Fausto, a pesar de haber vendido muchísimos libros, se había mantenido fiel a su costumbre de escribir por puro gusto. Nunca se habría permitido un libro orientado a las ventas. No obstante, las circunstancias y la suerte habían permitido que, desde hacía más de veinte años, Fausto Magallanes fuera uno de los pocos escritores que podía permitirse vivir de la literatura. Por eso nada extrañó el revuelo levantado cuando, a sus sesenta y tantos años, declaró a una periodista, que a la sazón lo entrevistaba para el periódico con más tirada del país, que se había separado. Pero el hecho de haberse separado tras haber vivido con su mujer durante treinta largos años, y de haber tenido dos hijos con ella, no habría sido suficiente para causar tanto alboroto. Fausto llevaba viviendo unos meses con una chica de veintiséis años.
Reservado como era con su vida privada, aunque sin dar a la cuestión más importancia, no ofreció más datos sobre el asunto, ni la periodista, que lo interrogaba fundamentalmente sobre la influencia de su obra en la literatura patria y en la situación actual de la misma, preguntó nada más sobre el tema. Así que el mismo domingo que se publicó el artículo en el suplemento cultural del periódico se desataron las especulaciones. En pocos días medio país había opinado sobre el asunto. El desaliño encantador de aquel hombre que, a pesar de mantenerse en muy buena forma física, no se entretenía en ocultar los venerables signos de la edad, aumentaba de algún modo el asombro de lectores y espectadores, porque en cuestión de días el asunto había pasado a la televisión, y se debatía en las tertulias, en las serias y en las frívolas, e incluso algunas editoriales de prestigio se hicieron eco de la noticia, relacionándola incluso con la coyuntura económica del país.
Hubo opiniones de todos los tipos. Los primeros que investigaron el asunto, por supuesto, fueron los de la prensa rosa, que pronto encontraron fotos de la joven compañera de Fausto, e indagaron en su vida, convirtiendo la escasez de datos sobre ella en una biografía de penalidades, heroicidades y bajezas suficientes como para llenar un centenar de capítulos de telenovela. El atuendo bastante discreto de la “novia afortunada” no sólo fue repasado íntegramente, sino que varias marcas populares de ropa inauguraron una línea a la que llamaron Magallane’s, que pronto comenzó a arrasar entre las jóvenes de todo el país. En las tertulias del corazón había de todo, gente arrobada con el idilio que suspiraba invocando la fuerza invencible del amor, y otros que, comidos por la envidia, usaban las peores palabras para referirse a Fausto y su compañera.
Curiosamente, después de publicarse las primeras fotos de la pareja, todos se preguntaron cómo aquel hombre, que gracias a su celebridad podría haber elegido a un guayabo de categoría, se había conformado con una chica muy linda, pero para nada exuberante. Aun así, algunas conocidas figuras futbolísticas, que gozaban de una fabulosa precisión con el cuero y una absoluta incompetencia en la comunicación oral más sencilla, regalaron los oídos de sus miles de admiradores con expresiones como las de “¡Faustoooo, machoteeeee!”, o aquella otra que, en cuanto alguien sacaba el tema, también se hizo muy popular en los corrillos de los estadios: “¡Qué semental el jodido Fausto!”. Y no es que en los estadios Fausto Magallanes tuviera muchos lectores, pero la noticia había ya trascendido los estrechos límites literarios.
Curiosa fue la magnitud que el hecho adquirió entre los propios intelectuales, en las secciones de crítica literaria, en los cenáculos de la profesión de los que Fausto huía como de la peste. Las envidias más exasperadas surgieron entonces en opiniones que siempre comenzaban con una declaración de respeto por la vida privada de los demás, y que seguían luego con un “sin embargo…”. ¿Cómo un señor tan respetable se había podido embarcar en una aventura de muñecas, deshaciendo toda una reputación y una seriedad de lustros? Otros se preguntaban cómo influiría aquella locura en la calidad de las obras de Magallanes, augurando una simplificación inevitable de sus libros.
Tampoco en el terreno científico faltaron aquellos que interpretaron el hecho desde los más variados puntos de vista. Hubo psicólogos que hablaron de regresiones peligrosas, endocrinólogos que aprovecharon para enunciar novísimas tesis sobre la segregación anormal de determinadas hormonas asociadas con la edad, e incluso gerontólogos que atribuyeron a nuestro amigo un reguero de disfunciones propias de una vejez que, a decir verdad, y para disgusto de los investigadores, no se le notaba demasiado al bueno de Fausto.
A pesar del debate nacional y de que muchos periodistas sin entrañas se lanzaron a indagar en la vida de nuestra pareja, nadie llegó a saber demasiado sobre Fausto Magallanes, ni sobre su vida anterior ni sobre la actual. Aun así, todo el mundo daba su opinión, aseverando con convicción sobre este o aquel aspecto del asunto. Cierta líder feminista, jaleada por alguna eminente magistrada conservadora, fue la que más destacó en sus descalificaciones. “Es el típico caso”, dijo, “el varón dominante que se aprovecha del trabajo silencioso de una mujer durante muchos años, y que cuando la nota envejecida la cambia por otra nueva”.
Ni Fausto ni su compañera contestaron a ninguno de estos despropósitos; en ningún caso creyeron conveniente desmontar ni los insultos ni las frivolidades, ni las teorías científicas ni los disparates literarios. Sólo una vez, cuando la atención pública ya se había desviado del caso Magallanes, gracias a cierto escándalo que conmocionó al país durante meses, a saber, la larga lista de políticos implicados en un trama de importación de calzoncillos de imitación (entonces era el de los calzoncillos de marca un negocio redondo), sólo una vez, digo, Fausto soltó en otra pequeña entrevista un dato sobre aquel idilio. El periodista, sin previo aviso, saltándose el guión previsto, espetó a Fausto:
— Dígame, Señor Magallanes, ¿qué vio en una chica tan joven para vivir con ella?
Fausto sonrió, miró hacia ningún sitio durante un instante, y luego contestó:
— Me hace reír, Noelia me hace reír…
Nadie entendió muy bien qué quiso decir Fausto, pero el país, afortunadamente, no estaba para adivinanzas, inundado como andaba de calzoncillos falsos…
1 comentario:
Luego vuelvo
besitos
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