No recuerdo su nombre, porque todos le llamábamos el Pescaílla. Protagonizó luego un episodio del que me vanaglorio siempre, sobre todo cuando quiero demostrar que a las buenas soy un santo, pero que a las malas no hay quien supere mi mala sangre, y es que mucho después de aquello el Pescaílla me vino a pedir un favor, que no quería hacer guardia el sábado inmediato, que tenía quehacer, y entonces yo le dije que era verano, que más de la mitad de la tropa andaba de vacaciones, y que no podía hacer nada, que él sabía que yo no escatimaba los favores, pero que alguien debía cubrir aquella guardia, y que si no era él no había nadie más. Entonces el Pescaílla se me puso farruco, y yo, cansado de las cábalas para cuadrar el listado de servicios y harto del egoísmo de cada uno, le dije por teléfono, soldado mandón y ejemplar, que él iba a hacer aquella guardia porque a mí me salía de los cojones. Así se lo dije, porque yo cuando me pongo…
Pues aquello lo protagonizó el bueno del Pescaílla, eso sí, unos meses antes, de reclutas, cuando nos llenaban el día de charlas extravagantes y ejercicios que más que instrucción eran sanciones y escarmientos. El Páter, un comandante de tez cerúlea y fantasmal, como corresponde a todo buen enviado de Dios, nos arengaba sobre nuestro papel fundamental en la salvación de la Patria, salpicando su desmañado discurso de referencias al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. En cierto momento, de entre las cabezas que plagaban los asientos y el suelo de la estancia, surgió un brazo blanco e inocente. “A ver, tú, ¿qué quieres?”. Y el Pescaílla que suelta: “Mi Páter, que me estaba preguntando yo, que si Usía dice que Jesucristo murió por todos nosotros, y que cuando alguien lo abofeteaba ponía la otra mejilla, y todo eso que Usía dice, que por qué entonces nosotros tenemos que coger los cetmes y luchar y defender con la fuerza a la Patria…”. El Páter no dudó un instante: “¡Pero eso fue Jesucristo, hijo mío, Jesucristo! ¿Cómo vais vosotros a compararos con Jesucristo? Vosotros tenéis que luchar y defender a la Patria, porque Jesucristo es Jesucristo y vosotros sois vosotros. Cada uno a lo suyo”. El Pescaílla se volvió a sentar en el suelo no demasiado convencido.
El Páter acabó su perorata, y se fue con su lánguido pasito por donde había venido. Un cabo liliputiense y con aspecto troglodita nos mandó a callar, y como alguno trataba de seguir charlando tras una pequeña columna, le espetó: “¡Eh, tú, no te escuendas!”. Enseguida entró un teniente muy apuesto, con una gorra demasiado deslucida para su porte marcial, y nos explicó con detalle el funcionamiento y composición de las granadas de mano. Otro día cuento cuando en la instrucción nos hacían apuntar con el cetme al Cristo del Sagrado Corazón de San Juan de Aznalfarache.
(Sugerido por el certero artículo de Manuel Jabois, Vestidos como putas)