Sí, bueno, tal vez hubiese sido mejor que Denys Arcand se hubiera detenido en El declive del imperio americano. No veo la impostura que mi amigo Moyano le adjudica a Las invasiones bárbaras, porque, como la primera película, no deja de ser una pintura acabada a pinceladas imprevisibles, como una foto borrosa del caos en el que vivimos, una instantánea que luego, tras ser observada con más detenimiento, revela un elegante retrato del mundo. Y en este sentido el segundo capítulo parece querer explicar lo que no necesita explicación y, a la vez, es inexplicable. Aunque también es cierto que enfoca un poco más ese componente esencial de nuestras vidas: la muerte, y cómo ella consigue que elevemos nuestras miserias a tesoros; sí, quizás sea por ahí por donde la película aporta algunas pinceladas esenciales al cuadro de antes. Con la piececita de piano del final, y esa imagen de la casa nevada y solitaria, sentí que dentro de unos cincuenta años yo y casi todos mis amigos no estaremos ya por aquí, y ahora se trata de decidir si en la balanza de nuestros méritos pesará más el platillo del honor o el de las delicias.
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