Simon Leys, en su exquisito libro La felicidad de los pececillos (que nos recomendó el amigo Jorgewic y es comentado también en el acogedor Diarios de Rayuela), publica un artículo titulado Los cigarrillos son sublimes. Después de leerlo vuelvo a quedarme asombrado por el modo en que determinadas personas, profundamente sensibles y con una capacidad inusitada para penetrar en los secretos de la vida, se muestran tan pacatas y religiosas en esto del tabaco.
Entiendo que la historia del tabaco pueda ser interesantísima, y que su influencia sobre los individuos e incluso sobre las sociedades haya sido destacable y a veces realmente curiosa. No niego, además, que en la vida de muchas personas el tabaco haya podido ser un elemento tremendamente inspirador. Incluso admitiendo que el tabaco es una droga cuyo placer reside, básica y ladinamente, en la satisfacción de una necesidad que la propia droga ha provocado antes, es decir, que es un placer relativo y negativo, porque proviene de la rebaja de una ansiedad previa, y no de una alegría positiva; digo, incluso pensando así, admito que ese placer pueda haber servido de sugerente acicate a montones de personas. De hecho, hasta me parecería legítimo buscar el placer de esta forma, creándonos primero, artificialmente, una ansiedad, y luego curándonos de ella con el mismo veneno que nos la provoca… Legítimo, sí, aunque reconozco que el mecanismo se me parece mucho a esa estúpida forma de olvidarse de un dolorcito de cabeza pegándose un martillazo en el dedo gordo de un pie.
Leys, entusiasmado por la droga, declara su antigua intención de escribir una antología literaria y pictórica del tabaco, y lo alaba emocionado, y hasta ahí todo perfecto. Mas entre alabanza y alabanza suelta perlitas como ésta:
Para [Samuel] Johnson (…) el tabaco aparecía como un poderoso calmante, y Hawkins le oyó declarar: «A medida que el uso del tabaco disminuye, aumenta la insanía». En la actualidad, los caprichos fanáticos del lobby antitabaco demuestran elocuentemente lo exacto de esta observación.
Me permito observar que, por la misma regla de tres, también están contribuyendo a la decadencia de esta civilización la desaparición de la sana costumbre de escupir a diestro y siniestro, o aquella tan relajante de pegarle a la mujer de uno todas las noches, antes de ir a la cama…
Leys califica las acciones de los activistas antitabaco como bufonadas, y luego pone dos ejemplos exagerados: uno en el que una pareja inglesa hace el amor en un tren, ante todo el mundo, pero sólo es llamada a capítulo cuando encienden el cigarrito postcoital, y otro, al que asistió el padre de C. S. Lewis, en el que otro tipo, imagino que en un tren distinto, hizo de vientre ante todos los pasajeros y luego, tras dejar su oloroso regalito en el suelo del vagón, reprendió a Lewis padre por encender su pipa.
Leys llega a afirmar:
Desde cierto punto de vista, los fumadores se benefician de una especie de superioridad espiritual sobre los no fumadores: tienen una conciencia más aguda de nuestra común mortalidad.
Y luego habla de que las
advertencias estridentes [los anuncios del perjuicio del tabaco para la salud] paradójicamente vienen a adornar el consumo de tabaco de una nueva seducción, cuando no de un significado metafísico.
A estas alturas del libro yo ya había reconocido ese puntito subversivo y cachondo en el bueno de Leys, pero este artículo me recordó a otros escritos de sesudos pensadores patrios, en los que la religión del tabaco hace al sabio decir sabias y gruesas bobadas.
Del primer sabio que leí una referencia religiosa sobre el tabaco fue de Cioran, fumador empedernido que debió abandonar el vicio por problemas graves de salud, y que en Silogismos de la amargura llegó a decir:
En los momentos cruciales de la vida, la ayuda del cigarro es más eficaz que la de los Evangelios.
Pero luego habla del tabaco como de una “esclavitud intelectual” (Ejercicios de admiración), y en El inconveniente de haber nacido, después de dejar el vicio, declara:
Desde hace años sin café, sin alcohol, sin tabaco. Por fortuna ahí está la ansiedad que reemplaza con provecho a los más fuertes excitantes.
Y en Ese maldito yo:
Treinta años de éxtasis ante el Cigarro. Ahora, cuando veo a los demás entregados a mi antiguo ídolo, me resulta imposible comprenderlos, los considero seres trastornados o nulos. Si un «vicio» que hemos vencido se vuelve para nosotros hasta ese punto ajeno, ¿cómo no permanecer estupefacto ante los que no hemos practicado?
No creo que Leys haya disfrutado más que Cioran de su vicio, pero entre ambos hay una diferencia: el primero aún no fue capaz de ver los entresijos del asunto, independientemente de que, luego de verlos, esté en su derecho de continuar fumando y de ensalzar el cigarro hasta la tumba.
No obstante, donde principalmente se equivoca el maestro Leys es en ignorar las consecuencias sociales del tabaco, que no se reducen al mayor gasto en servicios sanitarios de una sociedad fumadora, consecuencia de un aumento innegable de la posibilidad de contraer un cáncer y de los graves problemas respiratorios que causa en un número significativo de fumadores. Nunca he estado por sistema contra los vicios, más bien todo lo contrario, pero ya en mi primer año de universidad, allá por 1981, empecé a solicitar (normalmente en solitario) que los fumadores respetaran mi derecho a no fumar en los lugares donde no me quedaba más remedio que estar, y la respuesta que en la inmensa mayoría de los casos recibí de esos seres espiritualmente superiores fue la de que me jodiera. Ya a principios de los ochenta, cuando todavía la conspiración judeomasónica antitabaquista no existía, los profesores de patología médica y de farmacología no tenían ninguna duda sobre el grave perjuicio que el tabaco producía en las personas, y nos lo decían sin acritud ni entusiasmo represor. Durante años hice el idiota enfrentándome a compañeros y profesores para que no cargaran las reducidas clases de la Escuela de Trabajo Social con su humo asqueroso, y sólo obtuve caras de besugo que acababan esbozando una sonrisita indolente y papanatas, sonrisita que quería decir: te jodes, picajoso. Pero llegó un día en que acabé los estudios, y me olvidé del tabaco; y sólo al cabo de los años me volví a encontrar en el trabajo con una horda de humeantes individuos verdaderamente conscientes de nuestra mortalidad, pero entonces me moví poco contra ellos: y es que el tiempo no sólo nos acerca más y más a la muerte, sino que, si abrimos un poquito las orejas y los ojos, en ciertas cuestiones el tiempo nos permite descansar en el fatalismo. Así que esperé que los compañeros más jóvenes se pegaran con los educados fumadores, hasta que intervino (¡por fin!) la siempre tarda y lerda autoridad y dijo que allí ya no se volvía a fumar un cigarrito.
Si digo la verdad, cuando prohibieron el tabaco hasta en los retretes lo primero que me salió fue una risita, de acuerdo, espiritualmente inferior y bastante insana, pero a ver, a unos les da por obligar a fumar a los que tienen al lado y a otros por reír sin apestar a tabaco.
Pd.- Por lo demás, el libro de Leys es adorable.
6 comentarios:
Nada que añadir a todo lo que has dicho. Solo los fumadores activos están a favor del tabaco, ¿no será por sus efectos hipnotizantes además de perjudiciales para la salud? En su intimidad, que hagan lo que quieran, pero yo no quiero tener problemas (de salud, de olores, de molestia, etc.) por el vicio de otros.
Y qué solos estamos los no fumadores a los que nos molesta el humo, oye...
Bueno, Ruth, la verdad es que el tema es de perogrullo, pero asombra ver a gente tan sensible e inteligente caer en el integrismo ciego con esta tontería del tabaco. Y no sólo eso, asombra ver cómo muchos de esos fumadores son conscientes de que están suicidándose, y aun así, siguen fumando. Y no estamos hablando de que todos nos vamos a morir, porque creo que a nadie le gustaría, así de entrada, morirse unos años antes de su tiempo, e invadido por un cáncer doloroso. En fin, lo dicho, el tema cansa pero a veces asombra. Un beso.
Tiene usted toda la razón... pero también sabe eso de que "en un mundo podrido y sin ética...sólo nos queda la estética"... permítame que siga con mi adicción estética a las películas de cine negro, espeso y humeante. ¿Qué sería de Lauren Bacall si no pudiese incendiar el corazón de Bogart cuando éste se le acerca a encenderle el pitillo? Adicción de lo más sanita la mía, ya ve y no huele nada, nada.
Saludos
Bueno, Maki, no se trata de borrar la historia del ser humano o del arte. Ni siquiera debería tratarse de esto, de prohibir a lo bestia el tabaco. Pero sólo los fumadores, como colectivo, son los responsables de que éste, como otros problemas, sólo se puedan solucionar con el palo. Por supuesto, por supuesto, incluso los tontos antitabaco podemos adorar a esos dos prendas... Beso de jazmín.
En efecto, por lo demás...
Es usted un encantador cascarrabias incorregible.
Un fuerte abrazo.
No se dé cuál de las tres virtudes vanagloriarme más, amigo mío, pero me reconocerás que el mundo proporciona no pocos motivos para andar repartiendo invectivas. Aunque de vez en cuando también las comparto, las dulzuras son para disfrutarlas, y los tropezones para describirlos y avisarlos. De todos modos, este librito es absolutamente delicioso. Abrazo de larga distancia.
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