Hacía siglos que no compraba un periódico, pero esta mañana me ha parecido preferible a escuchar a algunos de esos padres entendidos en fútbol. Ha amanecido un sábado increíble, aunque me encanta la lluvia, porque si no anega las casas ni los caminos siempre es sana, y mucho más en estos pagos donde en cuestión de semanas nos alumbrará un incansable sol de justicia. Juan tiene partido, y paseo hasta el polideportivo Calavera para verlo. He comprado El Público, comprobando pronto que no sólo es un periódico bastante vulgar, como todos, sino que me han timado un euro porque el libro de regalo no era un regalo, sino una compra obligada. Escritos revolucionarios de Ernesto Che Guevara, un libro que no me interesa demasiado y que igual tengo en alguno de esos rincones olvidados de mis estanterías.
Al llegar, el partido lleva casi media hora de juego. Pierde nuestro equipo, que va de visitante, uno a cero, pero acaban de pitar un penalti a nuestro favor. Los padres y aficionados del equipo local vociferan vistiendo de limpio al árbitro, un chaval al que no echo más de diecisiete o dieciocho años. Los nuestros marcan, y nuestros papás y mamás no se contentan con gritar gol y jalear a sus hijos, sino que dedican algunas impertinencias a la afición contraria. Los niños tienen catorce y quince años, y el calor de la grada los anima a calentarse. Uno escupe a otro, las entradas se hacen más duras, algunos simulan lesiones y pierden tiempo, y los más tratan de engañar al árbitro, que sin ayudantes pita como puede, equivocándose con frecuencia y recibiendo toda clase de insultos de mayores y pequeños. Marca su segundo gol el equipo local, y ahora es la afición local la que nos manda recados. Uno de nuestros padres, que no ha callado ni un segundo, y otro del equipo contrario se enzarzan en una discusión porque el contrario, discutiendo algo que dijo el nuestro, lo ha insultado. Por fin, llega el descanso.
Abro el periódico, y entre las estupideces sobre política que anegan sus páginas y distraen al lector, llego a esta noticia y me pregunto en qué jodido mundo vivimos. Por supuesto, yo mismo me noto capaz de pasar sobre ella sin conmoverme, y de volver luego a perderme en esta batalla de mamelucos que llaman partido de fútbol, a este encantador modo (uno más) de embrutecimiento de nuestra infancia, mientras en otros muchos ojos, pequeños e indefensos, se dibuja cada día y cada minuto el horror de la vida y de la muerte. Nadie, ninguno de nosotros debería poder descansar un minuto mientras un solo niño en el mundo sufra la injusticia de nuestros negocios. Pero aquí estamos, hemos perdido cuatro a dos, y los enemigos se van alegres, nosotros tristes porque los malditos tramposos siempre ganan de la misma forma, y porque el árbitro ha pitado descaradamente contra nosotros.
Cerca de los vestuarios saludo a Rubén, un amiguillo de Juan que ha jugado en el equipo contrario, y lo felicito porque nunca lo había visto jugar, y aun siendo bajito le plantó cara a un defensa enorme de nuestro equipo. El sábado, conforme avanza la mañana, se va convirtiendo en un hermoso día de primavera…
Al llegar, el partido lleva casi media hora de juego. Pierde nuestro equipo, que va de visitante, uno a cero, pero acaban de pitar un penalti a nuestro favor. Los padres y aficionados del equipo local vociferan vistiendo de limpio al árbitro, un chaval al que no echo más de diecisiete o dieciocho años. Los nuestros marcan, y nuestros papás y mamás no se contentan con gritar gol y jalear a sus hijos, sino que dedican algunas impertinencias a la afición contraria. Los niños tienen catorce y quince años, y el calor de la grada los anima a calentarse. Uno escupe a otro, las entradas se hacen más duras, algunos simulan lesiones y pierden tiempo, y los más tratan de engañar al árbitro, que sin ayudantes pita como puede, equivocándose con frecuencia y recibiendo toda clase de insultos de mayores y pequeños. Marca su segundo gol el equipo local, y ahora es la afición local la que nos manda recados. Uno de nuestros padres, que no ha callado ni un segundo, y otro del equipo contrario se enzarzan en una discusión porque el contrario, discutiendo algo que dijo el nuestro, lo ha insultado. Por fin, llega el descanso.
Abro el periódico, y entre las estupideces sobre política que anegan sus páginas y distraen al lector, llego a esta noticia y me pregunto en qué jodido mundo vivimos. Por supuesto, yo mismo me noto capaz de pasar sobre ella sin conmoverme, y de volver luego a perderme en esta batalla de mamelucos que llaman partido de fútbol, a este encantador modo (uno más) de embrutecimiento de nuestra infancia, mientras en otros muchos ojos, pequeños e indefensos, se dibuja cada día y cada minuto el horror de la vida y de la muerte. Nadie, ninguno de nosotros debería poder descansar un minuto mientras un solo niño en el mundo sufra la injusticia de nuestros negocios. Pero aquí estamos, hemos perdido cuatro a dos, y los enemigos se van alegres, nosotros tristes porque los malditos tramposos siempre ganan de la misma forma, y porque el árbitro ha pitado descaradamente contra nosotros.
Cerca de los vestuarios saludo a Rubén, un amiguillo de Juan que ha jugado en el equipo contrario, y lo felicito porque nunca lo había visto jugar, y aun siendo bajito le plantó cara a un defensa enorme de nuestro equipo. El sábado, conforme avanza la mañana, se va convirtiendo en un hermoso día de primavera…
7 comentarios:
Tienes más razón que un santo.
Yo haría los partidos de los chavales a puerta cerrada. Los padres (algunos, hay excepciones como tú y muchos otros) dan asco cuando se enfrentan en un campo de juego.
Qué pena me da..., en vez de luchar por salvar a otras personas gastamos energía en fomentar el odio mutuo y destruirnos. Es un virus que pasa de unos a otros, y se transmite de generación en generación, ¿qué maldito laboratorio lo inventaría...?
Sí, Ruth, hay algunas excepciones, y tal vez las debería haber mentado, porque el sábado algún padre me hizo reflexiones de persona normal... ¡algo increíble en ese ambiente! Y aunque sé que hablas de todos y todas, quiero recalcar que algunas madres no se quedan atrás en las barbaridades. Es el mundillo del fútbol el que da carácter a la afición... Y mira, no sería mala idea, todos los partidos a puerta cerrada... El fútbol entonces podría ser hasta educativo... Un beso.
Creo, María, que fue en un laboratorio llamado Génesis... Lo mismo no es un virus, sino un gen. En fin, consolémonos con los pequeños tesoros que de vez en cuando aparecen en la vida... Un beso y ¿bienvenida?
De una u otra forma estamos implicados en lo uno y en lo otro.
*En los tiempos de Confucio fui nadadora. No por competir, necesitaba el contacto con el agua y en una ciudad de interior era la única posibilidad de hacerlo.
Lo que veía, no me entraba en la cabeza.En los entrenamientos, los padres ladraban enfurecidos a los hijos/hijas que no rebajaban la marca que ellos querían.
La ansiedad y la angustia era algo normal y las bofetadas de padres y entrenadores, también.
Alguna bofetada de mi entrenador me llevé por no querer avanzar y dejar a las demás llegar antes para que el padre no les pegara y la sacara de la piscina a tirones.
Me echaron del equipo con una bofetada cuando me negué a cortarme el pelo.
Muchos de aquellos niños fueron padres de niños nadadores y seguían usando la misma técnica que usaron con ellos.
¿ Es así como se hacen campeones hoy día? ¿ No han cambiado las cosas?
De aquellos años aprendí a no ser competitiva y claro así me va...
Un abrazo a todos
Carpe Diem, amigo. Saludos.
Pues yo, Luna, creo que se puede ser sanamente competitivo, y que la competición puede disfrutarse y puede provocar en nosotros un afán saludable de superación. Tanto la competición como el altruismo tienen sus extremos de enfermedad... Besitos.
Amén, Luis, amén. Un abrazo.
Gran contraste, gran verdad.
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