lunes, 25 de febrero de 2008

Decir por decir

LAS MANOS QUE SON LAS HOJAS

Las manos que son las hojas
se despiden y se caen.
Cada vez hay menos manos,
más aire, cada vez hay.
Los celestes y los grises
se acomodan o se esparcen
en el espacio visible,
que cada vez es más grande,
en un debatirse hermoso
de nuevas inmensidades…

Este poema de Juan Ramón Jiménez no me gusta, me parece realmente mediocre. Posibilidades de que el motivo de este disgusto sea mi ignorancia poética, derivada de mi escasa práctica lectora: todas. Mas algo me dice que aquí aparece de nuevo esa lacra común en el arte que es el nombre. Amigos muy confiables han hablado maravillas sobre Juan Ramón Jiménez, y aquí me tenéis a mí, que si leí alguna vez su Platero no puedo recordarlo. Así que, humildad hecha carne, recibo expectante Lírica de una Atlántida, que por ser su poesía última debería contener muchas de sus virtudes literarias, pero hojeando el libro apenas hallo algún pasaje que me agrade.

A continuación, me pregunto por qué no me gusta el amigo Juan Ramón, por qué no puedo con el Borges poeta, por qué en general tan pocos poemas consiguen emocionarme. Estoy convencido de que, por lo común, son la ignorancia y la superficialidad con que trato este idioma las razones de mi frialdad, pero tal vez haya algo más, porque ¿de dónde, pues, que Neruda, Alberti, Lorca, Hernández, Whitman y algunos otros alcancen con sus palabras regiones profundas de mi gusto? ¿Acaso son éstos poetas específicos para ignorantes y superficiales?

Si me emociono es porque, diciendo, el poeta me dice algo, y cuando sólo encuentro el tintineo desnudo de las palabras, el vacío florido y charlatán del poeta, suelo aburrirme. Porque muchos poetas, que por profesión deberían encontrar para nosotros las palabras, las frases más hermosas para expresar secretos, pecan de palabreros, y escriben y escriben y cuando ya no saben sobre qué más escribir, van y nos definen las decepcionantes peripecias una hoja seca o de un vulgar rayo de luz. Todo vale con tal de que acabe revestido de un manto multicolor de términos, a veces tejido de un modo recargado y ridículo, otras con algo más de acierto formal. Pero hay tantos que dicen tan poco… Y lo afirmo yo, que he pecado más de una vez de charlatán, blandiendo el escudo de la estética para ocultar pensamientos apresurados y pueriles.

Por supuesto, si uno lanza cientos de dardos contra la diana, la suerte y no la habilidad hace que más de uno y de dos alcancen de lleno el blanco. Así, y contando con la ayuda inestimable de la recurrida subjetividad poética, en cualquier obra podemos encontrar versos brillantes, figuras sobrecogedoras, emocionantes requiebros, y estos hallazgos parecerían decirnos: “atención, ignorante, este prenda sabe lo que se hace. Si no hallaste emoción en el resto de su obra, será tal vez que no leíste bien, que tu alma no se abrió lo debido”.

El nombre, la fama es otro buen modo de compulsar toda una obra, y así, al estilo de esos pintores que, pintada una obra maestra, ya todo lo que producen son obras de maestro, el poeta escribe un buen verso, consigue el correspondiente reconocimiento, y a partir de ahí tiene ya todas las licencias. Sin contar con que aquí también funciona esa otra añagaza tan común en todo tipo de arte: el estilo propio.

Para acabar con esta cháchara mía, torpe y perifrástica, pondré para ilustración de la misma dos ejemplos. El primero es un poema en el que encuentro ese algo del que hablaba más arriba, y advierto que he elegido conscientemente uno que no trate sobre un tema ya de por sí esencial, para que aquellos que a estas alturas crean que confundo la poesía con la filosofía salgan de su error. El otro poema hablará de las nubes, un asunto de seguro muy querido no sólo para mí, sino para muchos de vosotros, y sin embargo el poema que transcribo me parece del todo prescindible.

GUITARRA

Habrá un silencio verde
todo hecho de guitarras destrenzadas

La guitarra es un pozo
con viento en vez de agua

(Gerardo Diego, de Imagen)

NUBES (II)

Por el aire andan plácidas montañas
o cordilleras trágicas de sombra
que oscurecen el día. Se las nombra
nubes. Las formas suelen ser extrañas.
Shakespeare observó una. Parecía
un dragón. Esa nube de una tarde
en su palabra resplandece y arde
y la seguimos viendo todavía.
¿Qué son las nubes? ¿Una arquitectura
del azar? Quizá Dios las necesita
para la ejecución de Su infinita
obra y son hilos de la trama oscura.
Quizá la nube sea no menos vana
que el hombre que la mira en la mañana.

(Jorge Luis Borges, en Los conjurados)

Para terminar, os dejo una frase de mi querido Cioran, que en mi opinión contiene bastante más poesía que todo el poema de Borges, y que corrige aquí el buen nombre de las nubes:

¿Qué sería, qué haría yo sin las nubes? Paso mi tiempo más luminoso mirándolas pasar.

(De Cuadernos).