, y se cierra un círculo para mí agradabilísimo y conmovedor. Pocas cosas me fascinan más, y pocas me animan más a vivir, que la comprobación de que el pasado tuvo su provecho, y que, entre las cuitas adolescentes de aquel chiquillo perdido que fui, se iba asentando el poso de verdad y humanidad que hoy da un mínimo equilibrio a mis días.
La luna, esbozando las torres oscuras, trazando el borde remoto de las nubes, alumbra el paso de los solitarios. Ellos caminan entre risas insuficientes, con atronadores silencios, y como los náufragos, para no perecer, se aferran al azar, a restos gastados de esperanza. Esta noche el mundo está lleno de solitarios, y la luna se apiada de ellos con su luz desmayada, que al fin sólo ilumina con timidez las torres calladas y las lejanas nubes pasajeras. Esta noche no hay amor, sólo hambre…
Los solitarios se preguntan por la felicidad, acarician su sombra y fantasean con el tacto inmortal de ese cuerpo que revelará el eterno secreto. La vida es un río donde los solitarios quisieran flotar, dejarse llevar por la corriente imperceptible y por el rumor de las tardes doradas, con otros dedos enredados en sus cabellos. Pero esta noche, observados por una luna constante y estéril, forcejean con la vida como ahogados, vagabundean por un indescifrable revoltijo de anhelos, se hunden en el melancólico deseo del delirio.
Dime, luna, dime dónde se esconde la suerte, dónde vive ese amor que los solitarios presienten. Dime, dime tú de dónde mana la luz dorada del atardecer…
Es que es verdad, joder, hay que echar a estos sinvergüenzas. Es cierto que una mayoría significativa de políticos anda metida hasta las cejas en la corrupción, y que el resto, como poco, estafan a sus electores cambiando sin sonrojo sus programas tras las elecciones, echando mano del cinismo y la chulería en lugar de la honestidad y la elegancia. Y es cierto que en todos los partidos cuecen habas, pero joder, hay que echar de una vez al PSOE de Andalucía, de Asturias y del universo.
También es cierto que el PP viene privatizando servicios básicos cuya única garantía de universalidad reside en su carácter público, y que como ya andan demostrando allí donde tienen el poder, harán que los servicios sociales, la sanidad y la educación privados obtengan más y más ayudas por parte del estado, mientras que sus hermanos públicos irán quedando poco a poco como un triste residuo, limosnas de urgencia para las masas de pobres y piojosos, que además deberán pagar dos veces el servicio. Joder, es cierto, pero vuelvo a decirlo: hay que dar una oportunidad al PP y echar a los otros sinvergüenzas.
Eso es lo que tenemos que hacer, dejar de pensar tanto y guiarnos por nuestros ascos. ¿Que para largar a esta cuadrilla de afectados delincuentes socialistas se hace necesario que cada uno se clave un puñal en la espalda? Se lo clava uno, oiga, lo que haga falta. Es que ustedes no saben hasta dónde ha llegado la prepotencia y el caciquismo de estos socialistas... Sí, de acuerdo, los conservadores hacen lo mismo allá donde gobiernan, y su partido está sumergido en un mar de escándalos, pero… no es lo mismo, y es que el cambio es necesario. ¿Que no es un cambio a mejor? ¡Mala suerte! Ya reflexionaremos sobre el asunto dentro de un tiempo, y en cuatro u ocho años echamos al PP y ponemos a otro... Tenemos todo el tiempo del mundo, porque nuestra capacidad de sufrimiento es inmensa, sobre todo cuando acucia el miedo a perder nuestra grotesca pero amable normalidad.
Además, que todos debemos contribuir al cambio, que la cosa está muy mala. Es verdad que los bancos ganan más y más dinero, y que entre ese dinero que ganan están los miles de millones que nuestro amado gobierno les regala a cambio de nada. También es verdad que las grandes empresas, plagadas de agradecidos políticos, no dejan de obtener enormes beneficios, parte de los cuales provienen de ahorros en gastos laborales, de despidos y recortes en salarios y garantías sociales de los trabajadores; que a la mínima se van a otros países donde puedan encontrar verdaderos esclavos que tengan verdaderas ganas de trabajar. Por supuesto, los socialistas siempre entendieron que éste era el camino, pero fueron tímidos y calculadores, y no acabaron de aceptar del todo que el mal traería el bien. ¡Y es que todos tenemos que hacer un esfuerzo, que ya hemos dicho que la cosa está muy mala, oiga! Y hay que seguir comprando armas, y fabricándolas para vendérselas a esas hordas de moros y negros andrajosos que no saben vivir sin matarse. Hay que dejarse ya de tanta justicia, de tanta palabrería, porque la decisión es lo que importa. Antes la cifra del paro aumentaba por la incompetencia socialista, ahora sube como prueba irrefutable de que la reforma laboral que sostiene el desempleo nos llevará, en un plazo razonable, al paraíso de la plena esclavit… quiero decir, al paraíso del pleno empleo.
Por ejemplo, si los pérfidos socialistas mantienen hoy una red repugnante de residencias de la tercera edad, en la que se aparca a los viejos para que, aislados de los estímulos de la vida y despojados de muchos derechos fundamentales, se convenzan de que lo suyo es morirse prontito y dejar de dar la lata, ante eso lo que hay que hacer es aupar a la derecha que acabará con el problema: los gastos en residencias, en ayudas a la dependencia, en medicina, en ayuda a domicilio, resultan a todas luces excesivos, y ¡todos debemos poner de nuestra parte, joder! Así que el que quiera aparcar a un viejito que pague el parking de su bolsillo... No nos iremos a asustar ahora, ¿verdad? Miremos a nuestros padres y nuestros abuelos. Debieron superar épocas terribles, y eso los hizo crecer como personas. Eso es, estamos demasiado protegidos por Papá Estado, y a partir de ahora Papá PP se quedará con el dinero de nuestros impuestos para financiar a la Iglesia y a cuatro prohombres que crean riqueza, engordando nuestro PIB y nuestra renta per capita... Pero no olvidemos que lo fundamental es que ¡hay que echar a los socialistas!
Que la mujer no puede abortar... ¡que se joda la mujer! ¿A qué hemos venido a este mundo? ¿A disfrutar? No, señores, a cumplir con nuestros deberes. Si follas apechuga con lo que te venga, joder. La vida es lo que importa, aunque sea una mierda de vida. Y miren todos esos enfermos, todos esos homosexuales que pretenden manchar el sagrado sacramento del matrimonio con sus desviaciones (sexo sin reproducción, ¡qué repugnancia!)... Estos socialistas, además de mangantes y prepotentes, han tratado de destrozar nuestra civilización con la milonga de los derechos y la igualdad, y menos mal que lo hicieron tímidamente, con cuatro cositas que aún se pueden arreglar. ¡Que vuelvan los crucifijos a las aulas, que regresen las catequesis, los catecismos y los sacerdotes a nuestras vidas!
Lo que jode realmente es esa gente que se dedica a complicarlo todo, a darle vuelta a las cosas como si las cosas no estuvieran claras, en vez de dedicarse a vivir la bonita rutina diaria, aceptando que quienes saben de todo esto son los políticos, y los de derecha particularmente, gente seria, bien vestida, rica, con estudios, con buenos modales, con oratoria, amigos de sus importantes amigos, gente que sabe lo que nos conviene. Y para eso hay que echar a los socialistas, señores, y si hay que votar al PP, aunque seamos unos jodidos tiesos, ignorantes y cobardes, y tengamos que traicionar las ideas y los esfuerzos de tantas y tantas personas que dieron su vida por la democracia y por la libertad, pues hay que hacerlo. Ya se acabaron las ideologías, y de paso también las ideas... ¡Cuánto daño han hecho las ideas! La revolución suele ser sucia, y perturba a los esclavos, los aparta de la televisión. Y digo esclavos en masculino, porque las esclavas (del Señor) deberían ir comprendiendo que su lugar está en casita, criando a sus hijos. ¡Así verán como baja el paro! Y si hay que construir una carretera por el Coto Doñana, pues se construye, joder, ¿o van a ser más importantes los linces que los empresarios? Si el problema es que con la democracia los tiesos nos hemos creído que todo el monte es orégano. Hemos jugado a ser ricos, y ricos sólo pueden ser unos pocos, oiga. Y aún más, hemos jugado a ser poderosos, hemos intentado extraer consecuencias de esa frase tan ingenua: la democracia es el poder del pueblo. ¡Ja! ¿No nos damos cuenta de que cuando el pueblo manda lo que único que se produce es desorden? Hasta el PSOE ha entendido que una educación de mierda tranquiliza a la gente, la despreocupa, la hace más manejable, sí, pero siempre por su bien. A ver, ¿no nos basta con votar? Entre elecciones debemos atender a nuestros asuntos de tiesos, a nuestras cervecitas, nuestro fútbol, nuestra parienta cuidando de la casa y enfrascada en la novela, y nuestra lucha diaria, que quien no lucha no quiere a su país ni quiere a su madre.
En fin, hay tantas cosas que arreglar, tantos ámbitos en los que nuestra sociedad ha abandonado la senda gloriosa de otros tiempos, tantos dislates que reparar. ¡Qué ilusionante el nuevo proyecto del PP! Los tiesos debemos echar inmediatamente a los socialistas, porque quién te dice a ti que pensando y pensando no sufrimos una hernia en el cerebelo y acabamos (¡qué mal gusto!) cayendo en las verdades del barquero...
Amas de casa y trabajadores, votemos por el PP para recuperar España y poner de una vez a la jodida democracia en su sitio. No sintáis vergüenza por votar a un partido que no ha condenado aún una sangrienta dictadura. Gritad conmigo: ¡Viva España, joder, viva España!
Me encanta el latido natural y sereno de muchos blogs. Cuando comencé a escribir en el mío, allá por enero de 2007, acababa de morir mi madre, un hecho que había sacudido mi mundo sin romper nada, un aldabonazo imprescindible y brutal del que extraje algunos regalos íntimos y esenciales. Y el blog me ayudó a mirar mis sentimientos, a respetar mi individualidad.
Siempre he creído que la sociedad se construye con individuos, con seres únicos, porque las reuniones de acólitos, partidarios, feligreses, admiradores, prosélitos o incondicionales sólo pueden formar masas irreflexivas y manipulables. Por eso, la reflexión privada, el pensamiento propio me ha parecido siempre condición imprescindible para relacionarnos de un modo sano con los demás. En todas las épocas se han producido intentos de sustraer al ser humano de su individualidad para que piense al ritmo de la masa, para que se aglomere en multitudes ciegas, porque una oveja solitaria es mucho más difícil de pastorear que un rebaño entero.
Pero hoy, leyendo algunos blogs amigos, la desazón se producía justo por lo contrario. De entre todos los blogs que leo, sólo uno contenía una cierta referencia a la situación actual de nuestra sociedad. A mí mismo me está costando la misma vida sentarme a comentar esta abstrusa realidad que nos rodea, tal vez por eso mismo, porque no sólo nos hemos acostumbrado a las mentiras sociales, y no sólo nos sentimos profundamente cansados de esas mentiras, abstrayéndonos de ellas en la calidez de nuestros rincones particulares, sino que la realidad se muestra tan compleja e inabarcable que sólo encontramos la falsa salida de la resignación.
El mundo lleva mucho tiempo, quizá lo que ha durado la historia del ser humano pretendidamente inteligente, tomando derroteros terribles: hambre, guerra, injusticia, tortura, infelicidad... Y entretanto muchos tenemos la suerte de disfrutar de instantes felices, incluso de vidas razonablemente cómodas. Imagino que es así, que sólo cuando la ignominia comienza a acercarse a nosotros somos capaces de preocuparnos por ella, aunque hayamos podido convivir toda nuestra vida con el dolor de tantos semejantes, y en la certeza punzante de que todos contribuimos a ese dolor con una especie de avaricia social, de avidez inocente y compartida cuya responsabilidad se diluye nuevamente en la masa. Todos hemos aceptado la creciente organización del mal...
Los que nos miramos por dentro, los que nos emocionamos con esta sonata o aquel cuadro, los que suspiramos enamorados y, mal que bien, trenzamos con esos suspiros canciones y cuentos, corremos el riesgo, cierto y frecuente, de olvidarnos de nuestra responsabilidad individual. Todos, por muy melancólicos y desesperados que nos sintamos, nos servimos de la colectividad, de los demás. Valorar cuándo esa colectividad deja de ser un ente imperfecto pero habitable, y empieza a convertirse en un escenario perverso, donde los principios básicos de convivencia y esa mínima justicia social imprescindible comienzan a pudrirse, es también (y sobre todo) tarea del individuo consciente. Porque el desastre podría sorprendernos recogiendo flores en un prado, soñando con nuestro amor, en el éxtasis irresponsable ante un hermoso crepúsculo sangriento...
De los Kindertotenlieder, música de Gustav Mahler (1860 - 1911) y poema de Friedrich Rückert (1788 - 1866)
Thomas Hampson, barítono, Wiener Philharmoniker dirigida por Leonard Bernstein, 1988.
Pinturas de Vilhelm Hammershøi (1864-1916) y Van Gogh
Wenn dein Mütterlein Wenn dein Mütterlein Tritt zu Tür herein Und den Kopf ich drehe, Ihr entgegensehe, Fällt auf ihr Gesicht Erst der Blick mir nicht, Sondern auf die Stelle Näher nach der Schwelle, Dort wo würde dein Lieb Gesichten sein, Wenn du freudenhelle Trätest mit herein Wie sonst, mein Töchterlein. Wenn dein Mütterlein Tritt zu Tür herein Mit der Kerze Schimmer, Ist es mir, als immer Kämst du mit herein, Huschtest hinterdrein Als wie sonst ins Zimmer. O du, des Vaters Zelle Ach zu schnelle Erloschner Freudenschein! | Cuando tu madre Cuando tu madre viene hacia la puerta, y giro la cabeza, para observarla, mi mirada no cae primero hacia su rostro, sino sobre el lugar, cerca del umbral, donde tu pequeña carita solía estar, cuando tú, radiante de alegría, entrabas, también, tan normal, mi hijita. Cuando tu madre viene hacia la puerta a la luz de la vela, me parece como si estuvieras entrando, fugazmente tras ella, como solías hacer, a la habitación. Oh tú, trocito de tu padre, ¡ay, tan pronto, mi alegría, tan pronto extinguida! |
En el acogedor blog de Andrés Martínez encuentro una foto realmente sugerente. Al pronto la foto no parece nada especial, e incluso leyendo el texto que Andrés incluye en los comentarios, percibo que la cosa no va sobre lo que pienso, sino sobre José Antonio Coderch, un arquitecto catalán, y sobre Espolla, el pueblito gerundense de sus padres y en cuyo cementerio hoy descansan sus propios restos. El pueblo, más que verse, se adivina en el fondo de la imagen...
La foto me resulta curiosa por un doble motivo: primero, porque aunque a primera vista parece una foto de lo más normal, basta mirarla con un poco de atención para descubrir en ella un equilibrio encantador, el mismo que muestran esos paisajes naturalistas que uno podría estar admirando durante horas... Pienso ahora en aquella sala de la National Gallery, en octubre de 1990, cuando la gente se arremolinaba frente a La venus del espejo de Velázquez, y a su izquierda quedaba inadvertido un cuadro impresionante, La cacería Real del Jabalí, ante el que me quedé completamente mudo. En la foto de Andrés son elementos simples los que se trenzan para componer un paisaje promisorio, vital y a la vez templado.
La segunda curiosidad fue precisamente ésa, que lo primero que pensé al ver la foto parecía no guardar ninguna relación con la intención de su autor. Y es cierto que las fotos de carreteras que se pierden en el fondo poseen para mí un toque de predestinación y de atavismo a la vez. Representan el viaje y a la vez el regreso, quizá el regreso a mí mismo, a ese lugar del horizonte donde vuelvo a estar dentro de mí, mirando el mundo sin necesidad de analizarlo, tan sólo viviéndolo. Viajar, al fin y al cabo, es eso, suspender los sólitos afanes de la vida para sumergirnos desnudos y hambrientos en ella. No hay forma mejor que el viaje para sentirme más cerca de lo que creo ser, de lo que me constituye, de mis antepasados, de mi carne e incluso de mi futuro.
Y es entonces cuando reparo en que la foto no pretende mostrar ideas muy diferentes de las que me sugiere. Porque Coderch volvió a ese pueblo buscando sus raíces, viajando a un mundo nuevo que era el mundo pasado, embarcándose en una más de esas aventuras que nos dibujan sobre el papel intangible del tiempo.
No recuerdo en qué curso ocurrió. Asistíamos a una clase de ética social en la Escuela Universitaria de Trabajo Social de Sevilla. La clase la impartía un señor maduro, calvo, antiguo cura que, según rumores, dejó los hábitos por el matrimonio. Samuel, que así se llamaba este buen hombre, poseía maneras místicas, movimientos pausados y una dicción embelesada que, sin embargo, no parecía embelesar a ninguno de sus alumnos.
Aquel día apareció en la estrecha aula acompañado de tres personas jóvenes, dos hombres y una mujer de tez oscura y provenientes de distintos países del lejano oriente. Samuel los presentó como miembros de la Fe Bahá’í, una organización religiosa que aún hoy pretende la instauración de un gobierno único mundial, basándose en la cuestionable certeza de que todos pertenecemos a una misma raza. En el aula, aquella visita despertó el mismo escaso interés de siempre, disminuido si cabe por el alivio que muchos sintieron al saber que no tenían que tomar apuntes.
Después que los tres, por riguroso y estudiado turno, expusieron sus teorías, sólo recuerdo dos intervenciones, la de José Miguel Manzano y la mía. Él era un hombre de izquierdas que lo miraba todo con el tamiz del marxismo. Con sus preguntas enfrentó a los tres jóvenes a las consecuencias mundanas de sus idealistas y bienhechoras propuestas. Luego yo, atiborrado de Nietzsche, del más anarquista Savater, de ese humor pesimista de Cervantes, y que a mediados de los ochenta andaba muy, muy enfadado con la forma en que Felipe González gobernaba este país, aduje que no sólo el gobierno de Madrid estaba empezando a estar demasiado lejos de nosotros, sino que ahí estaba el gobierno europeo, amenazando, entre promesas de bonanza, con hacer aún más inalcanzable los centros de poder. Y ahora llegaban estos pájaros a proponernos un gobierno mundial. No, no, para nada.
Los fieles Bahai respondieron a nuestras apreciaciones y preguntas con vaguedades titubeantes, y azorado Samuel salió entonces en su auxilio con otras vaguedades que invitaban a la concordia y al entendimiento, porque Samuel, en el fondo, seguía siendo un cura. Cuando los invitados se despidieron, gran parte de la clase seguía dormitando.
Y es que esta mañana, leyendo la noticia de la agencia Reuters sobre las medidas que la Unión Europea podría tomar con España por no darse prisa con las reformas, y por no cumplir con los requisitos económicos dispuestos por unos señores que se arrogan poderes que nadie les ha transferido, pensaba en qué lejos está ya el poder real de nosotros. Un ejemplo mucho más sangrante, o si quieren ustedes mucho más materializado, es el de Grecia: un país cuyo destino descansa en las manos de cuatro mangantes...
Hace un par de días, en El País, Rafael Argullol hablaba de las reuniones del Foro Económico Mundial en Davos, y en algún otro sitio de este rincón nombré con asco a ese exclusivísimo Club Bildelberg, en el que se reúnen nuestros representantes con la gente más poderosa del planeta, no se sabe muy bien para representar qué. Lo cierto es que la distancia es un dato relevante en la política, porque cuando nuestros representantes, los que tras la fiesta de las urnas deberían trabajar para cumplir sus promesas electorales, se encuentran demasiado lejos, esa lejanía nos hunde por reacción en el corral del ganado, nos
convierte en colmena, y separa con éxito, física y cualitativamente, los centros de decisión de la masa entretenida.
En un pueblo pequeño, el alcalde o la alcaldesa se cuida mucho más de lo que hace, porque cada dos por tres se cruza con un conciudadano, porque el ayuntamiento está inserto en el núcleo urbano del municipio, porque se escuchan sus decisiones, y porque en última instancia el pueblo puede congregarse alrededor del ayuntamiento para exigir que se cumpla lo pactado. Pero cuando el gobierno está en Bruselas o en Washington, o incluso más allá, cuando su estructura es incomprensible, cuando en él se integran innumerables instancias técnicas en las que se mezclan los representantes del pueblo con los verdaderos poderosos, con esos señores que se consideran a sí mismos fuera de la dinámica democrática y cuyo poder proviene exclusivamente del dinero acumulado, entonces el ciudadano se convierte en eso, en una pobre hormiga con atolondradas ambiciones de cigarra. Entonces puede consentir que en el Tercer Mundo se aplasten criaturas de todo tipo, incluso puede consumir productos surgidos de una esclavitud que, sin la distancia, le haría vomitar; puede ceder en los repugnantes negocios que unos señores oscuros, con la ayuda administrativa de nuestros representantes, explotan con enormes beneficios, a condición de que en muchos puntos de este planeta salten diariamente por los aires cuerpos mutilados de mujeres, hombres, incluso niños… Pero además puede soportar que el sistema judicial sea injusto e incluso corrupto, o que las fuerzas de orden público actúen ilegalmente con suprema desfachatez; puede admitir como inevitables las diferencias indecentes entre pobres y ricos, y puede observar la debacle de la educación y de la cultura como observa los estragos del otoño sobre los árboles del parque. Y puede, por supuesto, refugiarse en el entretenimiento insubstancial para creer que todas esas bombas nunca caerán sobre su tejado, que todo eso nunca le pasará a él.
Hannah Arendt, en su magnífico libro Los orígenes del totalitarismo, argumentó con inteligencia que en la historia sólo hubo dos totalitarismos: el comunismo de Stalin y el nazismo de Hitler. De todos los argumentos, destaca el que afirma que ambos fueron regímenes que calcularon con frialdad el daño, tratando de exterminar grupos humanos completos. Pero el totalitarismo no residía tanto en la muerte de las víctimas como en la creación de un poder omnímodo, en el que las víctimas no conservaban ningún poder de decisión personal. En el mundo actual, en estos regímenes modernos y democráticos, se está gestando un totalitarismo aún más calculado que aquél, porque carece incluso de los impulsos emotivos (enfermos, por supuesto) de aquellas bestias del nazismo o del estalinismo, impulsos que de alguna forma fueron su perdición. Lentamente se va sintiendo este progreso hacia el despojo absoluto del poder individual, y hacia el desprecio por las normas que no sean las que emanan de las camarillas de los más listos…
La idea de Europa es hoy una idea sagrada sólo porque se gestó como reacción a aquella otra Europa en guerra, pero los avances sociales de Europa han sido sólo efecto de una serie de necesidades económicas. La Europa actual se constituyó, desde el primer minuto, como un negocio, un gran negocio que se ha aprovechado de los esclavos del Tercer Mundo y que hoy empieza a advertir que ni siquiera le resulta rentable el bienestar de sus propios ciudadanos, con todas esas molestas condiciones políticas que impiden la flexibilidad del mercado y el juego obsceno de las inversiones. Y todo esto nos pilla en la colmena ensimismados en el móvil, absortos en una pantalla, encantados con los pasatiempos en que nuestros cargos electos han ido convirtiendo durante años a la cultura, que antes era reflexión y poder, y ahora es superficialidad y adormecimiento. ¿Podrán aún las hormigas-cigarras decir alguna cosa que se escuche entre todo este ruido?
El indudable desprestigio actual de la historia tal vez resida en ese vicio desmedido y popular por el presente. A nuestros gobernantes, que no sirven a la gente, sino que se sirven de ella mediante continuos excesos y un despotismo nada ilustrado pero enormemente inteligente, les interesa sobremanera que la historia sea siempre agua pasada, que se contemple sólo como un lastre para el presente feliz y el futuro prometedor.
Entre nosotros han perdido atractivo hasta los buenos recuerdos, y cuando alguien pretende evocar el pasado se le desanima argumentando que nunca tiempos pasados fueron mejores, e incluso, de un modo bastante contradictorio, se le advierte que tratando de evocar el pasado sólo notará que el tiempo no pasa en balde, que todos vamos a peor y que lo que hay que hacer es tratar de vivir el presente, la siempre flamante y arrebatadora actualidad, esa actividad irreflexiva pero vital del hoy mismo. ¿Para qué mirar hacia atrás?
Cuento todo esto porque siempre escuché que los reencuentros de viejos amigos acababan siendo el punto final de la amistad, la ratificación del silencio de años y la prueba definitiva de que la propia amistad es una virtud débil y caduca. En cierta forma, yo mismo he comprobado cómo viejos amigos y antiguos amores aparecían en mi vida para enterrar del todo aquellos recuerdos amables, y ello mediante la decepción y el descrédito del propio recuerdo, que parece edulcorar los hechos. Pero después de este sábado estoy convencido de que no siempre es así, de que el pasado puede ser no sólo una fuente de desencanto, sino la demostración certera de que la amistad puede ser más fuerte que los años.
Uno a uno fueron llegando aquellos niños a los que conocí en 1976, uno a uno nos fuimos abrazando con un cariño franco y desenvuelto. Eloy nos besaba a todos dejándonos ver su emoción, y cómo seguía siendo, después de una vida especialmente dura, el mismo tipo rebosante de ganas de vivir de siempre. Quini llegó casi de incógnito, con sus gafas negras y su barba de hombre serio, con esa sana dignidad que tanto nos imponía entonces, mostrándonos hacia dónde debía caminar nuestro crecimiento, y con esa sonrisa cargada siempre de significados. Rafa dejó ver en su primera palabra que seguía siendo aquel chaval sencillo y veraz, aunque por debajo de su aparente sencillez seguía corriendo la sangre de un hombre bueno y fiable. Y el petardo de Juan, al único al que no he dejado de soportar desde entonces, apareció más entero, y sobre todo feliz, feliz como un chiquillo de andar allí con los amigos de siempre. Y también Sema apareció más risueño. Lo había visto sólo una vez en treinta y cuatro años, y entonces lo encontré triste, justo en el extremo contrario de aquel muchacho con el que yo no podía dejar de reír. Pero hoy venía contento y, a pesar de un primer instante de timidez, enseguida se vio envuelto por el núcleo de cariño que brillaba en medio del gentío de la Plaza del Salvador. Y Toba, el bueno de Toba, un tío tan llano como inteligente, un hombre que encuentra siempre la palabra perfecta para la alegría, un tipo que, como el resto, marcó en cierta forma mi vida para después desaparecer durante años.
De pronto pareció que todos estos años, con sus tormentos y delicias, hubieran pasado sobre nosotros sólo para enseñarnos que siempre es bueno apostar por la vida. No se trató ayer de revivir el pasado, ni de sustituir el presente, sólo quisimos respetar lo que una vez ocurrió de verdad, de hacerle preguntas al pasado para que una primaveral tarde de enero en Sevilla se haya convertido en presente inolvidable.
De pronto, uno es capaz de mirar más allá. Caminas por la calle, es cierto que con la dosis necesaria de alcohol en las venas, y lo observas todo con ese deseo inocente y primordial de comprender, de descubrir los detalles que conducen a la verdad. El problema radica en los peligros lógicos de mirar más allá, porque igual tu vida ha estado todo este tiempo avanzando con el piloto automático encendido, y porque igual estás dejándote llevar por el presente casual, por esta inercia que nunca se sabe bien de dónde viene, mientras malgastas tu atención en inconsistentes paraísos artificiales que no tienen nada de alucinógenos, y sí mucho de realistas. Y claro, cuando caminas mirando el mundo, quiero decir mirándolo en el sentido físico de mirarlo, mirándolo a conciencia, sin requisitos ni prejuicios, examinándolo con apego y sincera curiosidad, corres el riesgo de recalar en ti mismo, de ser consciente de tu existencia y desconectar sin querer el piloto automático, experimentando en tus carnes esa maldita tristeza que destilan las historias malogradas, las ilusiones diluidas, las esperanzas convertidas en ridículas ingenuidades del animal extraviado que a veces sientes ser.
Al considerar la vida, al tantearla con atención, al mirarla cara a cara podemos estar concediéndole permiso para llenar nuestro estómago de preguntas. Regresar a esa indolencia afanosa que nos salva del espejo cruel, tornar a esa rutina de los sentimientos que nos salva tanto de la desesperación como de la felicidad, es decir, volver a conectar el piloto automático se puede convertir en una tarea imposible para la que ni toda nuestra capacidad de engañarnos pueda ser suficiente. Y es entonces cuando uno navega a la deriva por las calles precisas, con los ojos mendigando escenas desconocidas y lances de amor privado, deteniéndose en el gesto aturdido de aquel joven oriental y en sus zapatillas gastadas, calibrando la dulzura de esta pequeña brisa que adorna la tarde, escuchando la reservada canción de los árboles, tapando las heridas de la melancolía con el arte taciturno de la vida más sincera.
La música nos llama, nos sumerge en su poder, nos arrastra como un torbellino en su nave de cien velas, y desbarata el frágil rumbo de nuestros pensamientos. Es una tabla de salvación, un salvoconducto para pasar al otro lado, es el vértigo vital de una muerte sin nunca ni jamás, la irrefutable excusa sin palabras, el electrocardiograma conmovedor de nuestra alma entregada al silencio de los silencios…
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Hard to Cry Today
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A New Day Yesterday
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Heart of the Sunrise / Starship Troopers
Cuando sonó la última campanada todos aplaudimos, y de pronto se apoderó de la gente una sensación extraña con la que, creo, todos supimos lo fácil que es quererse. Justo en ese instante, ningún problema parecía capaz de impedir que el cariño se derramara por el atestado salón. Nos besamos y abrazamos, viejos, adultos y niños, mientras una lágrima irremediable asomaba en mis ojos, porque pensaba en mi madre y en el extraño y enternecedor paisaje que acaba siendo el pasado. A ella le hubiera gustado tanto estar allí… Cada beso que daba, a mi hermana, a mis sobrinas, a mis hijos, sólo en parte eran besos míos, porque su carne, su presencia me guiaba y era ella, cuanto fue, quien se materializaba en el sentimiento puro que inundaba mi corazón.
Pero nadie crece un solo centímetro fuera del terreno abonado de su soledad, y por eso no tardé en verme dentro de mi piel. Reconozco que pasó casi un minuto de la medianoche antes de que mirase a mi alrededor, buscando el vehículo fantasma que me llevaría a París, para pasear bajo la lluvia sin miedo a mojarme, para escribir esa novela eternamente postergada, para tomar un whisky con el dulce espectro de Julio o dar una vuelta en bicicleta con Emil, para abrazar callado a Julio Ramón, para descubrirme tal vez a mí mismo, suavemente zarandeado por risas abiertas y besos de fin de mundo, o descrito con rigor en un poema cabrón que el viejito Benedetti le compuso a la gravedad del amor. El coche llegó, ¿acaso lo dudaron? De hecho llega cada tanto a mi alma y en él viajo por encima de los tejados, hacia lejanas tierras, entre acuarelas y canciones, en el aroma imprescindible de los que quiero y querré eternamente, rozando por momentos la esquiva felicidad…
Reconozco que comienzo a pensar que es un problema estrictamente mío, que soy yo el que ando del todo descarriado, y que haría bien en sumirme en mi mundo de locos (cascarrabias, tiquismiquis, asociales...) y dejar de perturbar la placidez cultural circundante con mis irritaciones. Porque, a ver, si todo un grupo de prestigiosos críticos literarios, reunidos en una autorizada publicación como es el suplemento cultural de El País, decide que la mejor novela del año es Los enamoramientos, de Javier Marías, digo yo que será por algo, ¿no? Comienzo a sospechar que me tengo en demasiada consideración, yo, que siempre he sido un lector inconstante y desordenado, un pobre diletante en esto de la literatura...
Ayer leía la noticia y no daba crédito. Hace un tiempo, tras el lanzamiento de la novela de Marías, leí una muestra de la misma con sus primeras páginas, y después de leerla tampoco me lo creía, esta vez por el hecho de que se hubiera publicado a bombo y platillo una cosa como aquélla. La verdad es que con Javier Marías ya estaba yo avisado. Hace unos años compré una de sus novelas, ni siquiera recuerdo su título, y con ella me regalaron un pequeño librito en el que Don Javier desgranaba una serie de semblanzas de un grupo de artistas; creo que se titulaba Miramientos. No llegué a leer una sola letra de la novela, pero sí hice un intento de leer el segundo libro, aunque lo dejé a las pocas páginas porque lo juzgué mal escrito y tan sabroso como un trozo de poliuretano. Yo entonces sabía poco de Marías, pero ya oía los ecos de su fama.
Luego me topé con García Viñó, un personaje curiosísimo que, con una expresión torpe y crispada, se dedicaba a sacar las vergüenzas literarias no sólo de Javier Marías, sino de muchos de los más afamados escritores y escritoras patrios. El hecho de que Viñó no pudiera reivindicar el premio Nobel de literatura para sí mismo, e incluso de que pueda actuar movido por inquietudes más o menos limpias, no quitaba una sola pizca de razón a sus críticas, cuajadas de ejemplos que demostraban la ridiculez de muchos de los párrafos de estos vendidísimos libros.
Mi paisano García Viñó, no obstante, demostraba un especial cariño por Marías, y éste había contestado en más de una ocasión al crítico, enzarzándose con él en agrias disputas mediáticas. Cuando por primera vez leí algunos de los listados de barbaridades que Viñó extraía de los libros de Marías, reconozco que me mostré escéptico: no podía ser que los libros de un escritor considerado entre los más grandes de la literatura española actual pudieran contener semejantes barbaridades. Pero luego comprobé que mi paisano no había cambiado ni una sola coma en aquellas citas, que no las había sacado de contexto y que cuando la barbaridad no era gramatical, sino semántica, la explicación de Viñó resultaba del todo fiel a lo expresado por Marías.
Ahora, con la elección de Los enamoramientos como mejor libro del año por los críticos de Babelia, he vuelto a esas primeras páginas del libro y las he releído. Y si no resultara ridícula, la cosa podría acabar siendo indignante. Aunque pueden leer ustedes mismos el texto y juzgar, he entresacado un párrafo que ilustra en mi opinión el verbo fácil y genial de Marías, el mismo que me hizo dejar sus Miramientos (y malvenderlo luego junto con la novela cuyo título no quiero recordar), y el mismo que llena todas las citas que nos ofrece García Viñó:
Pero lo había visto muchas mañanas y lo había oído hablar y reírse, casi todas a lo largo de unos años, temprano, no demasiado, de hecho yo solía llegar al trabajo con un poco de retraso para tener la oportunidad de coincidir con aquella pareja un ratito, no con él —no se me malentienda— sino con los dos, eran los dos los que me tranquilizaban y me daban contento, antes de empezar la jornada.
Para rizar el rizo, justo hoy, en el mismo suplemento antedicho, Don Eduardo Mendoza publica un artículo en el que describe y ensalza la novela de Marías. En su texto dice Mendoza, por ejemplo, que
Como es habitual en él, Marías no escribe de un modo lineal ni ortodoxo: desparrama el texto, de tal modo que la narración no circula por canales bien trazados, sino por un cauce natural, accidentado, a lo largo del cual se producen meandros, remolinos y desbordamientos, sin perder nunca el rumbo ni el control último del discurso. Esta mezcla de caos y rigor requiere un envidiable dominio de la técnica narrativa, como demuestra el recurso al medido anacoluto como recurso literario, que tanto escandaliza a maestrillos e inspectores, pero que tan bien refleja la percepción de la realidad sobre la marcha, una percepción precipitada, a la vez sagaz y contradictoria, en la que intervienen la inteligencia, las emociones, los prejuicios y las limitaciones de un modo complementario y antagónico. Todo pertenece, en palabras del autor al «vagoroso universo de las narraciones, con sus puntos ciegos y contradicciones y sombras y fallos, circundadas y envueltas toda en la penumbra o en la oscuridad, sin que importe lo exhaustivas y diáfanas que pretendan ser, pues nada de eso está a su alcance, la diafanidad ni la exhaustividad».
Efectivamente, el propio Marías dice en una entrevista anterior que hay dos tipos de escritor: el que escribe con mapa, es decir, el que trabaja el libro antes de ponerse a escribirlo, una práctica que minusvalora tachándola de “mero ejercicio de redacción”, y los autores con brújula, como él, que se sientan y escriben y ya se verá dónde acabamos. Ahora Mendoza nos trata de convencer de que las taras del Marías escritor no son más que originalidades, que sus frecuentes anacolutos no muestran en el madrileño torpeza sino exquisitez, y que, como el chulito del chiste, Marías no se cae por no agarrarse en los vaivenes del autobús, sino que se tira. A mí, por momentos, Mendoza y su análisis me recuerda mucho a la presentación del Vals del segundo, de Les Luthiers, que, para quien no lo escuchó nunca, dura exactamente eso, un segundo:
El Vals del Segundo comienza con un portato assai. El segundo tiempo es un deciso e a terra col battere, en el cual se plantea el desarrollo ulterior de la obra plácidamente, en forma muy tensa, con total serenidad, agitadamente, en una paz plena, turbulenta, creando un clima calmo, caótico, definiendo indubitablemente la intención de los autores... de alguna manera.
No quiero terminar sin añadir una curiosidad. Justo anteayer abandoné, nada menos que en la página 280, la lectura de La ciudad de los prodigios, lamentable libro de Mendoza que, por cuestiones que no vienen al caso, seguí leyendo más allá de la página diez, justo donde debería haberlo cerrado. Mendoza, de pulso algo más firme que Marías, escribió su libro con el mapa, pero se encargó de transmitirnos hasta el último de los datos recogidos para su preparación, y así nos endilgó un libro de casi 600 páginas con una historia que, sin monsergas prescindibles, habría ocupado cien. La cosa no queda ahí: no había un solo personaje en el libro que, tras 280 páginas, hubiera adquirido suficiente entidad para permanecer en mi memoria más de dos horas. Todos eran anacolutos con patas, y ni una sola de las gracietas que salpican el libro consiguió sacar una sonrisa a este sevillano de risa fácil que les habla. En fin, resulta curioso que sea el mismo Mendoza el que alaba a Marías. Cada vez que lo pienso, me alegro de nunca haber soñado en serio con la gloria literaria, no sólo porque crea que no tengo condiciones para escribir grandes cosas, sino porque ese mundo debe ser realmente pegajoso.