[continuación de la 2ª parte]
El arte es morirte de frío
Visto lo visto, en el disfrute de una obra de arte intervienen tres parámetros fundamentales (les ahorro la gráfica tridimensional):
a) La técnica usada,
b) lo que la obra insinúa y
c) lo que el espectador cree que la obra insinúa.
La técnica, ciertamente, no es un elemento del todo mecánico, porque admite mejoras. Uno puede aprender la técnica de un arte y luego usarla de modos completamente originales. O incluso puede inventar técnicas no conocidas hasta ese momento. Estos dos últimos casos pueden aumentar el valor de una obra, pero son méritos que siempre irán ligados estrechamente a la historia de ese arte. Hoy, a no ser por motivos históricos, nadie se asombra ante una película de los hermanos Lumière, y sólo el conocimiento de la historia del cine puede hacernos valorar la crucial e inestimable aportación de estos amigos. En mi opinión, es básicamente un mérito técnico, no artístico, y por eso caduca, mientras que los méritos artísticos de una obra jamás prescriben. Tal vez algunas de las obras de estos hermanos conserven, junto a la cualidad de ser los primeros frutos de una nueva técnica, una calidad artística añadida…
Por otro lado, la insinuación propia de la obra reside tanto en la expresión como en la impresión que produce. La obra puede expresar, mediante el lenguaje que sea, una serie de ideas, que no sólo son valiosas por sí mismas, sino por el modo en que estén trenzadas, o incluso por la oportunidad temporal de las mismas. Pero la obra también puede provocar impresiones en el espectador, impresiones calculadas por el artista.
No hace falta decir que existe una holgura inevitable en la determinación del mensaje contenido en una obra, y no es posible (ni tampoco deseable) aislar con exactitud este mensaje, aunque suele haber muchas pistas que nos pueden servir para saber si un artista pretendía decir algo, pistas que suelen estar en la propia obra.
En este sentido, es curioso comprobar cómo ha habido determinados movimientos que han tratado de ir despojando al arte de su mensaje. Se dice que el arte debe ser plástica y directamente aprovechable, que son nuestros sentidos más primarios los que deben captarlo, y que para ello no hace ninguna falta que la obra exprese ningún mensaje ni siquiera que intente causar impresiones concretas en el observador. Pretende impresionarlo, pero a lo bestia, cayendo sobre él con su novedad, con su técnica salvaje, o con su sencillez insultante, pero siempre sin salir de las formas puras. Hasta cierto punto, y más en unos artistas que en otros, este movimiento expresó un deseo legítimo de sobrepasar una barrera, de inventar nuevos métodos artísticos para despertar de cierto cansancio expresivo. Sin embargo, creo que todos estos movimientos acabaron perdiéndose en las formas, hasta el punto que prácticamente cualquier forma sirve hoy para el arte, permitiendo que en su determinación como obras artísticas o no artísticas intervengan decisivamente juicios comerciales o el de un enorme (nada elitista) grupo de esnobs charlatanes que juegan a las tendencias y las modas, mezclando churras con merinas y muy ajenos a términos como grandeza y profundidad (ARCO y demás saraos).
Tàpies – Inspiració-expiració
Fijémonos en la pintura: con el impresionismo los pintores trataron de sacudirse el supuesto corsé del realismo (aunque el realismo siguió evolucionando sin parar, intacto por la aparición de nuevas orientaciones), y luego le siguieron otros movimientos que, cada vez con más pesadumbre y simpleza, y de un modo económicamente interesado, proponían no sólo el alejamiento, sino la ruptura con cualquier contenido mental consciente en estas obras. Si miramos un cuadro de Pollock observaremos la obra de uno de los últimos artistas sinceros en este camino hacia la locura. Esa misma fuerza, la incomodidad con su propia vida, el dolor y la violencia contra el cuadro, las caricias derramadas en esos lienzos demuestran que ese camino era sólo para los locos, pero, a la muerte de estos últimos pintores, una panda numerosa de no locos se hizo cargo del negocio, y comenzó a pintar cuadritos regulares, usando colores primarios para demostrar el regreso a los orígenes; como aquel inolvidable cuadro que vi una vez en una exposición en la Facultad de Bellas Artes de Sevilla: vertical y pintado completamente de blanco, incluidas unas gafas pegadas en el borde superior del lienzo. O, de más alcurnia, una serie de ocho o diez cuadros que colgaban en la basílica del Monasterio de la Cartuja, sede del Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla, y que un tipo había pintado de blanco con una mancha desvaída de humedad en el centro. Tanto mi mujer como yo pensamos que estaban colgados sólos los marcos, y que aquellos cuadros estaban restaurándolos, que la humedad desvaída pertenecía a la pared. Luego, cuando supimos que aquellos eran los cuadros reales, acudimos a los títulos que, desgraciadamente, no nos aclararon mucho: todos se llamaban Sin título 1, Sin título 2 y así sucesivamente. Por supuesto, nos vimos inmediatamente como unos pobres catetillos del arte. Y es que nada de lo dicho arriba es observable, nada en el arte vale un pimiento si no hay un espectador capaz de descubrir y disfrutar de este mensaje explícito e implícito de la obra. Cuando hay mensaje, claro…
Y ¿cuál es este espectador adecuado? No soy yo, tranquilícense los que disientan con todas estas tonterías; aunque mentiría si dijera que no pretendo llegar a serlo. El espectador adecuado es aquel que reconoce de la manera más fiel posible lo que una obra insinúa, que no advierte en ella ni más ni menos que lo que ésta insinúa. Un espectador así se vale fundamentalmente de su acervo cultural, de lo que sabe no sólo a través del estudio, de la observación y de la experiencia, sino también mediante la actividad solitaria y deductiva de su raciocinio, que interactúa a la vez con los sentimientos. Esto explicaría por qué nuestra relación con el arte resulta mucho más placentera cuando nuestra pasión y nuestra razón pueden disponer de más cultura (más información y más experiencia) a la hora de acercarse a una obra de arte.
Sobre gustos…
En nuestras sociedades, tal vez por una creciente e imparable pereza, tal vez por ser la inmediatez y la prisa valores en alza en todos los ámbitos de la vida, se tiende a convertir el arte en una transacción de ideas cada vez más pobre, es decir, una actividad donde todo se facilita y simplifica: la técnica sencilla e ingenua se confunde con la naturalidad, las insinuaciones de las obras deben ser directas y ante todo claras, sin recovecos; incluso la capacidad de los perceptores para descubrir insinuaciones o, aún más, para inventarlas se observa como elitismo, esa tendencia de los pocos de diferenciarse de la canalla.
La manida y falaz frase “sobre gustos no hay nada escrito” no sólo propone que el gusto es sagrado, que cada cual puede poner su gusto, al menos en cuestiones artísticas, donde le parezca. Si sólo se refiriese a esto sería una frase correcta, aunque también obvia e innecesaria. No, la frase también pretende zanjar la discusión sobre los contenidos artísticos. Según esta aserción, yo, que sé poco o nada de pintura, puedo tener mis gustos que serán no sólo tan respetables como los de cualquier estudioso del arte, sino tan razonables como los de éste. No sólo tengo el derecho de tener determinados gustos, sino que me asistirá a priori la misma razón que a cualquier experto en la materia. Si admitimos esto, bien podríamos admitir que, siendo la felicidad que obtiene un perceptor ignorante ante una obra pobre la misma que obtiene uno culto ante una obra inmensa, la calidad de la obra de arte pasaría a ser un valor relativo, una cuestión de expertos pero nada relacionado con el disfrute del arte. Las obras complejas y elaboradas, las asombrosas obras de arte pasarían a ser cosas de la élite, y el pueblo podría entretenerse sin complejos y sin la necesidad de preocuparse por lo que lo entretiene.
Es curioso porque este argumento sólo se puede derrumbar desarrollándolo hasta el final. Porque en mi opinión se puede demostrar que tanto social como personalmente los beneficios de una obra de arte de calidad y de un público capaz de comprenderla son obvios. No automáticos ni universales, pero sí obvios. Para ello, basta seguir esta conversación, algo simple pero suficientemente demostrativa, entre dos vecinos que se encuentran en el bar de la esquina, con una cervecita en la mano:
Vecino melómano 1: Ah, me encanta la música, vecino...
Vecino melómano 2: ¿De veras? Yo también suelo escuchar música.
Vm 1: Yo siempre, tengo discografías enteras, de Pedro Guerra, de Roxana y de Ismael Serrano… ¿Escuchó usted el último disco de Roxana?
Vm 2: [tímido] Pues no, lo siento, pero no me gusta mucho la música que hace…
Vm 1: [vehemente] Pues a mí los cantautores es que me pirran. ¿Qué cantautores le gustan a usted?
Vm 2: Bueno, pienso que la mayoría de los cantautores son como el Manuel Darío de Les Luthiers, que más que cantautor era autocantor… Me gusta Ruibal, algunos discos de Serrat, el cachondo de Krahe, Silvio Rodríguez, poco más…
Vm 1: Es usted raro, vecino.
Vm 2: Creo que pasé esa etapa…
Vm 1: [algo mosca] En fin, yo no creo que sea una cuestión de etapas, a cada uno le gusta una cosa y cada uno en su casa y Dios en la de todos.
Vm 2: No sé, vecino, creo que hay músicos buenos y malos…
Vm 1: No, no, cada uno disfruta de una cosa, lo importante es disfrutar. A mí la música clásica o el rollo ese de los negros tocando como locos, el jazz, y no digamos el rock ruidoso no me gustan. No puedo con ellos. ¿Quién será el juez que a mí me diga que la música que yo escucho es mala o buena? Sobre gustos no hay nada escrito, ya lo dijo el poeta… [risas].
Vm 2: No dudo que cada cual debe hacer lo que desee, y escuchar la música que más le guste, pero aparte de eso, me reconocerá usted que hay diferencias en la calidad de los músicos. Contésteme a una pregunta: ¿quién cree usted mejor músico, Mozart o David Bisbal?
Vm 1: Joder, no hay color, hombre, también es que usted se ha ido al extremo; entre esos dos no hay color [el vecino melómano 1 había visto unos días antes la película Amadeus], por supuesto que Mozart.
Vm 2: Vaya, creí que lo importante era disfrutar. Conozco a algunos que disfrutan mucho más con Bisbal que con Mozart… De hecho, creo que son mayoría, y sin embargo usted me dice que Mozart es mejor que Bisbal. Y eso ¿por qué?
Etc…
En el momento que en un conjunto hay diferencias de grado entre dos elementos, se puede establecer una gradación en ese aspecto concreto. Si Bisbal es claramente peor músico que Mozart, eso significa que la escala existe, que se pueden establecer unos parámetros que nos indican no quién es buen músico y quién es malo, sino que nos permite comparar (aproximadamente) entre dos músicos quién es mejor y peor. Contando, por supuesto, que yo, cuando me siento al piano y lo aporreo ya soy un músico…
La nube y el arte
Queramos o no, todos nosotros, más o menos conscientemente, entendamos más o menos, comparamos las obras artísticas que nos interesan. Esta comparación de obras también puede hacerse con pretensiones académicas, pero ahora no me refiero a ese modo de preguntarse por la obra. Aquel que se interesa realmente por un arte hace un recorrido por la bisectriz que relaciona, por un lado, el mensaje (ético y estético) de la obra, con, por otro, su propia capacidad de comprender y sentir. O si se quiere (es más complicada de dibujar), la bisectriz tridimensional que relaciona estos dos parámetros con el de la técnica. En ningún momento el interés sincero por un arte sacrifica el gusto de disfrutar de ese arte por el afán científico de diseccionarlo, algo que sí podría considerarse esnob y artificialmente elitista. Cuando escucho música disfruto y valoro a la vez, automáticamente, porque el disfrute es, cada vez más, un disfrute activo. Como se ve en la gráfica, esta persona evoluciona, pero sin que ello quiera decir que no pueda seguir gustando de obras (E ó D) cuya calidad sea más baja que otras (B ó C) que ha descubierto recientemente. Incluso puede disfrutar, por razones ajenas a las propias obras, de algunas que hace ya mucho dejó en el camino (A). Uno puede reconocer que una obra tiene muy poca calidad, pero que significó tanto en su historia que no puede evitar profesarle un cariño especial. Pero lo normal, en una persona que ame realmente un arte, es que esa nube de gustos (en la que no siempre se ajustan perfectamente la insinuación de obra y la del espectador) avance. Todos nos encontramos en un nivel del camino, de un camino que, a la vez, vamos construyendo entre todos, pero ese nivel posee forma de nube difusa debido a que no tratamos con cuestiones exactas sino cuestiones que describimos con términos aproximados, y a que en el proceso intervienen una gran cantidad de aspectos fisiológicos, psicológicos y sociales. Cada cual posee su nube y su nivel para cada arte, e incluso para cada aspecto de cada arte.
En esta línea artística vital no hay ningún límite pasado el cual las obras sean buenas, quedando bajo ese límite las malas, pero sí existe la progresión, y en la progresión está la vida, el movimiento, el descubrimiento progresivo de los secretos de este maldito mundo. Quien se queda anclado en la obra A, o en la nube de obras que la rodea, solicitando de los demás que respeten su elección (confundiendo el respeto con la tolerancia), tiene todo el derecho de hacerlo, por supuesto. Pero de nuestro Vecino Melómano no se puede decir que lo que le guste sea la música, sino algunos sonidos concretos que son, obviamente, musicales. No sólo no llega más allá, sino que no quiere llegar, y está en su derecho… en su derecho de ser un ignorante musical. Esto es esencial: en cualquier arte el ignorante no es el que sabe menos de ese arte, sino aquel que se ha detenido en cierto punto, que se ha anclado en un nivel concreto de ese arte, que no necesita avanzar, descubrir nada más porque lo que descubrió le es más que suficiente. No hará falta añadir que esta ignorancia, como la sabiduría, no es un termino exacto, un valor todo o nada, sino gradual.
Con la cultura y el interés por experimentar y disfrutar se sube en esa flecha que relaciona la insinuación propia y la de la obra, porque así vamos eligiendo obras más y más ricas, nuestra percepción alcanza niveles más complejos y sabrosos, y nuestro gusto disfruta con goces cada vez más inolvidables y demoledores.
Ahora podemos entender eso que nos ocurre tan frecuentemente, por qué cualquiera puede distinguir sin demasiada dificultad cuándo una obra se encuentra por debajo de su nivel (no interesa, porque resulta particularmente obvia y fútil) o por encima (no se la comprende, se reserva para más adelante, para algún día en que podamos comprenderla). Para alguien que ha leído a Nietzsche, seguramente Hermann Hesse resultará prescindible, pero para un adolescente que comienza a leer y a preguntarse por la vida, tal vez su obra resulte realmente apreciable. Esa línea nebulosa de insinuación es la línea de nuestra propia vida, que avanza (viviendo, aprendiendo, disfrutando) por la senda de la cultura y el placer de contemplar el mundo.
Y al fin Collins y su batería
Fue un gran batería, un magnífico intérprete que nunca pareció estar ahí por la música en sí. De hecho, en cuanto Gabriel y Hackett lo dejaron, él soltó la batería y comenzó a gritar en el micrófono su edulcorada superficialidad. El aroma evocador del jazmín (recuerden, yo iba caminando una mañana y pensando todas estas pavadas) se ha mezclado con ese juego fascinante de voces e instrumentos que Genesis llevó hasta un punto delicioso, y entonces repaso las poses del Collins maduro, bajo esa percusión electrónica prefabricada con la que vistió todas sus machaconas cancioncillas. Collins se limitó a la insinuación explícita y vulgar de sus letras, y con su música se lanzó a insinuar nada, negocio, entretenimiento (que suele ser el eufemismo usado para todo aquello con lo que se intenta rellenar sin complicaciones el mortal aburrimiento de la gente).
Collins dejó de tocar la batería en uno de los mejores grupos de rock de la historia, y se convirtió en un tipo cuya música era superada en calidad por cientos de músicos de ayer y de hoy. Pero sobre todo Collins se simplificó con un afán comercial, como muchos otros hacen, y bien que consiguió lo que pretendía, que hasta lo fichó Disney para realizar una de las más pastelosas bandas sonoras de la casa. Si una obra de Vasks o Part atrae a un grupo siempre reducido de personas, son cientos y miles los que se mueren por cualquier tontería de Bunbury o Amaral, y la sociedad ha demostrado que en esa tesitura no va a optar por mejorar la educación musical de la gente, sino por dar a la gente lo que la gente pide, en ese círculo diabólico e irresponsable de papanatización social. Los medios de comunicación dedican un tiempo infinito a propagar estos sonidos, infectando con su repetición eterna el orgulloso y desprotegido gusto de nuestro primer vecino melómano; entretanto, en las escuelas, los niños aprenden el nombre de las notas musicales y a tocar el Himno de la Alegría con la flauta, mientras sus maestros tararean para sí la letra que el amigo Miguel Ríos tuvo a bien ponerle a la pegadiza musiquita. A mí me encantaría que todo esto cambiase, que los maestros fueran de los profesionales mejor pagados, más exigidos y con más formación y cultura, que trabajaran para enseñar a los niños no a sumar ni a restar, sino para despertar en ellos el gusto por saber y por disfrutar de la vida del modo más consciente posible. Me encantaría esto y mucho más, pero eso nunca, el Señor me libre de pretender que ustedes cambien sus gustos…
4 comentarios:
¡¡¡ Ufff ... que difícil !!!
Sí, creo que me pasé de espesito... :-)
Pues a mí me ha encantado, y estoy de acuerdo con muchas cosas de las que dices... por cierto, soy Nane, ¿te acuerdas de mí? años ha que no nos vemos, y Susana me dijo esta mañana de tu blog, y aquí estoy, con pata chula y disfrutando de tu lectura.
Un fuerte abrazo.
Juro, que se me muera el hamster, que yo respondí el otro día a este comentario, Nane. Ahora me da por mirar y no está mi comentario... Misterios de Blogger. Nada, aunque ya te respondí en el otro comentario que hiciste, eso, que claro que me acuerdo de ti, y que me alegro mucho de verte por aquí. Abrazo por abrazo.
Publicar un comentario