viernes, 30 de mayo de 2008

Antiguos altares

Parece que llegara un tiempo en el que se deben ir cerrando los expedientes de tu corazón. Yo fui –y tal vez sea aún– un muchacho enamoradizo, que tras una sola mirada podía instalar a una mujer en cierta cueva íntima, donde las ideas proyectaban la sombra de rostros dulces y eternos. Y bien que me enorgullecía de ello, de esa especie de rencor positivo que me permitía conservar el amor por aquella chiquilla que rozó mi mano, o por aquella otra que pasó como un efímero vendaval por mis huesos.

Hoy sólo basta remover un poco esos objetos que flotan en el limbo ideal de mis cariños, y los rostros y sus sombras estallan como pompas de jabón, demostrando que en muchos casos, más allá de mis deseos juveniles, no había en el expediente ni un sólo gramo de piel, ni una pizca de correspondencia, o que si la hubo se deshizo tiempo ha, como se deshacen los cadáveres de nuestros seres más queridos.

Una carta, un mensaje, un simple saludo, el intento tímido de restablecer aquella pasión, o un mínimo atisbo de juego en nombre de aquellos instantes, y se enfrenta uno a esa respuesta silenciosa que viene a instaurar la sensatez, la fría sensatez. Entonces sólo resta desalojar los pequeños, antiguos altares, ir desocupando la cueva amable, conformándose con las sombras fugaces del mediodía, y permitiendo al tiempo que invada definitivo tus campos con su serenidad de fracaso.

jueves, 29 de mayo de 2008

miércoles, 28 de mayo de 2008

Mis buenos amigos Amado y Lubitsch

img011 El amor de Gabriela, el amor por amor, sin precio, el amor de risas y entrega, el amor que convierte las horas en eternidades. La fábula de Gabriela, el relato imposible de un mundo que comprende y acepta por fin que la dulzura nunca brotará del compromiso y la determinación. Gabriela y la negación del futuro, Gabriela y la reivindicación del presente, del rumbo natural por los días que se abren como nenúfares sobre el estanque de nuestras tristezas. Gabriela y su cuerpo, sus caderas redondas, su sonrisa de sol temprano, la pasión de VesúvioGabriela y los abrazos que la alimentan. Y el sexo como la hierba, y las caricias robadas como el aire nos roba caricias… En el reino de Gabriela la maldad se derrite al tacto de esa melancolía que juega infantil con la vida, tras el mostrador del Vesúvio,  en su desnuda piel canela, medio oculta en la penumbra de una cama, con ese aroma suyo a clavo que acabó por conquistar mis sentidos. Gabriela, Ilhéus, Nacib, João Fulgêncio, Malvina, Clemente y mi amigo, mi buen amigo Jorge Amado.

separador

img012 La aventura, la ceguera de la gallinita, el tacto de una flor y un libro, y los entresijos de nuestras ilusiones que guardan siempre el equilibrio en el borde justo del abismo. Un beso inesperado, impensable,  resuena entre mis brazos, y un buzón de doble Lubitsch 1entrada y una ciudad diminuta se alían para acogerlo, como ese lugar ínfimo donde el aliento del amor empañó cierta vez la visión de las estrellas. En la tienda de las esquina, en el bazar de las sorpresas se dirimen sueños y mentiras al arrullo de las justas palabras, gestos nítidos de la balsámica delicadeza, de la imprescindible ficción. Ay, aquel cine improvisado de mi vacilante juventud, aquella fértil oscuridad que vino a rodearme para no abandonarme nunca más…

sábado, 24 de mayo de 2008

Pedrito el insolente

Imagínense: la habitación se encuentra tenuemente iluminada por una lámpara que reposa en un extremo de la mesa. En el otro, José Javier está sentado, con su barba recortada con esmero, que es casi como una pequeña sombra sobre su cutis picado de viruela. La cámara ahora enfoca muy de cerca sus ojos, donde destaca el brillo de unas lágrimas remisas. Mientras, suena la voz de una mujer, que canta un bolero sobre amores prohibidos; y también se oye el susurro lejano de la lluvia. Entonces, muy lentamente, se abre el plano y se distingue la mano de Raimundo sobre el hombro de José Javier. “Rasga el velo / y sal al amor / dale tu mano / y tu corazón”; esto dice la voz de la cantante, mientras ya observamos el rostro entero de José Javier, la mano de Raimundo en su hombro derecho, la cadera de Raimundo, y tras él, tras la penumbra de la habitación una puerta abierta que da a una estancia iluminada. Entonces la cámara se lanza sobre la mano de Raimundo, una mano viril, velluda, y la sigue cuando se mueve hacia la mejilla de José Javier, y retrata el contraste entre la rudeza de la mano y la caricia que ejecuta. En el fondo de esta escena sigue la puerta, encendida por la luz proveniente de afuera. Entonces, en medio de la caricia, una oscura figura femenina aparece en la puerta, se recorta en el contraluz. Un trueno ilumina la habitación y en el mismo instante hay un plano de algunas flores del jardín anochecido, azotadas por la lluvia que ahora retumba en la sala de cine. El plano vuelve inmediatamente a la habitación y al susurro de la lluvia que acompaña al bolero, y la mujer da unos pasos hacia los hombres, que se han levantado y se han apercibido ya de la pistola que empuña la mujer. Plano principal de la pistola, los dedos pálidos de la mujer, el perceptible temblor, el silenciador del arma… “¡Marta!”, grita sin estridencia Raimundo. “Juego sin nombre / senda prohibida / dame tu mano / dame tu vida!”, recita ahora la mujer del bolero, y los labios de Marta también tiemblan, alcanzados por un torrente imparable de lágrimas que han derretido el maquillaje de sus ojos y sus mejillas. Y suena un disparo, y luego otro, y el bolero acaba con una toma en la que los ojos de Raimundo, muy abiertos, miran a ningún sitio sobre un pequeño y creciente charco de sangre que corre por el parqué, y que más allá (el enfoque va descubriéndolo) se une con la sangre que mana de José Javier, y ahora el plano se mueve lentamente para subir hasta el rostro destrozado de Marta, que llora mientras llueve, que se pasa la palma de su mano por el rostro y acaba de dibujar algo así como la desesperación, y canta mientras llora: “Amor / añoro tus caricias / añoro tu pasión…”.

almodovar Bueno, verán ustedes, esto bien podría ser una escena de alguna película de Almodóvar, pero no es así, es sólo una pavada que acabo de inventarme. Si no he conseguido del todo que hayan pensado en Almodóvar es porque no acerté a poner en la escena algunos elementos bastante característicos del manchego, como por ejemplo alguna pincelada escatológica, algún chistecito socarrón, alguna teta inesperada, alguna palabrota descontextualizada… Y porque el tempo en las películas de Almodóvar es muy importante, inimitable, absolutamente artificial como él mismo.

Creo que la última película que vi de este hombre fue Matador. Luego me prohibí a mí mismo perder más el tiempo con su cine. Y es que las tres o cuatro últimas películas suyas que sufrí me fueron recomendadas de la misma manera: vale, hasta ahora Almodóvar no ha hecho más que tonterías, pero matador_afficheno te pierdas esta última, es distinta, una gran película, una maravilla. Recuerdo que Matador me estuvo matando desde el principio, pero cuando uno de sus actores soltó la última frase de la película, me juré que jamás volvería a ver nada tan ridículo. No recuerdo esta última frase, ni apenas nada de la película; se ve que no todo es malo en mi memoria, y que posee algún filtro de inteligencia que impide que semejantes chorradas ocupen espacio en mi cabeza.

Las películas de Almodóvar, las que yo he visto (bueno, y los miles de millones de escenas de cada una de sus otras películas que nos repiten hasta la saciedad en todos los medios, como corresponde a un director de cine que, más que eso, es un tipo listo del negocio cinematográfico), están preñadas de chabacanería, y no son más que astracanadas, disfrazadas de procacidad, que se han ido refinando con colaboradores cada vez más profesionales, pero que en ningún momento consiguen dejar de ser ridículas. Tenemos a un muchacho que vive del escándalo mientras nada a favor de la corriente de una movida bastante cateta, y que genera subproductos que pueden atraer por su extravagancia, pero nunca por su genialidad. Poco a poco, el muchacho se hace más fino, y a diferencia de otros no gasta el dinero en drogas y en lujos, sino que él lo invierte en ganar un óscar. Entonces se lanza a hacer cine de autor, eso sí, sin renunciar a los chistecitos facilones y groseros, sin dejar de usar ese mundo de gente rara que, supone él, lo convierte en un Robin Hood de los proscritos. Remeda con igual dosis de insolencia y de sensiblería a Hitchcock y a Ford, a Bogart y a Brando, y aplicando a sus vainas una dosis apabullante de morbo, eso sí, de la variante más idiota del morbo, consigue convertirse en el abanderado de la liberación sexual de este país. No he de negar que sus tonterías no hayan contribuido a que todos consideremos determinadas diferencias antes perseguidas, pero si es así que le den la Gran Cruz Laureada de San Fernando, o una medalla al mérito en el trabajo. Porque ello no impide que su cine sea insoportable. Aunque en el mundo en el que ahora vivimos, rodeados como estamos de admiradores de series que han copiado la chabacanería fácil y pretendidamente profunda de nuestro genio manchego, lo mismo estoy meando fuera del tiesto. Pero oigan, es que en los tiestos no se mea…

Les regalo un trocito de Matador, donde he revivido con lágrimas en los ojos la singularidad del montaje, el manejo incontestable de los diálogos, el arte insuperable con el que dirige a los actores, ese halo de tragedia que sobrevuela hasta la más estúpida de sus frases… Una maravilla.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Ventilación natural

Nuestro ínclito y nunca suficientemente venerado alcalde de Sevilla, Don Alfredo Sánchez Monteseirín, acaba de proferir su última gilipollez. Creo que es bueno que todos conozcamos estas historias, porque quien sabe si muchos de los súbditos de este país conservan aún la peregrina idea de que los políticos son verdaderos servidores públicos, y que hacen los pobres lo que pueden en un trabajo tremendamente complicado.

Nuestro amigo y sus colegas del Ayuntamiento han anunciado que quedan totalmente prohibidos los sistemas de aire acondicionado en todos los colegios de la ciudad, aduciendo que los mismos producen un alto coste energético y van contra la sostenibilidad, y que van a estudiar medidas alternativas como la instalación de cubiertas vegetales, el uso de protectores solares y el aprovechamiento de la ventilación natural (je, je, esto último es lo mejor, sin duda). La verdad es que ya me quedaba poca capacidad de asombro. Como padre hube de superar aquellos primeros cabreos, cuando mis hijos, aún pequeñitos, se asaban literalmente en su aula desde mediados de mayo hasta finales de junio, y a veces desde mediados de septiembre hasta mediados de octubre. Para compensar la calor (en femenino, por supuesto, porque es la calor sevillana), sólo tenían a su disposición el frío ocasional del invierno, porque no hace falta que venga una ola de frío a Sevilla para que en muchos momentos del otoño y el invierno uno se quede congelado en un aula, mucho más si se permanece sentado en ella durante cinco horas y desde bien tremprano. Y aunque mis niños siguen hoy día asándose y congelándose en sus aulas de secundaria, yo ya me hice a la idea de que es una simple cuestión de educación espartana.

Ahora parece que nuestros enanos y enanas deben pasar frío y calor porque así se ganan el cielo de la sostenibilidad, ese mismo cielo que inspiró a nuestros mentecatos mandamases para colocar carteles de “Sevilla, ciudad sostenible” justo en un barrio que se cae de delincuencia y malvivir. Por supuesto, ni este señorito que tenemos por alcalde ni ninguno de sus secuaces (todos socialistas, por supuesto, tan cercanos al pueblo...) renunciará nunca a sus lujosos despachos con refrigeración de última generación; y tampoco renunciarán Chaves y los miles de cargos de confianza que visten y viven a tutiplén, señoritos de los nuevos cortijos virtuales que comparten caza, toros y ópera con empresarios y banqueros, al fresquito de sus despachos forrados de madera ni al de sus vehículos de lujo. Y yendo más allá, tampoco eliminarán los sistemas de acondicionamiento del aire en tantas y tantas administraciones, regidas por descerebrados, y trabajadas por más de uno y más de dos vagos. Y es que los niños lo aguantan todo, incluso la violencia de género...

De todos modos, hay que reconocer a este Alcalde y a su equipo que al menos van contando lo que hacen, declarando públicamente sus barrabasadas y tratando de justificarlas con argumentos, vale, estúpidos, pero argumentos al fin y al cabo, y ¿no es la esencia de la democracia el diálogo? Y oigan, sin el más leve atisbo de cinismo, que a nuestro Alcalde la inteligencia ni siquiera le alcanza para ser cínico. Le basta con ser listo en este mundo podrido de la política, aunque creo que le salió otro más listo que él y lo mismo nos lo vemos dentro de nada retirado en alguna dirección general de leches fritas, con su despacho requetelimpio, fresquito en verano y calentito en invierno, y sus posaderas gordas de felicidad. Un señor, vamos, la imagen viva de la salud de nuestra democracia.

[La redacción del blog ha omitido todas las palabras malsonantes, reduciendo el texto a menos de la mitad del original].


martes, 20 de mayo de 2008

El último naufragio

Es temprano, y Clochard se remueve inquieto al despertar. Los cartones no crujen porque están húmedos. Ha vuelto a soñar, ha vivido de nuevo ese sueño recurrente que parece querer enlazarse algún día con la realidad. La realidad...

(Foto de Silvina C. Vladimirsky)

Flota en la balsa, solitario en medio del océano, como algunas veces se ha sentido mientras camina por las calles tirando de sus hatillos. El vaivén musical de las olas lo mecen y colaboran con la monotonía para sumergirlo en un letargo que se hace más y más profundo. Se duerme empujado por la quietud, a la vez consciente de que dormir es una forma provisional pero placentera de olvidar, de morir, de acabar de una vez con la monotonía. El tiempo pasa por fuera de Clochard, indiferente a su sueño, y entretanto el mar despierta, comienza a encresparse, a removerse como un gigante malhumorado. Los primeros embates del agua contra la balsa no despiertan a Clochard, cuyo sueño es profundo como ese gran hueco infinito que se abre ahí arriba, tras las nubes acechantes. Pero el viento indignado y las olas furiosas acaban rompiendo contra el vagabundo, que se recobra de la muerte provisional del sueño en el centro de un gran torbellino de golpes y espuma. Manejado como un pelele por el vendaval azul, en el seno claustrofóbico del monstruo, cualquier movimiento reflejo, cualquier intento de compensar la fuerza del agua con sus brazos o sus piernas acaba hundiéndolo más, agotándolo, aumentando su desesperación. El agua salada penetra avariciosa en su cuerpo: no le basta con hundirlo y golpearlo, quiere conquistar sus entrañas, recuperar su cuerpo y transformarlo de nuevo en mar, en sustancia primera, en arena indistinta. Clochard no puede pensar, sólo siente miedo, mucho miedo, y como un niño pequeño acude a su última posibilidad de escapar: el sueño, dormir. Necesita dormir, olvidar, morir para no sentir la muerte. Y duerme...

Clochard despierta en la balsa agotado, con la piel cubierta de sal y los labios resecos. Una vez más el mar lo ha devuelto a la vida. Pero Clochard advierte que, en cada despertar, el vaivén monótono de las olas presagia con más nitidez la tormenta final, el naufragio último tras el que descansará por fin.

Ahora, entre los cartones mojados y con el ruido incontenible del tráfico de la mañana, Clochard nota que esta angustia que le dejó la pesadilla sabe salada, que cada mañana arrastrando la basura de su equipaje, tirando de esta suerte incierta de vivir, presagia con más nitidez el último naufragio, el que lo devolverá al fondo oscuro del mar.

lunes, 19 de mayo de 2008

El arte nebuloso del turbulento

A vueltas con el tema del arte, el otro día tuve oportunidad de visitar en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo la exposición Instinto y moral. Dalí, Goya, Picasso. Obra Gráfica. La exposición era diminuta, y aunque el arte no deba valorarse por cuestiones de cantidad, bueno, la ilusión con que se entra a una exposición se ve un tanto frustrada si la misma se acaba poco después de empezar... Pero la razón fundamental de que la exposición no me pareciese genial residió en los dibujitos expuestos de Dalí, que me recordaron a tantas y tantas obras maestras realizadas por compañeros y conocidos que se aburrían en alguna clase...

Se exponían algunos grabados de la serie Los cantos de Maldoror, inspirados en una obra homónima y supuestamente subversiva de Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont. Alguna vez oí, no me pregunten dónde, que Dalí era considerado un charlatán por muchos de los artistas afectos al surrealismo. Digamos que, en una corriente ya de por sí bastante inconsistente, el hombre pretendía ser un payaso, pero acababa siendo un ejemplar frustrado, sin la chispa y la tristeza de los buenos payasos. Y eso sin contar con sus devaneos con el régimen franquista, algo que le valió ser uno de los pocos intelectuales turbulentos que Don Francisco aceptó de buen grado.

Entré en la minúscula sala de la exposición seguro de que el recorrido correcto era Dalí, Picasso y Goya. No he visto muchos cuadros de Dalí, pero los que vi me hicieron echar de menos a Frazetta, Corben y otros ilustradores de cómic bastante más profundos que el figuerense. Así que, tratando de abrir mi mente y mis ojos (porque la luz de la sala era horrorosa), comencé con los grabados de Dalí. Y en efecto, ¡cuántos recuerdos! ¡Cuántos compañeros combatiendo el aburrimiento con retorcidos y jugosos garabatos que acababan en la papelera! Su indudable capacidad técnica servía a Dalí para pergeñar figuras compuestas de huesos, o cuerpos desvaídos que iban surgiendo de un ataque de trazos hasta formar siluetas reconocibles... Recordé aquel dibujo que hice cuando estudiaba anatomía: sin el más mínimo dominio de las técnicas del dibujo, mal dibujé con detalle un esqueleto y luego lo recubrí con los músculos, y el hombrecito que apareció tenía su aquel, créanme. En fin, que paseé ante los grabados de Dalí algo apabullado por la habilidad que tienen algunos para pasar a la posteridad sin despeinarse el bigote.


Luego Picasso vino con su elegancia, con su personalidad, con sus minotauros y la belleza de las civilizaciones perdidas, con el sexo y la violencia aromando sus grabados, y sobre todo con un par de ellos que no he podido encontrar en estos pagos electrónicos, y que me engulleron literalmente. Y al final Goya con sus desastres, con sus mejores vistas, en las que resucitaba demonios y desentrañaba los miedos más naturales emergiendo de los fondos oscuros y geniales de sus grabados.

Hoy busqué referencias del Conde de Lautréamont y de sus cantos, y encontré textos de los que apunto una muestra:

Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. Entonces, qué grato resulta arrebatar brutalmente de su lecho a un niño que aún no tiene vello sobre el labio superior y, con los ojos muy abiertos, hacer como si se le pasara suavemente la mano por la frente, llevando hacia atrás sus hermosos cabellos. Inmediatamente después, en el momento en que menos lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, pero evitando que muera, pues si murieran, no contaríamos más adelante con el aspecto de sus miserias. Luego se le sorbe la sangre lamiendo sus heridas, y durante ese tiempo, que debería tener la duración de la eternidad, el niño llora. No hay nada tan agradable como su sangre, obtenida del modo que acabo de referir, y bien caliente todavía, a no ser por sus lágrimas, amargas como la sal. Hombre, ¿nunca has probado el sabor de tu sangre, cuando por accidente te has cortado un dedo? Es deliciosa ¿no es cierto?, porque no tiene ningún sabor. Además, ¿no recuerdas el día que, en medio de lúgubres reflexiones, llevabas la mano formando una concavidad hasta tu rostro enfermizo empapado por algo que caía de tus ojos; la cual mano se dirigía luego fatalmente hacia la boca que bebía a largos sorbos, en esa copa trémula, como los dientes del alumno que...

...y bla, bla, bla. Se equivocaba este individuo, la sangre sí tiene sabor. A mí siempre me supo mi sangre al color amarillo. Y no sólo la sangre tiene gusto, sino que la misma historieta que el conde vomita y Dalí dibuja posee un inusual y repugnante mal gusto. Lo mismo me estoy poniendo un poco surrealista con eso del sabor amarillo de la sangre, pero ustedes sabrán perdonarme...


viernes, 16 de mayo de 2008

De La Ñora a Gijón

Llovía. La gente se encontraba cansada, y el viento alborotaba la lluvia hasta hacer enojosa la tarde. La calidez del apartamento les atrajo irremediablemente, y por eso los acerqué a la casa. Luego, conduciendo hacia el mar, advertí esa agradable amplitud que trae siempre lo indeterminado, lo desconocido, cuando no te anima otro objetivo que el de vagar al arrullo de la canción azul. Bajé del coche y el vendaval se aliaba con ese gran monstruo de agua y sal…




Con mucha dificultad hice algunas fotos. Apenas podía mantener abierto el paraguas. Luego guardé la cámara y contemplé toda aquella furia gratuita, de algún modo diluyéndome, disolviendo todas mis complicaciones en un sencillo esquema primordial. El mar era un viejo corpulento que durante eras había azotado las costas, ya desde mucho antes de que Dios siquiera nos hubiese imaginado.

Un arroyo desembocaba en un lateral de la cala. Lo había visto al bajar del coche, y entonces me extrañó que un hombre mayor anduviera lanzando su caña en el fondo del valle por el que corría, porque sus aguas bajaban oscuras y sospechosas. A la vuelta, mirando el arroyo y comprobando que el viejo se había marchado, reparé en unas escaleras de piedra que, entre eucaliptos, subían hacia un lateral de la cala.


Comencé a subir protegido del viento y la lluvia. El silencio se rehizo, para ser interrumpido sólo por mi agitada respiración. La pendiente era grande, pero yo ascendía al acantilado como hacia una promesa. Arriba, desviándome de la escalera que continuaba subiendo, me esperaba un mirador donde las ráfagas de viento volvían a desordenar una lluvia menuda y persistente.


Desde el mirador pude contemplar la nitidez de la playa de la Ñora, y hacia poniente la línea de acantilados aparentemente inalcanzables…



Seguí haciendo fotos, hasta que no hubo rincón donde mis ojos no se hubiesen posado. Al fin decidí bajar, pero la escalera que subía aún más me llamaba con voz poderosa. Acaso un poco más de subida y volvería. Quedarían dos horas de luz, pero el cielo se oscurecía por momentos, amenazando con tormentas y desastres, aquel gran cielo infinito...

Unos metros más arriba encontré un camino, un camino suave que serpenteaba por el borde de los acantilados. Descendía suavemente para luego subir de nuevo, y de pronto perderse internándose en los bosques tierra adentro. No tenía prisa…


Y así fueron apareciendo acantilados, lenguas de piedra que se adentraban en el agua sometidas a la espuma y la rabia. La soledad y un virtual silencio me acompañaban en el esfuerzo de subir y bajar por el camino. La lluvia arreciaba y el paraguas servía de poco. Ah, qué dulzura sentirse allá, desvalido, presintiendo el trueno, la tormenta furibunda que podía romper como una gran ola sobre aquel pobre vagabundo…




Pasó casi una hora, y por no dar una oportunidad a la noche retrocedí sobre mis pasos. Justo antes de volverme, permanecí unos minutos extasiado ante la visión lejana del cabo de San Lorenzo, donde un infierno de olas entrechocaban y se deshacían contra una pequeña isla. Pensé que si me daba prisa podría tratar de encontrar un camino hasta la punta del cabo. Apreté el paso y pronto bajé las escaleras de la playa.

Miré un mapa, pero internado en el laberinto de carreteras de la costa acabé llegando a Gijón. Detuve el coche en un pequeño parque, El Rinconín. Una mujer se bajaba de su coche con un perro, y algún valiente corría entre los jardines. Subí por el sendero que acercaba a San Lorenzo, y el perfil de Gijón iba cambiando en cada metro de camino.




Arriba, junto a un camping de caravanas, ya en la Punta del Cervigón, el espectáculo de la lucha del agua y la roca me retuvo mucho tiempo, tanto que dio tiempo a que la noche apuntase sus primeras sombras. Como si fuera la primera vez que observaba el mar, permanecí allí, quieto, asombrado, durante mucho, mucho tiempo, y cuando quise recoger la grandeza de aquella lid de gigantes sólo pude captar este reflejo…


Seguí caminando bajo la lluvia y la sorpresa, el frío, el vendaval…


Pero al final ahí estaba, el Cabo de San Lorenzo, el círculo de mi pequeña aventura cerrado como un mundo diminuto, como un sueño innecesario que se desleía en la noche lenta…


Volví de nuevo, y entonces paseé por el parque, divisando a lo lejos a esa madre que dice adiós a lo que más quiso…




Gijón bendecido por la lluvia, y la noche que llegó imperceptible, acariciándome con sus manos de madre inmortal...

Un ratito de risa...



Clochard en la noche

Clochard murmuró: «Me gusta resbalar en tus últimas palabras recogiéndolas a destiempo, contagiándolas de esta sorpresa nocturna. Me gusta rociarlas de aperturas y licencias, y luego bebérmelas como se bebe la limonada fresca con hierbabuena. Yo querría oírtelas, paladear sus sonidos salpicados de risas tuyas, sin la servidumbre de tener que imaginar la exquisita entonación de tu voz. Los días transcurren abrumados de ruidos, del tráfago insensato de los horarios, con las calles atestadas de viandantes tan lejanos, y mis sueños encallan en los inservibles zaguanes, entre cartones manoseados y sólidas tristezas. Pero a mí, cuando la noche se asienta, me gusta resbalar en tus últimas palabras, recogiéndolas sin tiempo, contagiándolas de esta eternidad anochecida».

lunes, 12 de mayo de 2008

La ingenuidad del paseante


No me puedo contener, lo tengo que decir. Y es que caminaba yo hace un rato hacia mis santas obligaciones diarias cuando llego a ese pasadizo del que ya os hablé alguna otra vez, uno construido con grandes bloques de cemento y uralita en la larga fachada de una manzana en rehabilitación. El pasadizo, que con frecuencia y sin aviso está cerrado, hoy estaba abierto, y por su anchura permite que dos personas pasen a la vez, siempre que cada una de ellas se aparte un poco.

Hoy venía yo escuchando a Mike Farris y dándole vueltas a varios pensamientos con los que me levanté, cuando diviso al fondo del pasillo a una mujer joven que viene en sentido contrario. Sigo caminando, la música aislándome del ruido del tráfico. La chica se acerca. Bueno, así a simple vista, y sin dedicarle más que un vistazo desde lejos, no es que sea el paradigma de cuerpo escultural, pero hoy vengo pensando en otras cosas, tendría que partirse por todos lados para que yo me fijara, eso sí, con educación, en su cuerpo. El pasadizo tiene aberturas a la avenida que lo ensanchan. La muchacha y yo coincidimos en uno de los tramos cubiertos, y comprobando que ella camina muy digna justo por el centro del pasillo me aparto y espero. La mujer pasa como una reina, el paso firme, la mirada en el horizonte, el porte majestuoso. Por un instante pensé que giraría la cabeza y me agradecería con un simple gesto la amabilidad, pero no, de esa esperanza pasé a la amarga constatación de que había cedido el paso a una estúpida maleducada. De veras, sé que hay gente pasándolo peor que yo, la mayor parte de ellas mujeres, pero, con todos los respetos, estoy hasta el coño del machismo imperante, y lo digo en serio, sin ironías...

domingo, 11 de mayo de 2008

La cultura y el vómito

Acabé de leer el libro de José Luis Ferris, Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta, con la sensación de pertenecer a un país que ha sido tremendamente injusto con una persona apasionada y limpia, un hombre del que todos deberíamos sentirnos orgullosos. Pero a esta sensación se unía otra, una enseñanza más bien: en el pueblo, entre los muchos, hay cientos, miles, millones de personas que, sin haber escrito un verso, merecerían otro trato bien distinto por parte de esta sociedad.

El libro de Ferris, correctamente escrito y combinando pasión y rigor a partes iguales, nos relata la corta vida de un pastor nacido para las palabras, un hombre bastante común, enamoradizo, maleable en todo lo que de accesorio tiene la vida, pero honesto y limpio en sus valores de respeto a los demás. El pastor oriolano, animado por una fiebre juvenil, busca el reconocimiento en una capital estremecida por los vaivenes políticos, y llena de artistas consagrados, algunos de ellos instalados en una vanidad bien alejada de la poesía que publicaban. De entre los consagrados, Neruda y Aleixandre lo acogen con cariño, y adivinan en él y en su poesía esa ardiente sinceridad que, en mi opinión, es condición necesaria para que cualquier escrito valga algo. Por contra, Lorca, quién sabe si por una sensibilidad algo condicionada por su pulcro origen, desprecia tozudo a un Hernández que huele a campo, tal vez a pobre. Alberti y su mujer, María Teresa León, aceptan a ese pintoresco muchacho que decora sus afanes surrealistas.

Tras el libro de Ferris esperaba uno de Ian Gibson. Era un regalo de mi gente, y hablaba de las vicisitudes sufridas por cuatro poetas durante la Guerra Civil: Machado, Juan Ramón Jiménez, García Lorca y Miguel Hernández. Alcancé sólo la mitad de lo dedicado a Machado, y no pude seguir. Me aburría mortalmente. No obstante, en la forma de relatar de Gibson creí descubrir ese mismo aire de comprensión por todos esos poetas vanidosos que jugaban a las honduras con un ojo puesto en la adulación de los demás. A algunos de ellos no los he leído lo suficiente como para poder opinar sobre su poesía, además de que, como he repetido ya demasiado, entiendo poco de este lenguaje.

Gibson usa como hilo conductor de su libro las peripecias de Pablo Suero, periodista y dramaturgo argentino que llega a España para informar in situ sobre la situación española a los lectores de su periódico. Hablando del día que Suero conoce a Alberti y a su mujer, Gibson comenta:

“Después del homenaje [concedido a Valle-Inclán por una multitud de artistas], Suero conoce por primera vez a Alberti y María Teresa León. «Fui un viejo amigo de ellos desde ese instante», escribe. Unos días después los visita en el estupendo estudio que ocupan en una «torre» al final de la calle del Marqués de Urquijo (hoy una placa colocada al lado de la puerta recuerda la estancia de la pareja). El estudio da al parque del Oeste y, más allá, a la Casa de Campo” [pág. 32].

Algunas páginas más adelante, Gibson habla del día que Suero es llevado por Lorca a conocer a su familia, que por entonces residía en Madrid:

“Un día el poeta lleva a Suero a conocer a sus padres y hermanos, con quienes comparte un amplio piso de la calle de Alcalá, 96 (hoy, 102). […] A pesar de ser agricultores ricos de la Vega de Granada, «están con el pueblo español, se duelen de su pobreza y anhelan el advenimiento de un socialismo cristiano»” [pág. 35].

Para terminar las citas, apunto ésta con la que el autor comienza la descripción del día en que Suero visita a José Calvo Sotelo, uno de los líderes de la derecha:

“José Calvo Sotelo recibe al argentino media hora después en su lujosa mansión, con salones amplísimos, del barrio de Salamanca” [pág. 37].

Durante estas páginas obtuve la impresión de que Gibson alababa la esplendidez del estudio de Alberti y María Teresa León, y la amplitud y buena situación del piso de la familia García Lorca, pero que denunciaba la lujosa mansión de Calvo Sotelo. Y lo cierto es que todos andaban bien lejos de la paupérrima situación general del pueblo español. El señor Calvo Sotelo daba con ello lógico contenido a sus valores aristócratas, pero los otros, situados al lado del pueblo, comunistas y socialistas aseados y declarados, no daban precisamente demasiado ejemplo a ese pueblo que llenaba siempre sus escritos. Sé que no conviene simplificar la vida de gentes que vivieron una época difícilmente comprensible a tantos años de distancia; sería injusto parcelar el mundo en malos y buenos, pintarlo de negro o de blanco: nuestro mundo, por fortuna o desgracia, se encuentra lleno de grises. Pero el mundo artístico siempre ha seguido unas pautas de exclusividad y esplendor, por no hablar de exhibición, que no pocas veces me ha asqueado. Numerosos artistas lanzan al mercado consignas bellamente urdidas, pero que nada tienen que ver con sus vidas, con sus valores y pensamientos. Es un olor característico que tengo la desgracia de percibir, y que me repugna profundamente.

En los primeros días de la Guerra, cuando cientos de miles de personas sufrían la violencia de la contienda, cuando montones de jóvenes eran arrancados de sus padres para luchar en un bando o en otro, para asistir a la sangre de sus amigos y familiares; cuando ingentes cantidades de mujeres, viudas o casi, demostraban su valor implacable sacando adelante a sus familias con enormes sacrificios, mientras sus padres, esposos e hijos luchaban y caían en una contienda incierta y sucia; o cuando esas otras mujeres también cogieron un fusil para defender a sus vecinos y su derecho a decidir el futuro; cuando todo esto pasaba, Miguel Hernández había decidido cantar su poesía en las trincheras, mientras luchaba al lado de sus iguales, sin faltar un solo día, compartiendo con el pueblo al que pertenecía un fusil y el silbido de las balas, el hacinamiento, el frío mortal que luego contribuyó a su muerte, o un rosario posterior de cárceles. Y mientras todo esto pasaba, en esos días de horror, Alberti, María Teresa León y otros usaban un escondrijo de lujo, proporcionado por el Gobierno de la República a sus artistas, para organizar fiestas de disfraces en las que no faltaba un detalle, ni siquiera el ineludible toque surrealista. De día se acercaban al frente y, en actos bien organizados, cantaban a aquellos pobres desgraciados algunas canciones que dios sabe si entenderían. Luego, con el deber cumplido y la conciencia y la camisa limpia, volvían a su madriguera lujosa y disfrutaban de la vida, porque a ver, si no, de dónde iban a sacar estos señoritos suficiente surrealidad para sus hermosas mentiras…

Miguel Hernández protagonizó allí un episodio que recuerda el de Cristo en el templo. El poeta, cansado y enfermo por su estancia en el frente, y preocupado porque tiene a su mujer y a su hijo en Alicante, tan lejos, acaba sublevándose contra aquel lujo y aquellos personajes enjabonados y pagados de sí mismos que juegan a la guerra. Por supuesto, recibe la respuesta que merece un muerto de hambre que apenas sabe vestir con corrección. Y hay que recordar ahora que Hernández, aun siendo el hombre que fue, tuvo tanta, tanta suerte al lado de otros millones de pobres diablos… Menos mal que luego fueron inmortalizados por las floridas mentiras de algunos poetas de manos impolutas y suaves, ascendientes de muchos de los que hoy vomitan nuestra cultura.

sábado, 10 de mayo de 2008

Los sonidos de la luna 5

5front1 Cruzar el río y morirse de amor en el Bosque, sumergirse en los alados caprichos, arrullado por los besos gratuitos y sometido a la libertad de una penumbra de cuento, entonando himnos azules sobre el verde escenario de la selva… La sangre, toda roja de ímpetu y aliviada por las tristezas necesarias, relumbra cierta y valiente bajo la piel translúcida de los seres mágicos…


[Si alguien los desea, que me escriba un mensaje. Veremos la forma de hacérselos llegar. No encuentro el modo de mantenerlos colgados…]
Cd Air 3 sonidos luna 2b sonidos3back Sonidos4b 5Back1 5Back2

jueves, 8 de mayo de 2008

Helmántica

Sin mar, titilan como estrellas petrificadas alumbrando los paseos calmantes, los diálogos a media voz, la media luna de una sonrisa sobre la que pasó el tiempo…
Monstruos perspicaces y prudentes, petulantes, inesperados se agazapan en los rincones y en las alturas, en los desagües y escondrijos, como excrecencias festivas del mal, como luminarias de la ciencia y el desorden primordial…
Hay un cielo tejido de piedra, y una piedra húmeda de cielo. Gaudeamus solemne, reciedumbre traviesa de los sentimientos que modelaron tejados y laberintos…
La Iglesia tortuosa, excesiva y asombrosa con sus vórtices de oración y clausura, con sus dominios terrenos, con sus revoltijos de misterios, y anzuelos armados del silencio que calma nuestra sed…
Diminutos como suspiros, nadando en el pasmo, navegábamos sin saber muy bien dónde andaba el cielo o el infierno…
Hay en Helmántica ríos de cauce blando que nos alivian de lo enorme, que nos llevan flotando entre la paz de los colores de la tarde…
Un alto para el vacío impreciso, para el eco temeroso, para el frío centenario y el órgano y sus latidos, lejos del mundo de los hombres…
La amabilidad del sol se derrama ante nosotros para componer un lienzo sin azar. El oro antiguo de las tardes…
El Tormes murmura historias olvidadas a nuestros resonados oídos, susurros dulces y tristes que acarician a Helmántica…
Cristo reinando en su muerte, presumiendo de su dolor, rigiendo con artes de sangre en feudos que en el fondo nunca fueron suyos…
Bares, cuentos y miradas, espejos y la máquina bulliciosa del regocijo funcionando con el trajín incansable de un veterano camarero, y fuera Helmántica…
Helmántica abierta, una ciudad que acaricia...