Existen individuos que disfrutan discutiendo. Estos curiosos seres, conocidos vulgarmente como cabezotas, tardan bastante en callarse. Son engendros que no se conforman con el desahogo de las palabras, y yendo más allá tratan de destriparlas y acercarse al corazón de lo que nos rodea. Para ellos una conversación es un juego, pero recordemos que todo juego tienen sus reglas, y si algo hay serio y debe ser respetado en este mundo son las reglas de un juego. En cuanto estas reglas son transgredidas de modo impune el juego, y en cierto modo la confianza en la civilización, se derrumban. Se pueden discutir las bondades de un juego, pero si se empieza a jugar, uno debe respetar sus reglas.
Nadie puede negar que, como otras muchas acciones del ser humano, la conversación es un juego, por lo que si no respetamos sus reglas ¿para qué andar conversando? El que un interlocutor convenza a otro no es esencial; en las conversaciones resulta interesante el aprendizaje, pero el afán de convencer no es precisamente lo que mueve a estos extraños seres, más preocupados si acaso por respetar las reglas del juego y llevarlas a sus últimas consecuencias, descubriendo los mundos que yacen ahí, tras las revueltas del diálogo.
El juego de la conversación, como cualquier otro que se precie, posee una fuerte componente lógico-matemática. De hecho, cualquiera puede crear un juego con sólo establecer unos axiomas y unas reglas, y luego tratar de sacar conclusiones sin violarlos. Por supuesto, puede salirnos un juego aburrido. Por ejemplo, hay un juego, en sí aburridísimo, y muy conocido entre los miembros de una pequeña colonia española residente en la zona norte de las Islas Galápagos, llamado el Lambo, cuyas reglas son las siguientes:
1. El objetivo es formar el mayor número de palabras legibles y legales.
2. Sólo disponemos de cinco letras: L, A, M, B y O.
3. La A nunca puede ir inmediatamente delante de la O.
4. La O nunca puede ir exactamente dos puestos por detrás de la B.
5. No puede haber una palabra que tenga letras repetidas.
6. La M y la B no pueden estar en la misma palabra.
Con estas reglas se pueden formar términos como mola, loma, bola, boa, loba… Hay gente que, con indudable buena intención y en extremo decente, echan de menos en el juego palabras como alma, gente a la que le sobran palabras como mal o malo. No obstante, en este juego no hay alma, y el término mal es absolutamente correcto. Si alguien no quiere jugar al juego puede abstenerse, y nadie en la colonia lo recrimina. De hecho, entre los cientos de españoles que allí viven se pueden contar con los dedos de una mano los que pierden el tiempo jugando a esta tontería, pero eso sí, cualquiera en la isla mostraría una seriedad tremenda si alguna vez decidiese jugar al Lambo.
De la historia de este juego podemos extraer algunas enseñanzas sobre la conversación y su sentido. El Lambo no es la vida, y la confusión de estas dos instancias podría provocar situaciones desagradables entre los hispano-galapagueños. No pocas veces algún jugador, tal vez nublado su entendimiento por alguna reunión de trabajo larga y pesada, o por la noche y el humo de un bar, o incluso por creencias excesivamente arraigadas en lugares inaccesibles del paleocórtex, ha caído en la tentación de reclamar libertad para componer palabras ilegales en el juego del Lambo. Hemos de reconocer que esa libertad solicitada destrozaría el juego, y lo haría expandiendo sus pedazos por el universo y haciendo imposible cualquier conclusión, cualquier acuerdo, e incluso cualquier discrepancia. Todo es posible, no hay reglas en bien de la libertad, por lo que nada es verdad ni mentira, no hay arriba ni abajo. Quizá esto valga para la vida, y son precisamente aquellos que toman esta afirmación nihilista como premisa básica de su existencia los más respetuosos a la hora de jugar a cualquier juego, incluido el Lambo y la propia conversación. Los que piden libertad en un juego tan limitado e idiota como es el Lambo no suelen aspirar a mucho, tal vez a conseguir algunas reglas adicionales que les permitan construir palabras como alma, pero su afán pseudo-libertario tampoco va más allá de estropear el juego, y se asustan de las verdaderas consecuencias de no tener verdad ni mentira donde enganchar sus arneses y disipar sus vértigos.
No creo que el lector tenga reparos a lo que hasta aquí se ha dicho. Conversar es una acción regida por una serie de normas mínimas que son las que, precisamente, nos permiten llamar conversación a la conversación. No obstante, a nadie escapará que existe un problema previo y crucial en este asunto. Algunos lectores, amigos de no respetar escrupulosamente las reglas básicas de la conversación, y sintiéndose aludidos e incluso atacados por este escrito, tendrán desde hace rato preparado el contraataque mortal: ¿quién pone las reglas? El cabezota de turno es el que pone las reglas, ¿verdad? En este punto habríamos de zambullirnos en las teorías de la comunicación, aunque ello haría que nos pusiésemos en extremo tediosos e intragables. Por tanto, trataremos de indagar con brevedad y tono ameno en un aspecto que nos parece fundamental en todo este embrollo: la diferencia entre la forma y el contenido de una conversación.
La comunicación, inserta en un mundo complejo, es algo a la vez complejo y no exacto. No obstante, su falta de exactitud y su complejidad no impiden que el ser humano, cuando ejerce como tal, trate de buscar la exactitud que aclare su mundo. La inexactitud aludida, que parecería ser un atributo sólo de las humanidades, se puede aplicar incluso a materias pretendidamente exactas como las propias matemáticas. Hace mucho que Gödel demostró que cualquier sistema formal (conjunto de premisas y reglas) que fuese lo suficientemente potente tendría algún fallo, es decir, que alguna afirmación falsa podría demostrarse como verdadera y que alguna afirmación verdadera se podría demostrar como falsa. Esto sólo pasa con juegos relativamente complejos, incluyendo la matemática euclidiana, que para entendernos es la matemática de toda la vida (2+2=4). No por ello dejan los matemáticos de afanarse en buscar conclusiones a juegos que inventan, juegos que luego sirven para construir casas, enviar cohetes a la luna, o planchar electrónicamente las arrugas a las modelos. Todo esto, aplicado a la conversación, nos dice que no podemos ser exactos, que no podemos pontificar, pero que sí podemos tratar de llegar a verdades aceptables y tal vez útiles.
Pero hasta ahora hemos hablado de la forma de la conversación, del modo en que conversamos, pero no del contenido. En esta forma de conversar, en las reglas de la conversación, podríamos distinguir dos figuras: la aseveración y la creencia. Uno puede asegurar algo basándose en ciertas razones, pero también puede expresar su creencia en la existencia de algo sin necesidad de dar ni una sola razón. Ambas son aceptadas en el juego de la conversación y ambas son respetables, pero las diferencia un aspecto fundamental: uno no puede aseverar basándose en una creencia. La conclusión que proviene de una creencia no puede ser más que otra creencia. Por extensión, una creencia siempre está abierta completamente a la discusión, a la oposición de una creencia contraria, tan respetable como la otra, mientras que una aseveración sostenida por razones convenidas como verdaderas, no admite demasiada discusión, se convierte en un ladrillo más en la construcción del conocimiento. Por ejemplo:
1. Creo en el monstruo de debajo de la cama.
2. Así pues, todos, sin duda, debemos tener cuidado cuando, al acostarnos, dejamos caer una mano por el borde de la cama.
Para aseverar hay que dar razones y usarlas lógicamente. Ahora las formas también son importantes, porque si los dos que conversan validan una razón, y de ella se deriva lógicamente una conclusión, la misma pasa a ser de inmediato una aseveración, que puede usarse como base para una nueva conclusión. Este esquema hace posible la comunicación entre los seres humanos. Pero esto no quiere decir que uno no deba tener en cuenta las creencias ni que deban ser desechadas por el simple hecho de serlo, sino que uno no puede pretender universalizar una conclusión basándose en creencias o suposiciones.
Hace mucho tiempo, en cierta conversación ligeramente absurda que tuve ocasión de escuchar, cierta persona afirmaba que la música es una pura cuestión de gustos, aseveración que, de ser aceptada, nos podría servir de base para afirmar seguidamente que tan artística y meritoria es la música de Georgie Dann como la de Vivaldi. El otro miembro de la conversación preguntó lo siguiente: ¿quién es mejor (quién tiene más arte, más mérito, más creatividad, más conocimiento técnico musical, más expresión, más contenido en sus composiciones…), Julio Iglesias o Beethoven? El primer individuo, que en este caso era una señorita por lo demás encantadora, contestó sin dudar que Beethoven, por supuesto. La afirmación de esta señorita, aceptada por la otra parte, se convierte de inmediato, y obviamente a efectos de esa (y no otra) conversación, en palabra divina, en aseveración, en razón. Nada que se pudiera deducir exclusivamente de esa aseveración puede ser negado, a no ser que se demuestre que intervienen otras razones no consensuadas o que uno se acoja a sagrado y enfrente su fe a la razón. El segundo contertulio continuó así: puesto que hay diferencias (y tal vez extremas) entre estos dos señores, ello implica obligatoriamente que existe una escala donde hay músicos peores y mejores, y que para que exista una escala tal, deben existir parámetros para medir, aunque sea de forma apoximada y nada milimétrica, las bondades del músico en cuestión. Esto significa que la pretendida aseveración de que la música es una cuestión de gustos no tiene sentido y es falsa, y que sólo puede existir como creencia interesada de aquellos que, con todo el derecho del mundo, no quieren ir más allá de los gustos que las distribuidoras musicales crean en nosotros a través de la repetición interminable de determinadas obras ligeras. Que ahora nos pongamos a discutir si Beethoven es mejor o peor que Vivaldi, o si Don Luis está a la altura de Alejandro Sanz es cuestión de decidir qué factores pueden estudiarse en cada uno, incluidos los factores emocionales y sensitivos, y de valorar cuáles son las virtudes de cada uno de esos señores en cada uno de esos factores. Pero sean unos mejores o peores que los otros, lo que queda claro es que la música no es una cuestión de gustos.
Posteriormente, la señorita en cuestión volvió a negar la premisa que ya estaba decidida, lo que, dado su buen juicio, que lo tenía, la obligó a negar también su anterior aseveración de que Beethoven era mejor que Julio Iglesias. Y ahí está el peligro de la conversación sin reglas, los riesgos del reventón que pueden sufrir juegos como el Lambo y también la conversación: cuando no se respetan las reglas, cuando lucho por que se me acepte una creencia aduciendo los gustos de la mayoría, cuando acepto una razón sólo si no me lleva a una conclusión que va contra mis creencias, o cuando me hago el sueco y asevero justo lo contrario de lo que aseveré dos minutos antes, todo en pro de mis creencias, el juego no sirve para nada. El último episodio de estas conversaciones suele consistir siempre en una simple descalificación del adversario con el apelativo de cabezota.
Una conversación debería estar regida por la lógica, se traten en ella creencias o certezas físicas, y la violación de sus reglas produce dolores de cabeza y pensamientos pesimistas ante la posibilidad de comunicación. Porque otro proceder clásico del conversador descuidado es la desviación interesada del hilo argumental, fácil treta mientras se bucea en los contenidos. Cuando el pobre cabezota de nuestro ejemplo trataba a veces de establecer un pequeño paso en su hilo argumental (en su esquema de razonamiento), se le interrumpía dándole, por un lado, la razón parcial, y por otro arguyendo cuestiones más generales que, sin estar demostradas, le quitaban la razón final. Simplificando, el suceso tenía la forma siguiente:
Esto tampoco significa que el cabezota deba monopolizar la conversación, porque para que una conversación sea disfrutada debe ser ágil. En el establecimiento de las razones previas a la conclusión se produce una discusión fructífera pero que no debe nunca apartar del tema del que se habla antes de llegar a la conclusión. Se supone que en el esquema anterior ambos contertulios están de acuerdo en hablar sobre si Z es blanco o negro. Normalmente la interrupción se suele dar cuando uno de los participantes se ve venir una conclusión contraria a sus creencias o intereses.
A toda esta teoría hay que hacer tres puntualizaciones finales:
Primera puntualización.- Los seres que estiman la razón y la lógica como medios adecuados para crecer en humanidad, y entre ellos nuestros cabezotas, no tienen por qué convertirse en seres fríos, calculadores e insensibles. De hecho, el análisis de lo artístico no deja de ser una rica fuente de sentimientos, un añadido apasionante y fructífero a ese deseo de vivir que anima al hombre como animal que es. Saber mirar un cuadro no consiste en mirarlo fríamente; saber mirar un cuadro es, además de atesorar cultura e historia, disfrutar de muchos más aspectos de la obra de un compañero de viaje. La sensibilidad no es patrimonio de la ignorancia, aunque la ignorancia (todos la padecemos en una u otra cuestión) no tenga por qué ser perseguida ni erradicada por decreto. Pero cuando ignoro algo debo reconocerlo sin ningún problema ni prejuicio, y banalizar una materia porque uno no la entiende es un ejercicio tonto, vanidoso e inútil.
Segunda puntualización.- A pesar de lo dicho hasta ahora, habría que repasar la historia de la humanidad para comprender que el hombre, por estar dotado de conciencia, y en el mismo proceso de adquisición de este bien (o mal, según se mire), ha demostrado siempre un impulso innato por comprender, por dejar de flotar en la inseguridad de la creencia y explicarse la vida. No cabe duda de que las creencias pueden llegar a ser útiles: ¿qué decir de ese gran Padre que nos defiende del mal, y es útil al menos mientras nada malo nos pasa, aunque un día, en cuanto nos pase algo realmente malo, desaparezca y nos deje solos? La creencia siempre está allí donde empieza nuestra ignorancia, y, siendo ésta como es un derecho de todo mortal, hay gente que elige la creencia porque no le interesa ir más allá de cierto punto razonado. Yo sé poco de pintura, más bien nada, y diariamente estoy eligiendo por omisión mi ignorancia en pintura. Hay veces que la creencia es tan fuerte que se erige en razón suficiente para mantener la ignorancia. Pocos cristianos, por ejemplo, admiten discutir, razonar sobre los motivos que tienen para tragarse sin pestañear las homilías en misa, charlitas insustanciales y tontorronas que un señor, muy serio, suelta pontificando en nombre nada menos que de un dios.
Que la ignorancia exista es algo lógico en estos tiempos, una vez dejado tan atrás el Renacimiento, época en la que aún era posible que alguien pudiera saber de todo, porque tampoco había tanto que saber sobre nada. Aunque todo este texto aboga por conferir a la razón una situación de predominancia frente a la creencia, muchas de nuestras normas cívicas han de estar basadas en creencias si no queremos acabar mal. De hecho, incluso en la ciencia, todos los días tenemos que hacer como si la relatividad no existiese, como si sólo existiesen tres dimensiones, como si el universo fuese sólo ese cielo precioso de allá arriba. Y tenemos que creer en las normas de tráfico, y en que mañana vamos a amanecer, y en que el dolor de los demás no nos es ajeno…
Tercera puntualización.- Hemos hablado en este artículo siempre sobre la conversación, pero rara vez sobre su utilidad más allá de echar un rato con un amigo tratando de evitar el dolor de cabeza. En una conversación se puede aprender, y tal vez sea uno de sus principales cometidos. Pero incluso aunque yo respete las reglas de la conversación y siga el camino de mi contertulio, en el que me demuestra que Z no es negro, sino blanco, yo me reservaré siempre la capacidad de utilizar esa conclusión como mejor me convenga, incluso de no tenerla para nada en cuenta a la hora de vivir. Lo que sería, aparte de respetable, poco inteligente es negar nuestras evidencias o nuestras conclusiones. Podemos no darles utilidad, pero no podemos negarlas. Si Einstein me demuestra que el universo tiene cuatro dimensiones, una de las cuales soy incapaz de imaginar, no tengo por qué comenzar a andar en círculos y a buscar la cuarta dimensión de mi casa, pero lo que no podré tampoco hacer es negarle a Einstein sus razones.
Llegados a este punto, conviene pensar en todas esas ocasiones en que la verdad, o lo que más se parece a ella, nos da miedo, porque nos impulsa a vivir con aún más conciencia de nosotros mismos, menos como el perrito feliz que mueve la colita y se deja patear por el amo, y más como el dios que hemos estado inventando desde que aparecimos sobre este planeta. En esas ocasiones no cabe calificar de práctica nuestra decisión de declarar inútil la verdad, sino de retrógrada y cobarde. Pero ahí entramos en la vida de cada uno, y cada uno es bien libre de conversar o no, de ajustarse a esas mínimas reglas que nos permiten entendernos y explicarnos, o de convertirse en cabezotas que llaman cabezotas a esos pobres seres que sólo tratan de compartir sus ideas y de recibir las de los demás, todo en el marco de una comunicación imposible.
4 comentarios:
Es peor que el santillana de vacaciones.
¡¡¡ Qué horror !!!
Bueno, también exageras, mujer. A mí me gusta el ladrillo. Es un texto que escribí hará unos diez o doce años, y que he retocado un poco. ¿Hace una partidita de Lambo?
Todo tipo de creencias y valores que nos "guían" se aparecen a cada paso como anclas que nos aseguran sicológicamente, timones que estabilizan el rumbo. Lo "normal" es que lo que nos revele la ciencia, el conocimiento racional, se tenga que ajustar a ellos con calzador en el mejor de los casos, lo más frecuente y cómodo es ignorarlos al percibirlos como un peligro. La resistencia al cambio, la inercia de la ley del mínimo esfuerzo, todo está relacionado. La inseguridad sicológica parece ser peor que la jurídica en la historia de esta especie cabezota, fanática, fatalista en el fondo. Creo que la Ética, entendida como la inteligencia al servicio del comportamiento humano, es la Ciencia más elevada, más útil y a la vez más difícil.
Preciosas fotos las nuevas, gracias por ponerlas.
Un abrazo y hasta la vuelta...
Efectivamente, la indagación ética es opuesta a la creencia religiosa: dinámica y creación frente a estática y conservación. Todas nuestras religiones, las grandes y esas muchas pequeñas creencias personales, que también son parte de la religión, tratan de oponerse al diálogo porque éste las enfrenta directamente con la curiosidad humana. Sólo soy capaz de ver la religión como algo sano si se me presenta como un juego, por supuesto como un juego con reglas humanas, no sagradas y eternas.
Un abrazo.
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