Miro esa manita sobre su pierna y me estremezco. Soy capaz de percibir lo que él sentía en ese instante: el cosquilleo provocado por el roce leve y preciso de esos deditos, la emoción ante el diminuto entusiasmo que las palomas me provocan, la fugaz pero certera felicidad que lo invade a él, y también a mi madre... Es bien cierto, los niños brillan como elegantes estrellas cargadas de futuro.
Me detengo en el perfil embelesado de mi padre y advierto su sentimiento gigante, cómo retira la mano derecha para dar una oportunidad a mi paso, al crecimiento que un día me llevará lejos de él. Tal vez he dicho algo, balbuceos divertidos que viajan directamente, sin demora ni cálculo, al centro de su corazón. Por ahí debe andar aún el reloj que lleva en su muñeca. ¿Qué será lo que sostiene en esa mano?
Es domingo, sin duda una cálida tarde de primavera de 1963. Según me dijeron comencé a caminar pronto, con sólo diez meses. Mis padres van vestidos de domingo. Sus ropas humildes pero aseadas demuestran que el día era especial. El pantalón remangado de mi padre y esas zapatillas de lona, su camisa blanca de hombre limpio y minucioso, sus brazos, todo conserva para mí un olor especial, el aroma del refugio, la fragancia del cariño.
Mi madre, con sus manos jóvenes como brotes, sostiene el gorrito blanco con el que aparezco en otras fotos, y sonríe al fotógrafo, tal vez animándome a mirar al objetivo de una cámara que, a fuerza de fotografiar la ternura, se convirtió ella misma en el tierno símbolo de los sueños y la inmortalidad.
Yo entonces no tenía miedo a los pájaros y mi madre sonreía confiada. ¿Qué llevaría en ese bolso oscuro? El mundo giraba difícil y prometedor. La lenta melodía de una tarde de domingo sonaba entre el azahar y el arrullo de las palomas, entre las risas desordenadas de los niños. ¡Qué brazos más tersos los de mi madre, qué seguros los de mi padre! ¿Cómo podría medir ahora el cariño que entonces los unía? ¿Por qué luego, tan pronto, ese cariño se desvaneció?
Esa niña sentada al fondo, el hombre de la camisa oscura, el del bigote y el cigarro, que con los niños, detrás de nosotros, mira hacia el barullo que los arvejones provocan en las palomas; el pelo brillante de la señora con el bebé, que se fija en ¿qué?; las palmeras eternas, el museo de azúcar, la luz tardía que enciende el vestido de mi madre, ese lazo en su cintura, su pulsera, el anillo en la mano de mi padre, las diminutas sandalias que calzo, mi mano conmovedora dispuesta a señalar a las palomas, la medalla que cuelga sobre mi pecho... Pasado, todo pasado, aunque al escarbar en la imagen sólo encuentro futuro, ese futuro al que estamos condenados. Todo futuro salvo en mis padres, que posan ante el fotógrafo vestidos de presente, generosos, enamorados de la vida, henchidos de un amor que ahora fluye por mis venas...
Feliz cumpleaños…
6 comentarios:
Preciosa fotografía unida a un texto maravilloso. Cuánta sensibilidad mi sir! Muchos, muchos besos.
Muchas felicidades, querido amigo. Tu joven madre se le ve orgullosa en la foto, a tu padre se le ve embelesado y tú consevas la misma expresión. Cuanta ternura hay en esas imágenes !!
Gracias a las dos, sois dos encantos incuestionables que me alegro mucho de tener cerquita. :-)
Joder, Juanman, me has arrugado las entretelas. Se junta todo: lo sincero y emotivo del texto y la encarnadura tierna propia.
Felicidades a tu madre y a su hijo por tenerla.
Un abrazo.
Juanma. A esos recuerdos les llamo.....Aromas.
Es lo mejor que nos queda de ellos.
Un beso con cariño
Bueno, José Carlos, era el cumpleaños de mi padre, aunque es culpa mía que no lo dejé claro en el texto, y además se agradece exactamente lo mismo. Gracias por la emoción...
Del mismo material que los aromas son, sí... Señora Lunita...
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