Desde ayer hay una palabra que da vueltas y vueltas en mi cabeza: hipocresía. Sí, empezó con el accidente de tren en Santiago, pero desde entonces casi cualquier noticia parece ser una prueba más de su abundancia.
Cuando ocurre una catástrofe como ésta nunca pienso sólo en las víctimas y en sus familias. Incluso en algunos casos de masacres terroristas, no puedo evitar pensar en los asesinos. Aún más cuando los responsables son muy jóvenes, o lo son por simple imprudencia, o incluso víctimas ellos mismos de las circunstancias. Me ocurrió incluso en esa terrible historia de Marta del Castillo, tan cercana que casi podíamos oír desde casa los lamentos de esos pobres padres. Aún hoy pienso en Miguel Carcaño, cuyo acto criminal no se redujo a asesinar a la chiquilla y a librarse fríamente de su cuerpo, sino que lleva años condenando a esos padres a una ignorancia escalofriante sobre el paradero del cadáver de su hija. Y pienso en él porque, sin reducir un átomo su culpabilidad y la necesidad de castigo, y sin perder de vista que Marta murió y él sigue viviendo, no deja de ser una jodida víctima más de este estado de cosas. Cualquiera que no viva en una burbuja ha podido contemplar situaciones en las que algún niño se cría para reproducir comportamientos como el de Carcaño. Basta pasar junto al Vacie en Sevilla, o darse una vueltecita por algunos barrios del sur, preferentemente de noche. Convivimos con esa miseria, que en baja intensidad se produce también en muchos barrios populares, pero luego nos indignamos con sus víctimas, cuando estas víctimas no son capaces de comportarse como es debido. Insisto en que la justicia es necesaria, y que nada de esto debe impedir que el presente esté regido por el castigo a conductas que, generalizadas, podrían conducirnos al desastre.
Ahora, con el accidente de Santiago, justo un instante después de pensar en las víctimas y en sus familiares, se me vinieron a la cabeza dos cuestiones: la primera, cómo el número de muertos afecta a nuestra sensibilidad, y la segunda, la necesidad que todos instintivamente tenemos de buscar un culpable.
Como cada año, los muertos por accidentes tráfico superarán en varios miles a los muertos por accidentes de tren o avión. Sin embargo, la gran mayoría de los conductores seguiremos conduciendo en este país como verdaderos salvajes, algo así como parece que conducía el maquinista del tren de Santiago, con la diferencia de que nosotros podemos matar a dos, cuatro, ocho personas, y él supuestamente ha matado a ochenta.
Por otro lado, siempre ha de haber un culpable, y cuanto antes mejor. Es una especie de necesidad autoinculpatoria de los espectadores. Sin tardar, en cuanto se supo que este hombre entró en esa curva a casi doscientos kilómetros por hora, un grupo enorme de carroñeros se ha lanzado a por el criminal, buscando la primicia que demuestre que no sólo tiene sobre su conciencia muchos muertos y heridos, sino que además merece la reprobación y el desprecio de la gente de bien. Un desprecio semejante al que el conductor ha parecido sentir al jugar con un tren cargado de personas; es cierto, un desprecio tal vez no tan peligroso, pero sí fabricado con el mismo material: la falta de compasión y la hipocresía…
Porque hay una pregunta que debemos hacernos los que podemos mirar este horror con cierta distancia: ¿cómo en esta era, donde las máquinas parecen a veces pensar, un tren con trescientas personas puede depender del error humano de un maquinista? Es difícil de admitir que no existieran otros dispositivos de seguridad que advirtieran e impidieran una tragedia tal. Pero ya tenemos a un perfecto chivo expiatorio que salvará a otros muchos culpables, y la gente de bien respiraremos tranquilos y asistiremos al carnaval informativo despertándonos del marasmo estival…
Pero decía que la palabra hipocresía no paraba de subirme a la garganta. Y me viene al ver a la acostumbrada caterva de personalidades que se harán la foto con la tragedia de fondo, gentuza que no duda un instante en desahuciar a miles de familias, en condenar al paro y a la desesperación a millones de personas, en acabar la faena de otros muchos hipócritas convirtiendo este país en una madriguera de ladrones y aprovechados, sin cultura ni educación. Personalidades que no dudan en apalear a los niños y los ancianos, a la gente pacífica que pide en las calles justicia (legal y social) y libertad. Tal vez alguna de las víctimas estuvo no hace mucho en algún acto de apoyo a una familia desahuciada: hoy basta haber muerto en un buen espectáculo para que se convierta en un ser homenajeable, por el que se dictan días de luto y en nombre del cual unos individuos, cuyo grado de indignidad es sólo semejante al de su hipocresía, hacen declaraciones solemnes.
Pero pienso en otras pequeñas hipocresías, en la de ese vecino que, antes de ayudar a las víctimas, tuvo la sangre fría de grabar el lugar de la tragedia, o en la hipocresía de todos los que han visto ese vídeo y la de los que como yo, sin haberlo visto, estamos deseando verlo. Porque estamos acostumbrados a que todo sea un espectáculo.
Hipocresía en los resultados de nuestras (ay, nuestras) grandes empresas, que obtienen grandes beneficios e incluso invaden comercialmente otros países aparentemente más ricos, como si aquí rebosara la riqueza. E hipocresía en esa enorme cantidad de pequeños inversores que mantienen a estas empresas a cambio de una rentabilidad ridícula y repugnante, porque está conseguida con la esclavitud y la vergüenza. En cierta forma, todos estamos condenados a colaborar con estas grandes empresas, todos estamos abocados a la hipocresía.
Para terminar, la guinda del pastel, escucho en la radio al nuevo Papa, hablando en portugués a los vecinos de un barrio de favelas, contándoles su idea inicial de llamar a todas y cada una de las puertas de los pobres, idea que ha cambiado por el popular baño de masas porque son tantos los pobres y tan indistintos… Lo dice un tipo que preside uno de los estados más ricos de la tierra, un individuo que vive entre tesoros incalculables, que dirige un negocio que es dueño de multinacionales, de un imperio que lleva dos mil años funcionando y conquistando a los pobres con sus inveteradas técnicas de parásitos de la miseria.
Y así podríamos seguir durante días, describiendo grandes y pequeñas hipocresías, porque la hipocresía nos mantiene unidos y porque ¿no nos hará humanos precisamente la hipocresía? Miro a los policías, a los bomberos, a los sanitarios, a los miembros de protección civil, a los vecinos que acuden al tren a salvar a sus semejantes y quiero creer que no, que aún hay margen para la justicia y para la civilización…
6 comentarios:
Luis Pastor tiene un disco que habla de uno de esos niños y de esos barrios que forman parte de cualquier lugar.
Ni he visto, ni he oído nada desde anoche
Me horroriza todo lo que se mueve alrededor de una tragedia con tantos muertos. Viví demasiado cerca lo que sucedió aquí.
Dos hermanas y amigas y todo el destrozo familiar que los años no consiguen recolocar en algunos de sus miembros.
Demasiadas imágenes, demasiadas luchas entre unos y otros...
Besos
Sí, Luna, después del dolor debe ser insoportable asistir al espectáculo que se monta alrededor de él...
Yo creo que además de la hipocresía que mueve el mundo hay algo que viene de muy atrás "el afán de las cosas mal hechas", hay muchas cosas que no cuadran en este accidente y espero que vayan saliendo a la luz.
Se trabaja y se actúa de cara a la galería y eso siempre lo pagan quienes no tienen la culpa.
Por suerte hay gente sencilla y solidaria. El dolor que a muchas personas no invade y la indignación de que, todavía, con los medios que hemos tenido sigan sucediendo cosas así debería bastar para nuevas reivindicaciones, pero claro, es época de vacaciones.
Abrazos.
Vacaciones, y el trabajo que tienen nuestros responsables políticos desmantelando el país... Pero sí, creo que aquí hay muchas cosas que no cuadran, y también creo que no se van a investigar salvo para inculpar a los curritos del asunto... Un abrazo, Isabel.
Como bien dijo una psicóloga clínica del Samur entrevistada ayer en TVE, ese maquinista es una víctima más del drama, y como tal (y nada más, al menos hasta que se demuestre su culpabilidad, si la tiene) lo debemos tratar y juzgar.
Pero ten por seguro que es un perfecto chivo expiatorio para los que sí puedan tener responsabilidad.
Apuesto a que este caso se convertirá pronto en otro Yak, otro Metro de Valencia, otro Spanair, con gente de todo tipo eludiendo, desde arriba, sus responsabilidades: a veces, con la mentira y la manipulación; y familiares doloridos persiguiendo justicia. Un abrazo, AM.
Efectivamente, tenemos precedentes que nos indican qué va a ocurrir también en este caso. Sea o no sea culpable el maquinista, está claro que el tren debe tener otros medios de seguridad. ¿Si al maquinista le da un infarto? En fin, Andrés, confiemos en que esta vez sí se busquen los errores para que no vuelva a ocurrir.
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