El pub ya no existe, y aunque en estos años otros negocios han intentado prosperar en el local, ahora permanece ahí, cerrado, rodeado de lejanos ecos de jazz y amor, como una abandonada y ruinosa fábrica de sueños. Era estrecho y profundo, y latía siempre en una acogedora atmósfera de tabaco y voces. Al entrar había un pequeño escenario a la izquierda, y a la derecha una larga barra que llegaba hasta el fondo del local. Aquel día avanzamos hasta el final, buscando hueco para pedir las copas, pero su voz me había atrapado al entrar, incluso antes de verla. Era delgada y sutil, y lo que primero advertí en ella fue su pelo oscuro y sencillo, los rizos morenos que caían en suave desorden sobre sus hombros, y entre ellos, entrevista, su carita delicada como una estrella. Cantaba temas de Jobim, con una voz que competía aventajada con la de Maria Creuza.
Pronto mis acompañantes charlaban animadamente, acercándose mucho al oído de los demás para sortear el ruido ambiente. Yo, sin embargo, me había quedado paralizado mirándola, observando aquellos movimientos blandos y sensuales que se acompasaban con una voz que me llegaba más y más fascinante. Un montón de cabezas me separaban de ella, pero de pronto creí que me miraba. Cantaba, movía su cuerpo grácil y su pelo se mecía enmarcando su rostro de ángel, pero sus ojos miraban fijos hacia donde yo estaba. A mis espaldas sólo quedaban mis amigos, que departían entre ellos sin atender demasiado a la música, así que comencé a sentir ese cosquilleo típico de las aventuras. No obstante, pronto quise ser razonable y me pregunté por qué iba a fijarse un ser hermoso como aquel en un tipo vulgar como yo. Y así fue como caí en algo obvio que el afán de aventuras me había ocultado: la chica podía estar mirando a cualquiera de las decenas de personas que había entre ella y yo, algo que ahora consideraba muy probable.
Uno de mis acompañantes llamó mi atención y por un instante me incorporé a la conversación. Al volver a la música, allí estaba ella, su cuerpo en un vaivén elegante y sus ojos clavados en mi dirección. Tracé entonces una recta entre sus pupilas y las mías, y en un escorzo de la imaginación intenté comprobar si coincidía con la trayectoria de su mirada. Imaginé las líneas proyectadas entre el humo y uniéndonos en un sueño inesperado, y espoleado por alguna forma de ilusión me sentía capaz de calcular las tres dimensiones de aquella mirada, y todos los datos me confirmaban que su destino eran mis ojos, mis ojos asombrados.
Pasaron varias canciones y el corazón me latía inusualmente acelerado, hasta que al final de uno de los temas los músicos se levantaron y agradecieron los aplausos, anunciando el final del concierto. La chica saludó al público con una sonrisa irrepetible, bajó de la tarima y se dirigió justamente hacia donde yo permanecía como una estatua. La vi zigzagueando entre la gente, aproximándose a mí como lo hubiera hecho un tornado. No estaba ya a más de un metro cuando abrazó al tipo que se apoyaba en la barra justo delante de mí. Todo fue instantáneo: comprenderlo todo, mi decepción, esa decepción de los soñadores que es a la vez sensación de ridículo y arrepentimiento, y también aquellos ojos, los ojos de la chica. Tras besar a su pareja la abrazó largamente, apoyando la barbilla en su hombro, mientras sus ojos siguieron mirándome decididos durante una eternidad, en una mirada de mundos fabulosos, con un mirar cálido y rabioso, sus ojos que eran las propias puertas de la felicidad. Justo entonces mi gente ya había decidido tomar algo en otro sitio, las copas estaban pagadas y tiraron inmediatamente de mí hacia la calle. Hacía una noche fresca y acogedora.