El tiempo pasa como una brisa, removiéndolo todo, invisible, a ráfagas, dejando el mundo en su sitio. El tiempo se cuela entre los muebles, alza los cabellos de esa niña y los hace ondear despejando su mirada que se pierde en el mar lejano, que es la fuente del tiempo. A veces choca contra mi pecho, enfriándome, pero también haciéndome visible, perfilando mi carne, entonando canciones de viajes con el pobre latido de mi corazón. El tiempo, como una brisa, trae a veces flotando aromas antiguos, roces decisivos, el tacto fundamental de unos brazos. Y aunque esa brisa va y vuelve, enredándose una y otra vez en el cabello de la niña, algún día soplará y nos habremos ido, y aún entonces el tiempo poseerá la blancura de tu amor, la frescura de tu amor paciente, la libertad de tu valiente amor. Sí, el tiempo es una brisa, invisible, desenvuelta, ingobernable, una brisa que me acaricia dejando el mundo tal como está; una brisa en la que vuela prendida la fragancia de tu amor sin muerte.
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