miércoles, 14 de marzo de 2007

Tarde de paseo


Hay una luz endiabladamente hermosa, que se cuela en el gran silencio, en ese que sólo rompen las ráfagas de aire jugando con los envoltorios de los ramos de flores que alguien arrojó, ya inservibles, a contenedores y basureros. Los cipreses saben dibujar sombras en la tarde dorada, y entre ellos divagan las tórtolas con sus aleteos metálicos, y algunos pajarillos diminutos que con sus lánguidos trinos acompañan al viento en su canción sosegada. El cementerio está desierto. Un aburrido conserje me ha saludado al entrar, y más adelante, al pasar la primera glorieta donde calla el Cristo de la Mieles, encuentro a un meditabundo guardia de seguridad, también deseando que llegue la hora de cerrar. Soy el único visitante.

Luego de una larga caminata, flanqueado por vanidosos panteones, criptas que se airean (abiertas como bostezos) y muros saturados de nichos y nombres oxidados, abandono la avenida principal y me interno en el laberinto de tumbas. Camino rodeado de un mar de cientos, de miles de cuerpos inertes que el tiempo va deshaciendo inmisericorde, un ejército de pruebas de nuestro abandono que algunas capas de mármol y madera no consiguen ocultarme. Siempre me encantó conocer ese atajo hasta la tumba de mi familia, y esa sensación de alcanzar el centro querido sorteando recodos idénticos, enredos de calles y el peligro constante de extraviarme en la maraña de sepulturas y cruces. Alcanzar el centro, el lugar exacto donde ella yace... Te levantas temprano por la mañana, te aseas y te vistes, programas tu día y tus afectos, repasas tus sueños imposibles y aprietas en tus manos las pequeñas delicias posibles que quedan como resto del recuento, y te lanzas a caminar, a disponer, a telefonear, a cumplir rituales trascendentales, y al final del día te espera una cama que recogerá tus últimas calorías, una cama donde te enfrías y desde la que ya ni siquiera el llanto de un niño que te echa de menos puede emocionarte. Y en nada, tras los trámites preceptivos, sin sueños ni delicias, sin teléfono ni rituales, acabas en un agujero oscuro y húmedo, derritiéndote en el tiempo, que en el cementerio pasa lenta, muy lentamente.

Me asalta un deseo grande de hablarle a mi madre. A mi alrededor sólo sepulcros y un olor penetrante a flores quemadas. Pero sé que ella no me escuchará. Ella permanece dentro de mí, pero sin oídos. Conserva sus gestos, la fuerza descomunal que la condujo hasta el último día, su entrega discreta y misteriosa y su amor incondicional, pero no tiene oídos, ni manos; tampoco puede abrazarme. Y por ello me resisto a ese impulso de hablarle, de decirle que allá estoy, a su lado, tan cerca de ella, que me gustaría apartar la losa y buscarla y abrazarla aunque sólo queden de ella unos trazos desvaídos de lo que fue. Dejo que el silencio hable por mí, como hice durante tantos años, aunque tal vez ahora ella lo entienda mucho mejor que a mis palabras. Miro el reloj, porque podría quedarme encerrado en el cementerio. Acaricio el mármol de la tumba y doy dos pequeños golpes de despedida, convencido de que ella sentirá las pequeñas vibraciones que correrán del mármol a la madera, y de la madera a su cuerpo de luz inmortal. Y doy la espalda a la tumba, resignado con todo eso que se despliega ahí delante, zigzagueando por el laberinto, consumando los recorridos sin sorpresa en el plano detallado de mis días, y no me disgusta pensar que algún día descansaré con ella ahí dentro, en su confortable y fresco cobijo de tierra.

2 comentarios:

aldara san lorenzo dijo...

No lo cuento.
No se entendería bien.
¿Quién comprendería que me siento ahí, al pié de ese tilo, en el banco de piedra junto a la fuente, cerca del último lugar en el que estuviste, para dejar de pensar???

Como un teckel.
Como esas historias de los perros, mascotas fieles, que se dejaban morir acompañando a sus amos, sobre las lápidas.
Yo no puedo -aunque quisiera- soy responsable de otros.

Así que me escapo aquí, contigo. Me siento abrazando mis rodillas y miro lejos..... sobre las piedras grabadas, el camino de cipreses sobre la colina y la charca que se adivina llena de juncos. A veces pasa algún coche solitario, para, se baja alguien que arregla unas flores y se va.....

Dejo vagar mi mente, sólo quiero estar aquí, contigo, tranquilamente, serenamente. Sólo estar.
He venido a contarte sin palabras lo de B....... por si puedes hacer algo, lo que sea.
He venido a darte las gracias por lo que haces por F. –Y a decirte que todo va bien con M. y que no te olvides de P.

Me cuesta irme, mamá. –Así que mientras lo hago, abro los mensajes del móvil y busco el último, aquel que me mandaste.... el que decías que me querías mucho, que nos querías a toda la casa.
Y me voy contenta.

Sir John More dijo...

Este sábado iré temprano con mi tía a cambiarle unas flores. El día 6 se cumple un año sin ella, un año con ella rebosando en mi corazón, repartida por nuestros ojos y por nuestras caricias, viva más viva que el día y la noche. Su fuerza, It, la fuerza de las madres, la fuerza del amor de los padres y las madres... Creo que es uno de los últimos vestigios de nuestra inocencia.

Hice contigo esa visita y ese silencio tuyo, y fue lindo estar cerca...