miércoles, 18 de noviembre de 2020

Con él...

 


Con él aprendí a leer y a escribir. Sólo con eso, ya había hecho tanto por mí… Y con él supe quién era Julio Verne, y qué bien olían esos raros objetos llamados libros. Porque él, trabajador manual a tiempo completo, supo siempre que los libros eran puertas a otros mundos, y que contenían el secreto de todos los viajes. Fue él quien me mostró el hechizo de la radio y de la noche, y con él tuve ocasión de sopesar el valor que las caricias tienen para un niño, caricias que olían a brillantina y me llegaban cargadas de protección y ternura. Y sin él pretenderlo, en la radio, me presentó a Rimski-Kórsakov, o a Dvořák, que en las noches misteriosas sonaba con su nuevo mundo como un presagio de infinitas quimeras, como el anuncio vigoroso de la música que luego vino a conquistar mis oídos. Con él caminé entre olivos, exploré casas abandonadas, aún calientes de vida, y con él me aficioné a los laberintos de veredas. Con él paladeé el desdeñado y dulcísimo fruto de las moreras, que recogíamos en bolsas mientras él removía las ramas desde alturas formidables, y a su lado acaricié las espigas de trigo y los horizontes abiertos. Con él me fijé tal vez en mi primera nube, y me extravié por los campos y descubrí castillos solitarios y riberas. Con él salté sobre las fantasías que el agua había tallado en las rocas, y crucé carreteras solitarias, y aspiré el aire limpio del mundo original. Con él vinieron el cine, el circo, el teatro, rudimentos construidos con su sencilla ilusión de hombre sencillo, y que se quedaron en mi corazón como semillas de la felicidad. Con él aprendí a confiar, a aceptar el riesgo de la decepción en nombre de la cordialidad. Y también aprendí a valorar el vuelo parabólico y preciso de aquel chut suyo, que con elegancia ponía la pelota en la escuadra, y a soñar con la épica del fútbol, aunque luego me desvelara que esa épica es sólo lo que queda cuando el presente se ha convertido en nostalgia, porque los diminutos prodigios diarios son los más convenientes. Por él quise ser decente, moverme por honor y con respeto, y también por él aspiré a revolverme contra los abusos, y eso que él se crió en el miedo y el horror, en la acechanza demente e imprevisible de la dictadura. Con él, que no había sabido conservar su familia, respiré sin embargo el cariño por mi gente, la lealtad de la sangre. Y por él quise a todos los niños del mundo, como él los quería, y con ilimitada torpeza me di a venerar a mis hijos, que sin saberlo pisan sobre muchas de las huellas que él grabó sobre esta tierra. Sus brazos son mi ejemplo, su bondad mi destino. Y reconozco su humanidad ―llena de imposibles, salpicada de pesares― en el latido de este corazón mío, que impulsa mi sangre mientras le canta muy bajito, a él, en el silencio de esta noche en la que, desde su río, cumple 93 años.



miércoles, 20 de mayo de 2020

Ella y él

 
Ella y él llevaban treinta y tantos años sin dirigirse la palabra. En esa eternidad se habían visto fugazmente alguna que otra vez, pero no habían hablado desde aquel lejano día en que él se marchó para siempre. Ella se quedó con el corazón roto y la rabia de un futuro arruinado, mientras que él se fue con sus celos, tan dolorosos como enfermizos, y el tormento de no despertar cada día rodeado de sus niños.

A partir de entonces, odiándose con fervor, ambos existieron en exclusiva para sus tres hijos, y no buscaron otros abrazos ni pensaron en el alivio de otro querer. Ella se encargó de la titánica labor del cuidado, aunque pronto tuvo que salir a la calle para, además, limpiar por unas pesetas las inmundicias de algunas familias pulcras y liberales. Él, por su parte, pasó las semanas enteras, del alba al ocaso, entre herramientas y ruedas, y no hubo un solo domingo en que faltara a la cita con sus hijos.

Él y ella intercambiaron un odio generado, con razón o sin ella, por la dignidad y por la nobleza, un odio sólo superado por el amor que ambos merecían.

Una tarde, treinta y tantos años después, se volvieron a encontrar. Por entonces, él comenzaba a caer en la telaraña del Alzheimer. Incapaz ya de vivir solo, cada mes se alojaba en casa de uno de sus hijos. Le era imposible practicar la pesca, su pasión después de jubilarse, y el humor le había cambiado con la enfermedad: recelaba de sus nueras, de su yerno, que, decía, lo acosaban e insultaban impunemente.

Aquel día se fue abrumado de casa del menor de sus hijos. Estaba convencido de que su nuera lo hostigaba y él, por orgullo, no podía permitir más atropellos. Había llegado a un punto insoportable y quiso buscar el consuelo de su hija, contarle lo que estaba pasando, pedirle ayuda. Y así se dirigió a su casa. Su hija no estaba, y fue ella, ella, la que contestó. Cuidaba de sus nietas. Sonó el portero electrónico y contestó, y esas fueron las primeras palabras que cruzaron en treinta y tantos años. Ella le abrió la cancela y él subió. Luego le abrió la puerta y él entró. Y lo vio tan angustiado… Él habló y ella lo escuchó, y luego trató de calmarlo. Intentó que comprendiera, que las cosas no eran del todo como él las veía, que debía tener paciencia y cuidar de él mismo… Al final, él se fue de allí más tranquilo, después de haberse quebrado aquel silencio eterno.

Dos, tres años después, él paseaba con su hijo mayor por el patio de la residencia. Charlaban. Él no sabía muy bien quién era aquel hombre que venía a verlo muchas tardes, pero le traía cariño e historias que, eso decía el desconocido, eran sus propios recuerdos. De pronto, él le dijo a su hijo:

―Yo una vez tuve una mujer…

―Mi madre, ¿no, papá? Tu mujer.

―No, no ―contestó él―, fue una mujer que yo tuve…

El hijo, impresionado, pensó que después de tantos años iba a conocer una aventura de su padre. Él siguió contando detalles de su aventura, y su hijo no tardó en saber que hablaba efectivamente de ella, de su madre. Entonces el hijo no quiso decirle que ella había muerto unos meses antes, que en un golpe inesperado del azar su corazón enorme se había acabado de romper para siempre. Su hijo contuvo las lágrimas y siguió paseando, saludando a los viejitos de la residencia, y charlando con su padre, desgranando relatos que estaban trenzados con los recuerdos del viejo, sí, pero también con el aliento de ella, sobre todo con el aliento de ella… Felicidades.