Bueno, pónganse en mi lugar. Hacía tiempo que no iba al único cine de la ciudad donde aún se proyectan películas en versión original subtitulada, el único cine silencioso que quedaba, donde el protagonismo recaía fundamentalmente en la película y no en el crepitar insidioso de las bolsitas de chucherías, ni en los comentarios joviales de los espectadores, ni siquiera en la vibración rítmica de los asientos, por lo común provocada por las pataditas nerviosas de cualquier individuo aquejado del mal de San Vito. Nada, uno iba al cine, se sentaba y miraba la película de cabo a rabo, sin que nadie lo sacase a uno de ese embeleso inherente al séptimo arte.
Pues bien, después de pagar la bonita cantidad de seis euros por cabeza, ayer entramos en una sala llena a reventar y ocupamos dos asientos junto a la pared, para lo cual dos educadas señoras hubieron de cedernos el paso. Éstas, en vez de levantarse, recogieron sus piesecitos y nos dejaron hacer equilibrios para no machacárselos. Una vez sentado, observé que la pantalla, en una sala estrecha y muy larga, parecía demasiado pequeña. Hice cálculos mentales sobre si su tamaño relativo, desde aquella distancia a la que me encontraba, no sería menor que el de mi televisión de 42 pulgadas, pero me había propuesto disfrutar de aquello, así que abandoné los cálculos y me acomodé en la butaca.
Tras un número considerable de anuncios, sin un mal tráiler que llevarse a la boca, comenzó la película. Las dos mujeres habían estado comentando esto y aquello durante la publicidad, pero ahora, con la música de cabecera, me pareció que se callaban. Sólo me lo pareció un instante, porque en cuanto en la pantalla comenzaron a aparecer todos esos lugares maravillosos de París, la que tenía a mi lado empezó a recitar sus nombres. En ese instante, la verdad, yo advertía preocupado otro problema algo más peliagudo: la imagen vibraba y la cinta se veía quemada, con brillos exagerados y una tristísima falta de contraste, y la luz de París parecía más bien la del invierno en Alaska. Los colores salían apagados y la ciudad bastante perjudicada.
Una vez asumida esta tara de la proyección, y sin que el sonido mejorara siquiera la calidad del primitivo sensurround, advertí que los comentarios de mis amigas se afianzaban. Pensé que podían ser típicas espectadoras que se aburren cuando en la película no hablan, y confié en que cuando comenzaran los diálogos se callaran. Pero no conté con que la película estaba subtitulada: ¿para qué necesitaban ellas escuchar a aquellos tipos? Los entendían perfectamente leyendo los subtítulos. Así que en determinado momento solté un siseo general por ver si se daban por aludidas. En absoluto. Mi siguiente intervención fue un “Por favooooor…”, que tampoco tuvo éxito, así que cuando ya me había perdido el principio de la película, decidí ser algo más contundente. Reconozco que, con la ayuda de otra pareja, que a nuestras espaldas conversaban exactamente en el mismo volumen que lo harían en el salón de su casa, estuve tentando de levantarme, mandarlos a todos al carajo, y luego irme del cine. Pero desde que practico el saludo al sol de yoga soy una persona mucho más contenida y reflexiva, así que me limité a volverme hacia las señoras y, con voz perfectamente audible en varias filas a la redonda, les solté: “¿Podrían hacer el favor de guardar silencio y dejarnos escuchar la película?”. La más cercana, a pesar de tener mi rostro desencajado a unos centímetros de distancia, no apartó la vista de la pantalla, mientras que la otra, algo más joven, asomó su cabecita mirándome asombrada, con algo en la boca, no sé si un chupachups o tal vez un sobrecito de refresco chisporroteante, con el que previamente no había dejado de hacer ruiditos.
El Señor nuestro Dios, que normalmente aprieta pero no siempre ahoga, quiso permitirme ver la película sin muchas más distracciones; sí, de acuerdo, con aquella imagen infame, con aquel sonido antediluviano, pero Woody Allen consiguió embrujarme con su adorable forma de contar las cosas, y con un guión casi tan asombroso como el de sus mejores películas. Me quedo con Ernest (quienes vieron Midnight in Paris ya saben a quién me refiero), que en cierto momento le pregunta al protagonista: ¿has hecho alguna vez el amor con una mujer que te haya hecho olvidar la muerte, con la que el miedo a morir se haya evaporado por completo?
Pero eso sí, lo siento, ya no voy más al cine. A partir de ahora en casita, con mi enorme pantalla de 42 pulgadas, con el silencio y la luz adecuados, mucho mejor, dónde va a parar… Así, si quiero, puedo ver las películas en finlandés, o en suahili, pero en cualquier caso sin la molesta presencia de ningún mentecato amante de las gominolas y de la conversación cinematográfica.
9 comentarios:
Se te ha pasado el mosqueo ?? Como siempre, tienes razón.
No, no, Angelines, si Woody Allen consiguió que saliese del cine encantado, de veras. Sólo que esta vez que no salí cabreado del cine fue cuando más claro lo vi: a partir de ahora en casita, sin interrupciones. Se pierde cierto encanto, es verdad, pero es que yo ese encanto hace tiempo que no lo noto en un cine, porque el cine siempre está lleno de monstruos de las golosinas y de comentaristas charlatanes. Y en las sesiones golfas de madrugada me quedo frito, que ya tengo yo una edad para hacer el golfo... :-) Besos.
Le comprendo perfectamente amigo (qué bien hubiera usted quedado en el papel de Boris). Yo he llegado a contratar asesinos a sueldo para las premiers de mis películas, pero es inútil: las viejecitas se reproducen por esporas. Sin embargo no renuncio jamás al placer de la sala vacía. Lo hago una cuestión de estrategia en tiempos de guerra. Es cuestión de buscar el día menos apropiado (¿qué tal un lunes?) a primera hora de la tarde (las viejas duermen la siesta del cocido) y sentirse e dueño del cine. No hay placer igual, amigo mío, créame, de gruñón a gruñón. No deje que le venzan, en casa se está bien, sí... pero llaman por teléfono, los niños te preguntan, paras la cinta para ir a mear, un grupo de insensatos pasa zumbando con la moto...en fin... todo menos la magia maravillosa de sentirse "dentro" de una historia que te envuelve y te posee y te rapta del mundo.
Saludos. Me alegro que le gustase mi película después de todo.
Yo he descubierto lo maravilloso que es ir al cine un lunes, incluso un domingo, a las 22h. Aquí, encima, te cobran 7.50 "leuros".
Una peli deliciosa. :-))
Besos
Queridísimo Señor Allen, no le falta razón. ¿Cómo va a ser lo mismo el salón de uno que una de esas salas oscuras donde la pantalla se convierte en el mundo? Lástima que uno tenga tan poco margen en la vida para hacer tantísimas cosas. Otras delicias suelen llamar a la puerta de uno y raramente uno decide el cuándo de las cosas. Aun así, le haré caso, y cuando se me ocurra de nuevo ir al cine, trataré de investigar cuál es la hora y el día que se encuentra vacío. Aprovecho para pedirle un favor: no haga otra película con esa actriz que nuestra universal Cándida llamaba Peré López Cruz. De cualquier manera, sabe que todo lo de usted me encanta...
Pues sí, Leo, tendré que hacer eso, buscar la hora extraña, aunque mucho me temo que un sólo espectador ruidoso me alejará definitivamente de las salas... Un beso.
Vi la película nada más que llegó a nuestros cines (cuatro, en un centro comercial y mal atendidos) de Gijón (hay otros diez o doce en otro centro comercial en las afueras, vamos una lástima grande). Posteriormente leí críticas furibundas sobre la película y me quedé un poco descolocado. A mí me había gustado. Quizás no sea el Allen más excelso, pero es un Allen muy agradable, en una película que te deja con ganas de vivir y de viajar y de amar. Así que repito, me gusta que haya gustado.
Aunque lamento las condiciones en que la viste. Al hilo de tu narración recordé yo que hace años vi una película sentado al lado de una muchacha que no se le ocurrió otra cosa que comerse durante la proyección un bocadillo de chorizo que olía como una ahumadero de embutido y que nos dejó una revoltura de estómago colosal.
Un abrazo, Juan.
Esa debe ser la versión chacinera del espectador tocapelotas... Y sí, la película de Woody Allen no es tan redonda como las mejores suyas, pero es una delicia. Un abrazo, amigo.
Uys, ¿y sólo seis euros vale en Sevilla el cine? Está barato, querido. En Madrid ya va por los 8, y subiendo, que la crisis está muy achuchá. (Y no cuento los otros 16 del taxi de madrugada, ni los 30 del picoteo meriendilla/cena "antes de"). Por 8 euros me descargo en el mismo tiempo que dura la película en el cine unas 40 de Kurosawa, Berlanga, Renoir o Lubitsch, a elegir. Y la de última de Torrente. para que la vea el perro, que también tiene su corazoncito y lo que disfruta la criatura, oyes.
Bueno, Jorge, seis euros es en ese cine que, además de estar que se cae, sólo proyectan aburridas versiones originales. Además, hasta hace nada ir al cine eran cuatro entradas, entradas Disney (soy un experto encontrando las bondades de las películas infantiles, y algunas bien que las tienen), y acompañadas de unas carísimas palomitas, y unas botellitas de agua que ríete tú del agua bendita, lo que costaban las jodidas botellitas. En fin, a principio de los veranos solíamos decidir si íbamos al cine o pasábamos quince días en Suiza... Ya se sabe, en este país todo lo que huela a cultura suele sufrir dos procesos paralelos: su precio aumenta tanto como su simpleza. Abrazos.
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