En octubre de 1990, en nuestra luna de miel, estuvimos a punto de viajar a Yugoslavia. Ya tenía muy avanzado mi proyecto de pasear en Dubrovnik por unas calles que, un año después, serían bombardeadas sin piedad. Hubiera sido toda una experiencia, triste y vital a la vez…
Pero no visitamos Yugoslavia porque fui atraído por los recuerdos de una adolescencia musical, por un paso de cebra y cuatro jovenzuelos cruzando la eternidad. Para mí Londres, Inglaterra entera, era sólo el territorio que crió a los Beatles. Como la mayoría del personal, confundía el Reino Unido con Inglaterra, donde nada, ni Shakespeare, ni el Rey Arturo ni el mismísimo Imperio Británico alcanzaban el brillo del cuarteto de Liverpool. De hecho, si sólo pasamos cuatro días en Londres y cruzamos la isla entera para encajarnos en Escocia fue únicamente por dos razones, una estúpida y otra ingenua…
La razón estúpida fue que planifiqué el viaje con un pequeño mapa de carreteras, publicado por Plaza & Janés, en el que estos meticulosos editores, a los que desde entonces he intentado no comprar ningún libro, confundían las millas con los kilómetros. Así, entre Londres y Campbeltown no había 538 kilómetros, sino 861. Pero este simpático detalle lo descubrí un poco tarde, ya rebasado Liverpool.
La razón ingenua fue que, según informaciones imprecisas, el bueno de Paul McCartney poseía, además de sus lujosas residencias al sur de la isla, una granja en Escocia. Allí montó un estudio de grabación y gestó sus primeros discos tras la separación de los Beatles. Desde esa granja me llegaron muchas imágenes, y en concreto la cancioncita emocionante de Mull of Kintyre, que ensalzaba precisamente la zona.
Como se puede comprobar en cualquier mapa, la península de Kintyre presenta la forma exacta de un pene, y más exacta gracias a la isla de Arran, que posa testicular a su lado. En el extremo de la península se alza el Mull of Kintyre, un imponente promontorio que nos enseña veintitantos kilómetros de agua y viento, y al fondo una misteriosa y añorable Irlanda. En todos los caminos hacia Escocia la península cae a trasmano, porque hay que desviarse al oeste del camino a las Highlands, recorriendo más de 150 kilómetros, para al final tener que deshacerlos y recuperar el camino principal que nos lleva a Loch Ness. Pero en algún rincón de la zona se escondía la granja de McCartney, así que quién dijo miedo.
Al llegar a Campbeltown, la discreta capital de la península, nos recibió un pescador de libro, con su rostro quemado por el sol y la sal, con sus botas de agua y su viejo gorro de lana. El hombre, cuando le pregunté por donde quedaba Peninver (yo pronuncié /pé:ninver/), me demostró que mi inglés era sólo de andar por casa: juro que no le entendí ni un mal artículo. Afortunadamente apuntó con su brazo en una dirección que no admitía duda. Además, el pueblito, que luego sólo era un conjunto de granjas dispersas al borde del mar, se pronunciaba /pení:va/.
Mrs. Semple, la dueña de Ballochgair Farm, fue acogedora y maternal desde que llegamos. Cuando la volví a ver 19 años después, comprobé que era bajita, pero yo la recordaba enorme, fuerte, poderosa, decidida, así como mi amiga Emilia. Para la temprana cena, nos preparó un cordero con verduras (con un bicho recién sacrificado por su marido, y con unas viandas recién recolectadas en sus campos) que jamás podrá borrarse de mi paladar. Mientras cenábamos, nos contó con su verbo encendido cuántas veces había visto al Beatle darse un baño en el mar, justo enfrente de la granja, con su mujer y sus hijos pequeños. Aún recuerdo mi estremecimiento al contemplar por la ventana el lugar donde Paul McCartney había remojado sus santos genitales, pero algo inesperado, sin demasiada relación con los Beatles, estaba ocurriendo…
Hay ocasiones en que un lugar te atrapa como si te hubiese estado aguardando durante años, consciente de que reconocerás su olor, su temperatura, su aire o su perfil como algo tuyo. Cuando volvimos de visitar el Mull, cuando relaté con mi pobre inglés a Mrs. Semple los asombros de nuestra excursión, yo estaba ya poseído por Escocia, o por mejor decir, había descubierto que aquellas tierras andaban en mi alma desde quién sabe cuándo. Tal vez las construí con la melancolía de mi adolescencia, con las canciones que resonaban especialmente en mi soledad, con los deseos que, como aquellos vientos, se levantaban en mi interior furiosos, para morir mansos acariciando mis ingenuas derrotas. Tal vez aquellas tierras eran el alimento perfecto de todas mis hambres, la expresión cabal de mi idea de libertad. Era la primera vez que la tierra poseía ese mismo carácter abierto e infinito que tiene el mar, y por eso las orillas no eran en esta ocasión el límite del mundo seguro, sino sólo la continuación de la vida desnuda.
Pero nunca dejamos de ser niños, y por eso, aun atrapado por Escocia, el último día de estancia en la granja pregunté a Mrs. Semple si sabía dónde quedaba la granja del beatle. Ella me dio señas precisas y la buscamos. Hice algunas fotos a granjas laboriosas, donde el ganado y el estiércol mandaban, aun convencido que no eran la que buscaba, y en cierto momento nos creímos perdidos y regresamos rendidos a la granja. Al día siguiente, con indicaciones aún más precisas, pero abandonando ya Kintyre rumbo al norte, se nos hizo demasiado tarde para reanudar la búsqueda. Llovía…
Un año después, seguido por unos amigos que bromeaban con mi ocurrencia, pero que no dudaron en tomar fotos de todas las granjas del camino hasta que se hartaron y se dieron la vuelta, di con la bendita granja de tejados rojos. Escocia ya era mi paraíso, pero los Beatles no dejaban de ser los Beatles…
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