jueves, 21 de febrero de 2008

El futbolista de Triana

La lluvia ha provocado un silencioso festival de aromas removidos, y en la calle nocturna huele a otra vida, a la tierra que sustenta el pasado. Esa chiquilla, a la postre, ha resumido en su gesto todo lo que de veras se puede saber sobre nuestra realidad. Al llegar, mi padre acababa de caerse. Parece que llevaba mucho tiempo agachado y tratando de arreglar algún imaginario problema en su zapato, y al final perdió el frágil equilibrio, aunque sólo se ha hecho un pequeño rasguño en la mano. Sus huesos han demostrado ya varias veces una fortaleza inusual. Y me lo encuentro en la silla de ruedas…

Taciturno, el mejor futbolista de Triana mira al suelo desde una silla de ruedas. Me responde, pero no me mira. Bueno, que descanse un poco tras el susto y en un rato intentamos otra vez un paseo. La chiquilla, la enfermera, me hace un gesto que significa que el reloj siempre avanza, que nunca retrocede, y claro, llega el momento en que las piernas ya no…

Mi padre lleva tiempo convencido de que tuvo que dejar el fútbol porque cayó malo con esto que ahora tiene, esto de la cabeza y de la memoria. De un plumazo del olvido ha borrado más de cuarenta años de su vida. Venga, a caminar un rato, fuera silla de ruedas. Esto ha sido sólo un pequeño accidente, y es que si de algo está orgulloso mi padre es de sus piernas. Vamos, arriba… Pero las piernas no responden, no encuentran fuerzas para enderezarse, y él mismo me pide volver a la silla. Así que ahora, mientras chirrían como gatos las ruedas, girando por los pasillos camino de ninguna parte, nadie podría decir que mi padre esté ido, ni tampoco que esté del todo consciente; más bien hay un vacío en su mirada, como si mantuviese los ojos fijos en un firmamento lejano, o tal vez no tan lejano...

Lo llevo al comedor, y allí, en la mesa, lo esperan tres mujeres: una, muy delgada, atada a la silla de ruedas con un cinturón, comienza a sacarse los zapatos y los calcetines, y acaba poniendo los pies sobre la mesa. Otra presenta una mirada constante de terror, y de vez en cuando salta sobre sí misma y da un grito como si hubiese visto al mismo diablo. La tercera está ciega, y ha debido caerse hace poco porque tiene media cara amoratada; mantiene la cabeza inclinada hacia atrás, en una postura que debe ser incomodísima, y murmura cosas en un desvalimiento absoluto. Más allá veo a una viejita sola en una mesa, que trata de beber de un vaso vacío y que sostiene del revés. Mi padre mira a su alrededor sin comprender demasiado, quién sabe si pensando que ha llegado la hora de dejar definitivamente el fútbol…