Vile se llama realmente Virgilio Leonardo. Su acomodada familia consideró un desdoro ponerle al niño Antonio o Carlos. Ahora, con sus veinticuatro años, Vile ha defraudado a su familia, que lo querían abogado y lo tienen ahí, estudiando tercero de Bellas Artes, vistiendo como un desarrapado, con esas barbas y esas rastas desordenadas que dios sabe lo que andarán criando. Es cierto que al muchacho no le falta un perejil: móvil de última generación, ropa (andrajosa) de marca y botines último modelo, una cartera saneada y una intocable libertad, porque sus padres son gente de dinero pero también de educación moderna.
Vile se considera un militante contra los vehículos a motor, contra la caza indiscriminada de ballenas y contra los críticos artísticos. Sus padres, un empresario restaurador de éxito y la dueña de una destacada tienda de moda en la calle Sierpes, gastan una fortuna en lienzos para que Vile pinte cuadros originalísimos, tres al día. Su estilo consiste en hacer agujeros en el lienzo y pintar sus bordes con los tres colores básicos. Considera absurde y ridicule mezclar esos colores: ganas de esconderse en la técnica por no saber expresar lo genuino. Porque Vile ha pasado varios veranos en París, y compensa sus maneras algo bruscas con el uso continuo de delicados términos franceses. Para Vile, además, no hay palabra más hermosa que la palabra alternativo. Se da baños de alternativismo manteniendo una fecunda amistad con grupos de jóvenes vagabundos, que sólo se diferencian de Vile porque en sus rastas anidan pulgas y porque en sus gastados andrajos se ha borrado la marca.
Vile vuela con su bicicleta por el carril bici, con un estilo impecable. Nadie que lo vea puede imaginar, y esto lo llena de satisfacción, cuánto arte y cuánta sensibilidad esconde en su pecho. En la acera hay un joven sudamericano que hasta hace nada paseaba todas las mañanas, lentamente, a un perro enorme y envejecido, con un ojo inservible que miraba siniestramente al cielo. Como siempre, dueño y perro se parecían físicamente. Hace unos días que el perro no va con el joven, y hay que suponer que ha muerto, porque otro perro más joven, arrugado y feísimo, lo ha sustituido en el paseo matinal. El chico acompaña a dos niños: Ricardo y Azucena. Azucena tiene ocho años, viste el uniforme del colegio y lleva en su espalda una pesadísima mochila. La niña, con sus rubios rizos, cruza el carril bici por un paso de peatones hacia la parada de autobús. El chico del perro la mira, y de pronto le grita: ¡Azucena! La niña se detiene justo para que la roce el viento alternativo de Vile, que ha sorteado a Azucena con una habilidad increíble y sigue su camino como si hubiese esquivado una mierda de perro, sin mirar atrás. La chiquilla consigue cruzar, mientras Vile pedalea de pie sobre la bicicleta, con movimientos armoniosos y tres satisfaits…
Águeda Floriánez enseña Método del Trabajo Social en la universidad. Sus alumnos la tienen por persona un poco agria, y su aspecto, mujer delgada en la cuarentena, de risa difícil y vestimenta clásica, lo corrobora. Aun así, se considera una mujer implicada en el mundo. Buena lectora de literatas (“ya los leímos demasiado tiempo a ellos”), lee todos los días varios periódicos de distintas tendencias, porque dice ser apolítica. Aun así, tiene su opinión formada sobre todo lo que ocurre, y si alguien se la pide la suelta con ese tono de quien no conoce la duda.
Águeda se separó hará unos tres años. Afortunadamente su hijo y su hija son ya mayores de edad y bastante independientes. Desde entonces no soporta a los hombres. Su marido le echó en cara su huraño carácter, pero ella sabe que lo que en el fondo él buscaba era carne joven, como todos. No le interesa demasiado el sexo, que es cosa de machos. Lo suyo, lo femenino, es el amor, aunque en estos tres años no ha encontrado a nadie digno de sus sentimientos.
Águeda se desplaza a su trabajo en una bicicleta preciosa, muy limpia y con un cestito de fantasía en el que acarrea sus carpetas. Cuando se detiene en un semáforo debe saltar desde el sillín al suelo: lo lleva tan alto porque cree que así gana en elegancia. Cuando pedalea suele pensar en la vida, en la suerte, en el amor y el desamor, en esas mujeres enormes que fueron las que realmente levantaron el mundo. Hoy, sin embargo, algo la saca de sus pensamientos. Una chica sudamericana se le ha cruzado en un paso de peatones. Águeda ni siquiera se ha percatado del paso, y sólo acierta a saltar del sillín para no caer con el choque. La chica que ha atropellado no dice nada, sólo se recompone un poco y se apresura a cruzar el paso de peatones lo más rápido posible. No han intercambiado una sola palabra. Águeda mira con cara de asco a la mujer, y advierte su piel oscura y descuidada, su grosero pelo negro, su ridícula estatura andina, una mujer tan desarreglada y vulgar, tan inoportuna… Águeda siente sobre ella la mirada de todos, y la culpable es esa pedigüeña, esa estúpida que ha tenido la desfachatez de cruzarse en sus pensamientos…
2 comentarios:
Gracias, gracias por el buen rato que paso leyéndote y admirando la facilidad con que describes sentimientos sin nombrarlos.
Gracias por compartir estas cosas, Angelines. Da gusto escribir para los amigos... Un beso.
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