viernes, 30 de marzo de 2007

Ejemplo de hilo invisible

Por la brisa del caos, de un lugar derivas a otro. Y por eso, de hurgar muy niño en el sexo contenido e incitante de las fotonovelas de la abuela, y de transitar alguno de sus libritos de Marcial Lafuente Estefanía, desembocas en la curiosidad por esas aventuras ásperas y obligatorias que en la escuela eligen de un modo tan pacato: La familia de Pascual Duarte, El Lazarillo de Tormes, La Celestina... Luego, flotando en un desierto inadvertido, sin brújula ni rumbo, pasas el verano sumergido en la delirante levedad de Vázquez Figueroa, en los laberintos azafrán del precursor de la autoayuda y de la superación de nuestra hipocondría genética, T. Lobsang Rampa. Y bebiendo libros, casi sin saborearlos, llega el día preciso, cuando un amigo, al que sobre la cuerda floja de tu adolescencia imitas con pasión, te muestra Cien años de soledad. Te embarcas, pero a medio camino viras tu proa temblorosa y vuelves a puerto, mareado con tanto mapa y tanta tormenta. Al poco, sin embargo, y algo mejor pertrechado, vuelves a zarpar, y entonces surcas mares increíbles, mientras lamen el casco de tu barco palabras inolvidables. El viaje ya no cesa, se mete en tu sangre y, entre silencios y terrores, se mantiene ahí constante, como una invitación perpetua a naufragar. Y llegan Cervantes, Cortázar, Valera, Calvino, Tolkien, Sánchez Ferlosio... Aunque cierto día llegas a un puerto extraño y desenredas las primeras frases de un libro sobre tu unidimensionalidad, y tras el sudor el agua fresca de Savater y sus amigos, uno de los cuales resalta por su sinceridad y su insuperable dominio de las olas: Cioran. A partir de aquí el mar abierto, rumbos infinitos, peces diminutos como universos, grandes costas de abrigo, atardeceres solitarios, albas de aroma y sexo... En la brisa del caos, a la deriva con un hilo invisible en las manos...

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