El último día de junio, cuando cumplía veintidós años, lo había dedicado a completar un rompecabezas, visitar a mi padre y tomar por la noche unas cervezas con Manolo, Luis Pizarro y su entonces mujer Ana. Al separarme de ellos, me dirigí a una fiesta que un amigo celebraba en su piso del barrio de Bami. En ella, inesperadamente, me topé
con una rebujina de «hermosos mancebos» y de lustrosas señoritas,
gente bien que no se correspondía con el dueño de la casa. Afortunadamente, también andaban por allí Jesús, Paco y Mari Carmen, Marga, Chari y Juamba, Luis y Lupe... Eran tiempos en que me debatía inseguro alrededor de un cambio radical en mis perspectivas de futuro: cometía la locura de abandonar la Facultad de Medicina en el tercer curso de carrera, y trataba de encontrar unos estudios más cortos que, brindándome posibilidades más inmediatas de trabajo, me dejaran tiempo libre para todas mis veleidades literarias y amorosas.
En los primeros días de julio, en un cuaderno garabateado de improvisados dibujos, fui describiendo con cuidadosa torpeza el día de mi cumpleaños, que había estado salpicado de llamadas de los amigos. Me habían llamado el mismo Manolo, Marien, Ana, y desde Madrid Almu, Susana, Sara; incluso el mismísimo INEM me llamó, aunque no precisamente para felicitarme. En el texto aparecía fugazmente mi madre, que me llamaba a comer. Mi madre...
Sobre Susana, una mujer con la que mantuve una duradera e ilusionada correspondencia en mi adolescencia, gestándose una amistad que aún hoy perdura, escribí lo siguiente:
También habló Susana, la eterna buscadora, secreta búsqueda de incógnitas. Con su forma de hablar pausada y seria incluso cuando ríe. (...) Pero detrás del espejismo de su pasividad temerosa se extiende toda una vida, un complejo enmarañamiento de intenciones y respuestas que supieron no hace mucho encender su luz roja, y presentarme un problema con una sinceridad elogiable y madura que me sorprendió por lo inteligente y por el valor que demostraba. Susana lleva mucho en mí, demasiado tiempo surcando a mi lado, a unos quinientos kilómetros, este océano tumultuoso, y jamás le reconoceré bastante el bien que me ha hecho. Madrid se acercó a Sevilla...
Y de Sara, aquella niña impredecible que llenó mi buzón de locuras y mi imaginación de paisajes, escribí cosas que ahora no sabría muy bien qué significan, aunque tal vez no haga falta pararse en los significados para contemplar a aquella (esta) chiquilla adorable:
Sara monta caballos de hielo, y salta de ellos a una playa desierta y antigua, mete el dedo en las colmenas y se chupa la miel de oro, con los ojos muy abiertos, cerrándolos al exclamar un ¡deliciosa! Sara lo intentó tres veces, y a la tercera se desbocó por entre torrentes labrados, como empujando al agua y siéndola. ¡Qué hermoso verla doblar con rapidez su curso, saltar de una cascada no esperada! Su voz, qué lindo regalo de cumpleaños, qué delicia sentirla vibrar en mi oído, en mi memoria y en mi corazón. No quiero decir más de ella, pues poco podría decirse de la sorpresa si se la conociese andando por ahí...
El verano siguió su curso, y mi diario, iniciado a mediados de junio, fue invadido por las tristezas y los anhelos, por ingenuos y apasionados reproches a la vida, por el destilado de una soledad que anegaba mi interior como el vacío inunda el universo. Fueron poco más de cuatro meses los que tardé en apurar aquel cuaderno, pero unas páginas antes de acabar, sobre el mes de septiembre, en la generosa amplitud que entonces tenían las semanas y los meses, apareció otra Soledad. La quise intensamente, pero ella no pudo quererme más que de paso, porque su corazón, que se hallaba encerrado en una cárcel de amor imposible, encerró al mío en otra cárcel, tan dulce y dolorosa como la suya. Reímos y quisimos creer que lo inevitable no era cierto, pero al final, garabateadas mis lágrimas en sus últimas páginas, un 17 de octubre de 1984, le regalé a Sole mi diario y nos despedimos para siempre. Ella lloró y lloró a mi lado, y mis lágrimas y las suyas desdibujaron para siempre las nítidas, rigurosas líneas de mi corazón, dejando esa tarde dentro de mi pecho la estampa al natural del amor desnudo, y la impresión acogedora del encuentro entre el azar y mis pobres sueños.
Sólo me resta desear que este cuaderno no termine aquí, que, a diferencia de la visión de Alfanhuí, el viento no amaine y que el libro más hermoso que jamás tuve siga enseñándome a vivir, a darte vida. Te querré siempre.
17-OCT-84
Y así ha sido hasta hoy mismo...
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