jueves, 21 de enero de 2010

Amargor

Hay poetas a quienes pedimos que nos ayuden a decaer, que fomenten nuestros sarcasmos, que agraven nuestros vicios o nuestros estupores. Son irresistibles, maravillosamente debilitadores... Hay otros más difíciles de abordar porque contradicen nuestras amarguras y nuestras obsesiones. Mediadores en el conflicto que nos opone al mundo, nos invitan a la aceptación, al esfuerzo sobre uno mismo. Cuando estamos hartos de nosotros mismos y aún más de nuestros gritos, cuando esa manía de protestar y reivindicar, eminentemente moderna, llega a adquirir en nosotros la gravedad del pecado, ¡qué consuelo encontrar un espíritu que jamás sucumbe a ella, que retrocede ante la vulgaridad de la rebeldía como un hombre de la antigüedad, de la antigüedad heroica y de la antigüedad crepuscular, semejante a un Píndaro y también al Marco Aurelio que exclama: «Todo lo que me traen las horas es para mí un fruto sabroso, oh Naturaleza» (E.M. Cioran, Ejercicios de admiración - Saint-John Perse o el vértigo de la plenitud).

No sé por qué extrañas revueltas vino a ser la primera palabra que aprendí en rumano, aunque sí imagino por qué es una de las pocas que no se me han olvidado. Porque mi profesora no era una rumana adusta, melancólica y penetrante, sino una mujer joven, rubia, alegre... Además, luego el curso discurrió por los caminos acostumbrados, con frases del estilo me gustan mucho las berenjenas o el padre de mi abuelo tenía una camisa blanca. Mi profesora dijo la palabra con ese acento dulce y taciturno que posee la lengua rumana: amărăciune, amargura...

Aunque más que de la amargura, de lo que pretendo hablar aquí es del amargor, que puede ser sinónimo de amargura pero también, y sobre todo, la cualidad que posee cualquier cosa de gusto o sabor amargo. Y es que el otro día, reincidente como pocos, oía Radio 5 y un espabilado presentaba a un tal Gino Vannelli como uno de los mejores cantautores de la historia, mejorando incluso, y esto también era cosecha del avispado locutor, al mismísimo Leonard Cohen.

A mí, por dejar claras algunas cuestiones desde el principio, el señor Cohen, aparte de un remilgado de cojones que va por ahí pidiendo camerinos de lujo y aderezos de chiflado como condición sine qua non para dar sus conciertos, me ha parecido siempre un impenitente petardo. Recuerdo que en aquellas primeras clases de inglés su Partisano era lugar común de todos los revolucionarios, y texto de traducción obligada. Y verán, como he apuntado ya en varios sitios de este cuaderno, tal vez las letras de algunos artistas sean el súmmum de lo poético, pero si su música es simple y aburrida como el espacio vacío, entonces que se dediquen a la literatura, y que no vayan por ahí durmiendo a las ostras con sus cuatro acordes mohosos. Para aquellos enamorados de los cantautores que se sientan de soslayo ofendidos, déjenme recordar el caso paradigmático de Bob Dylan: coincidiendo con su conversión religiosa comenzó a patinar escandalosamente con discos que, manteniendo tal vez la calidad de sus letras, se revolcaban en el papanatismo musical más insustancial, hasta el punto de que pasarán a la historia como los discos insoportables de uno de los más poderosos compositores de todos los tiempos.

Poco después de escuchar la gansada pop del cargante Vannelli, y de camino a un pueblo de la sierra norte de Sevilla, mientras cruzaba una vega del Guadalquivir esplendente de verdor y humedad, iba escuchando yo un disquito que había conseguido mucho tiempo atrás, pero que sólo en ese rato pude escuchar con tranquilidad. Era de un grupo americano llamado Cairo, en concreto su primer disco, publicado en 1995. El trabajo es una modesta pero divertida imitación de los sonidos de Emerson, Lake & Palmer, aunque introduce algunos pasajes más propios de Genesis o Yes. Y dejándome envolver por sus sonidos, pensaba en que aquellos muchachos, con sus imitaciones, andaban a años luz de la ñoñería del tal Vannelli o del duermefarolas Cohen. Pensándolo bien, era como comparar a Haendel con Juan Carlos Calderón o con el inefable Luis Cobos. Y eso que los amigos de Cairo, en el rock, no habían llegado ni en sueños a donde Haendel llegó en la música clásica. Porque hay otro escalón desde el que Vannelli o Cohen no se ven más que como innecesarias y silenciosas motas de polvo, un escalón donde andan los grandes compositores, la gente que elabora su música y no se contenta con ponerle un insípido acompañamiento sonoro a sus poemas más sentidos.

Pero yo quería hablar del amargor. Hace años que vengo notando en mis días cómo el placer previsible de lo dulce va dando paso al fascinante misterio de lo amargo. Me pasa con las bebidas y las comidas, donde uno descubre que el caramelo no posee ni de lejos la fuerza expresiva de esos otros sabores más complejos y ásperos, más difíciles, menos accesibles. Y me pasa con cualquier manifestación artística y personal, donde lo simple (que no lo sencillo) aburre y empalaga, y lo complicado, lo adusto, lo intratable suele venir preñado de descubrimientos, de aventuras, de sobresaltos que remueven nuestras entrañas.

Y al final el amargor y la amargura se toman de la mano, porque toda indagación nos conduce a la tristeza, todo conocimiento a esa hambre propia del desvalido; y cualquier mirada nos lleva a lo que realmente somos, al extravío eterno en el que nos guste o no vagamos. El amargor y la amargura nos posan con suavidad en el principio de todo, en el pretil del asombro, en la puerta de entrada a nosotros mismos.

6 comentarios:

Beauty Case dijo...

...y así la vida se convierte en algo "nero", "amaro" e "ristretto" como dicen que debe ser el buen café italiano.
Baci.

Sir John More dijo...

Bueno, querida señorita Case, algunos, no muchos, pensamos que la vida no se convierte en, sino que es nera, amara e ristretta. Y sobre ese fondo, muchos detalles comienzan a brillar con fuerza y beauty...

Sean dijo...

Precioso lo que dices sobre el amargor y la amargura, lo comparto. Espléndido Cioran, como siempre.
En cuanto a la música, en casi absoluto acuerdo. Respecto de los dos canadienses, opino también que uno nació musicalmente más seco que una mojama; creo que nunca pude terminarle de escuchar ni una sola pieza salvo, tal vez, el Hallelujah;, y el otro peluca, al que le sobra voz y al que le he oido alguna pieza de cierto mérito cuando hacía un cierto tipo de jazz vocal (nada que ver con Bobby, Ella, Carmen, Nina, Billie, Sarah...) ya ves cómo y con quién se gana la vida. Penita del caso Dylan, en decadencia desde aquel entones, salvo algunas cositas hechas ultimamente que no dejan de ser refritos de su talentoso pasado. Hasta Picasso se secó, y pronto. Es de lamentar que ello ocurra tan a menudo. Tendrán derecho a hacerlo y nosotros también a protestar.
Dulces, los abrazos.

Sir John More dijo...

Sí, Sean, supongo que Dylan se ganó el derecho incluso de desplomarse musicalmente. Imagino en determinado momento debe tener cierto atractivo eso de defraudar a tanta gente... Un abrazo.

Sandro dijo...

No podria estar mas de acuerdo, Sir...

http://www.youtube.com/watch?v=1ymBaAsSqDE

(Sean tiene una certera punteria...)

Sir John More dijo...

Bendito Tom...