¿Saben ustedes que entre 2009 y 2013 se publicaron más de cien mil novedades literarias en este bendito país? ¿Y que sólo en el año pasado tuvimos la discutible suerte de contar con más de diecisiete mil obras nuevas, es decir, más de 48 diarias? Y esto sin contar con el chorreo de libros particulares que eligen no pasar por la Agencia del ISBN, la mayor parte de los cuales salen de la pluma de narradores y poetas aficionados.
Por fortuna para mi delicada salud mental no he leído todas las novedades, claro, pero apostaría a que en este movidito mar de literatura se pueden encontrar buenos libros, e incluso alguna que otra obra maestra. Es una cuestión de probabilidad: sería bien extraño que entre más de cien mil obras ninguna hubiera alcanzado la dignidad suficiente para ser considerada un buen libro. Nadie negará, sin embargo, que entre tanto éxito editado a bombo y platillo, la obra decente puede perderse como un diamante en el Atlántico.
Todos sabemos que el número de aficionados a la creación literaria ha aumentado en los últimos años de un modo pasmoso. Esto ha sucedido, entre otras razones, porque las redes sociales en general, y el mundo de los blogs en particular, nos han llevado a muchos lectores a imaginar nuestro nombre en los escaparates de las grandes librerías. No seré yo el que desapruebe tales ilusiones, porque en muchos casos surgen de un íntimo deseo de comunicación, del interés por transmitir ideas y experiencias, algo sin duda muy digno y humano.
El problema surge cuando nos dedicamos a hacer algo poco frecuente en nuestros días, cuando nos fijamos en la calidad de lo publicado. De hecho, creo que otra razón de peso para el arrojo artístico de tanto nuevo escritor es precisamente la constatación de que lo que se escribe no está muy alejado en calidad de aquello que los grandes publican. La mediocridad general de la literatura de hoy fomenta la osadía de muchos que, maletillas en una plaza de mala muerte, se lanzan al ruedo a perpetrar obras cargadas de anacolutos, faltas de ortografía y dislates gramaticales. Esto no sólo vale para los propios escritores, sino también para muchas editoriales, que parecen haber entendido que en el gran mercado editorial para nada sirve un editor y para mucho un buen comercial.
Ya he comentado varias veces en este cuaderno mío la sensación de que todo proviene de un antiguo plan perfectamente orquestado. La extensión del gusto literario no se aborda en las escuelas, porque nadie enseña a leer obligando a leer libros, sino fomentando el amor por la sabiduría y la belleza. Y esto raramente se ha hecho en las aulas de este país. Mucha, muchísima gente se aficiona a leer porque viste leer, porque leyendo los últimos éxitos uno está a la última y porque, qué cojones, entretiene una barbaridad, sobre todo en momentos en que no se tiene una televisión a mano. Lo de la calidad de los libros es cuestión de técnicos y picajosos.
¿Es mala esta desatada proliferación de novelistas y poetas? Quién sabe… Sí y no. A mí me marea, la verdad, me marea mucho. Aunque lo que me pone peor es ver cómo, en el país de los ciegos, los tuertos se vanaglorian de su extraordinaria vista, vendiendo miles de libros con historietas prescindibles cuyo único valor reside en no haber cometido ningún atropello imperdonable con la lengua. No hace falta apelar a las obras universales, basta con hojear los libros de cualquier escritor aceptable de hace treinta, cuarenta o ciento cuarenta años para lamentar muchos de los éxitos actuales. Se llega al extremo de que sus autores, en algunos pintorescos casos, son propuestos para el premio Nobel, un premio que, por cierto, como los Oscar, ya va siendo hora de relegar a los grises laberintos del show business.
Sí, la literatura, en la estela del resto de las artes, se va convirtiendo poco a poco en un negocio puro y duro, y en él un grupo de espabilados vende su jamón de cerdo blanco con sello de pata negra. Otro ejército de ilusionados diletantes, convencidos los más de que para escribir un libro sólo se requiere paciencia y tesón, publican en pequeñas y poco exigentes editoriales o autoeditan sus libros. Por supuesto que puede haber joyas en ese mar, pero además de ser raras acabarán por lo común disueltas en la mediocridad general.
Los libros se convierten en simples objetos de papel y tinta cuando están elaborados sin técnica, y la técnica medio se puede enseñar. Tampoco valen gran cosa cuando carecen de genio, de grandeza, de pasión, y esto, perdónenme, aunque se aprende, no se enseña.
2 comentarios:
Gran entrada, Juanma. No he podido evitar conmoverme al evocar la imagen de los libros de Jiménez Silva rodeados de mediocridad en las estanterías. Tesoros ocultos casi imposible de encontrar.
Pues no creas, el otro día le estuve hablando a la editora de Turner del amigo y de su valor indescriptible en el panorama de la literatura insólita mundial. En el momento que yo le mande unos cuantos refranes y algunos textos inmortales (hoy fallecidos) del eximio escritor, tenemos una colección dedicada. Le cité a esta mujer aquel refrán inmortal de "No amarás a la mujer del prójimo como a ti mismo" y casi le da un síncope...
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