Me hallaba en un mundo destrozado, poblado por animales tan ridículos como fabulosos, a los que aquella gente clasificaba por su peligrosidad. Era un mundo delgado, de escondrijos breves y claustrofóbicos. El jefe de la horda que me había acogido me lo explicaba todo, y me llevó a aquella casa hundida en un mar de basuras. Estábamos dentro, no sé cómo había entrado, pero para salir sólo había un agujero trapezoidal y minúsculo en el suelo, y me dijo que pasara. Le contesté en silencio que ni siquiera me cabría la cabeza. A un gesto suyo, uno de los que nos acompañaban pasó con elegancia por el hueco. Luego me colocaron en posición, con la cabeza por delante, y comprobé que pasaba sin dificultad, pero esa angostura comenzó a aprisionarme el ánimo. Salimos al exterior por una puerta en una de las plantas superiores del edificio, una puerta que habría perdido la escalera que bajaba a la calle, tal vez una de esas escaleras metálicas de seguridad. Daba a un inestable y ajustado pasillo, trenzado con basuras, que corría suspendido en la pared. Todos comenzaron a caminar por él sin temor a la caída, pero al poner el primer pie en él resbalé. Pude sostenerme sin caer, pero tal vez se llegaron a mí todos esos sueños de cuando niño, ésos en los que me veía saliendo de mi casa por la ventana, agarrado a la fachada a una gran altura, una y otra vez deshecho por el vértigo. Abajo los desperdicios se amontonaban…
Poco después caía la noche sobre aquel mundo inasible. El crepúsculo era la hora de los animales, engendros variados que poblaban la noche de peligros. Era una constante huida de lo desconocido. Caminábamos con sigilo, mirando sin descanso a un lado y a otro, vigilando los árboles del parque porque de ellos podría saltar cualquier alimaña inimaginable. Habíamos llegado a una especie de escondrijo oscuro y húmedo, y descansamos, estábamos seguros. Para calmar mi terror alguien que me invitó a que entrase en un diminuto charco, excavado en la piedra e iluminado por un resplandor que mostraba el cieno del fondo. Aunque tampoco cabía en ese charco, no sentí extrañeza alguna, podía hacerlo de forma natural, aunque me sumergí con una sensación intensa de claustrofobia. Buceé un instante y descubrí en el fondo un mundo multicolor, criaturas increíbles que nadaban con placer meloso, cautivas en el exiguo charco. Flotando en el agua mi mente descansaba, pero ese mundo no me decía nada, nada…
Nuestra horda recorría ahora la ciudad llena de sombras, y de la penumbra del parque, saltando la verja, apareció un amenazante grupo de monstruos, liderado por uno alto y terrible. Nos acorralaron contra unos veladores metálicos que brillaban mojados y tristes. El animal más peligroso era una especie de jirafa enorme y pardusca, más bien una enorme avestruz sin alas y con rostro humano, que desde muy arriba me miraba amenazando con lanzar su cabeza contra mí en un golpe mortal. Agarré una de las mesas de aluminio y golpeé al animal en el pecho, lo golpeé con todas mis fuerzas, esperando que huyera por el dolor, pero su piel era dura y la mesa crujió contra ella como si golpease contra un suelo enmoquetado.
Tal vez me atacó, quizás perdí el sentido. No sé bien cómo volvimos a estar hacinados en una guarida sin luz, fría y húmeda. Me fijé en un pequeño charco circular, y el líder de la horda, con barba y pelo largo, me invitó de nuevo a descansar, a entrar en el charco; pero esta vez rehúso, me niego porque estoy harto de ese mundo estúpido de coloreados engendros, que flotan en el agua como verdades inútiles, y no quiero seguir distrayéndome con ellos, engañándome con sus movimientos suaves sin futuro. Siento náuseas y necesito romper estas estrecheces. Odio esta existencia precaria donde sólo sirve huir, huir sin descanso. Querría vomitar pero siento miedo, miedo a la muerte. Medio despierto, pienso que todos hablamos de la muerte con demasiada ligereza, y entonces rememoro los ojos abiertos de mi suegro pocos instantes antes de morir, el pavor de aquellos ojos, los ojos de un buen hombre…
Ya estoy despierto del todo, y me digo que seré un mal moribundo, y que tal vez hay situaciones donde el suicidio puede ayudarnos con las náuseas cuando éstas llegan para quedarse, con la asfixia que llenó mis últimas pesadillas. Necesito levantarme, salir a un espacio mayor que este dormitorio, rasgar el mundo que me rodea para que el aire limpio del firmamento entre en mis pulmones. Primero me pregunto, ya regresado de esos abismos, si existirá un lugar así, tan abierto. Luego me digo un número, el 304, y por una complicada asociación de ideas concluyo que quizás la inmensidad se me haya presentado algunas veces en forma de pequeños rincones aparentemente simples, en los que, sin embargo, se ocultaban profundidades universales y delicias tan inexplicables como estos sueños…
2 comentarios:
Aunque sea tu sueño ... ¡He sentido miedo!
Bueno, Angelines, al final uno despierta, y el miedo acaba siendo vida... Un beso.
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