jueves, 14 de octubre de 2010

¡Somos felices, qué carajo!

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Gracias a Dios (al menos en parte), la ignorancia se ha transformado en una forma de vida. Hoy derrama su líquido dorado por todas las capas sociales. Porque la ignorancia es profundamente democrática. El cálculo prestidigitador de ciertos prohombres nada ignorantes la ha promocionado, gente cuya carencia de escrúpulos es sólo compensada con una habilidad y una eficacia casi perfectas. Gente admirable, sin duda alguna.

El arte, por ejemplo, ha sufrido una severa reconversión (industrial), y es que el elitismo comenzaba a resultar inaceptable: la democracia presupone, al parecer, el acceso universal (fácil, confortable, placentero) a los productos culturales. Mientras el dinero fluya, el esfuerzo (activo) de mirar un cuadro puede ser sustituido sin problemas por el placer (pasivo) de contemplarlo. De hecho, tenemos todos los cuadros en Internet, algunos con una resolución que nos permite indagar en la pincelada microscópica, en el detalle invisible... Una gran mejora sobre el cuadro original, quién puede negarlo. Y por unos cuantos euros al mes tenemos a nuestra disposición la pinacoteca del mundo, millones de cuadros.

Y también la biblioteca de Alejandría. Es innegable que las erratas de los libros electrónicos piratas comienzan a ser tan populares que andan migrando a las ediciones impresas, pero no nos pongamos puntillosos: lo importante de un libro es la historia que cuenta, la satisfacción de nuestra sana curiosidad (de ahí el éxito de las noticias del corazón). Por su parte, los más exigentes disponen de escritores de gran locuacidad y extenso vocabulario, cuyo dominio de la técnica literaria les alcanza para tejer historias asombrosas sin perturbar la tranquilidad espiritual del lector, o esos otros escritorzuelos que saben tocar la fibra sensible del vecino con una mezcla calibrada de humor, violencia y sexo. Qué rancia suena aquella frase que Cioran incluyó en su Breviario de los vencidos:

Al igual que amas los libros que te hacen llorar, las sonatas que te han cortado el aliento, los perfumes que te insinúan renunciamientos, a las mujeres extraviadas entre el cuerpo y el alma, así sucede con los mares: te enamoras de aquellos cuyo oleaje induce a ahogarse en su seno.

La educación, esa rémora del pasado, languidece entre analfabetos e impotentes y confía su éxito imposible en las enseñanzas de la selva posmoderna. El mar ha sido domado, sumergido en otro mar de sombrillas, en esa incontestable y sana diversión que nos alivia del trabajo. La montaña ensancha nuestros pulmones, nos plantea retos guiados de fin de semana. La ciudad bulle de tiendas, los escaparates componen el teatro del mundo. Los jóvenes pasean admirándolos. Las calles, esos museos de la modernidad, nos invitan a la excelencia y a la originalidad. La añeja ternura da paso a su evolución: el contrato. Descansamos nuestra voluntad en el carnaval de las costumbres, esa nueva liturgia renovada diariamente por las voces autorizadas, las del mercado.

¡Qué lejos, qué anacrónico ese amor por saber, esa necesidad de indagar en las cosas, de explorar a los otros! Pero no nos engañemos: aquello no era en el fondo más que un fastidio. Observemos a las parejas: ¿acaso no tenemos bastante con la crianza de nuestros hijos? ¿No supone un gran avance social la identificación casi absoluta del amor con la fidelidad? Con ésta el amor se sostiene solo, sin necesidad de andar todo el tiempo pendiente de crear y recrear el cariño. Las parejas pasean los domingos ufanas, integradas, aseadas y elegantes, y cuando los agujeros afectivos persisten ante las costumbres y las fachadas, la solución es el cambio de pareja, la mejora de las apariencias. Sí, quizás sea una engañifa, pero si nuestros éxtasis crecen piel afuera, ¿por qué no vivir así, en la superficie? ¿Qué pretenden esos tipos que hablan de entrañas y de laberintos, de reinos soñados y extravíos? ¿Quién osa afirmar que las alturas de la vida están allí y no aquí?

La democracia nos hace a todos iguales en derechos y deberes, y hoy, por fin, la felicidad es un derecho natural. Y por encima de los destrozos, sobre la cochambre de nuestros corazones, somos felices, qué carajo...

4 comentarios:

Francesc Cornadó dijo...

Sí, hombre sí: corazones cochambrosos y felicidad, pan y cebolla.

Salud

Francesc Cornadó

Sir John More dijo...

...y circo, Francesc, y circo. Abrazos.

Sean dijo...

Fina ironía, qué carajo!!!

Sir John More dijo...

Y me alegro de escucharte,Sean, ¡qué carajo! Veremos a ver si con tanto carajo para arriba y tanto carajo para abajo no vamos a meter la pata... :-)

Abrazos.