Mi padre me contó infinidad de veces, hasta llegar a ser angustioso para mí escucharla, la historia de sus trabajos en la provincia. Al final de su vida laboral trabajaba arreglando pinchazos de ruedas en un pequeño taller, pero su profesión, la que aprendió y en la que, según él, destacó, fue la de recauchutador. Se dedicaba a crear moldes para piezas de goma, y también a empalmar concienzudamente cintas transportadoras de considerable tamaño en empresas repartidas por la capital y por los pueblos de Andalucía y Extremadura. Disfrutaba indeciblemente explicándonos cada uno de los detalles de su trabajo, y con el auxilio de su inmodestia los convertía en una sucesión de heroicidades que lo eran en tanto él así los consideraba. Porque lo cierto es que siempre fue un hombre mañoso, muy mañoso, que inventaba soluciones para cualquier desaguisado en el hogar.
Hoy mi padre vive su última etapa en este mundo en el ambiente pacífico de una residencia. Lo que parece ser Alzheimer impidió que siguiese viviendo con sus hijos, y ahora no se siente mal donde está, porque lo cierto es que sus necesidades han disminuido a la mínima expresión. Hoy, paseando con él por la residencia, se me ocurrió recordarle aquellas pequeños dulces de mazapán, cubiertos de piñones, que en ningún lugar los hacen más ricos que en una confitería de Aracena (Huelva). Le pregunté si se acordaba cuando nos los traía de vuelta de un trabajo en aquella zona, y me dijo que no, que no se acordaba de los dulces, como tampoco se acordaba de sus viajes para reparar las cintas transportadoras, ni de su lucha en los años cuarenta con los complejos diseños de moldes para piezas únicas de goma, de los que se mostró siempre tan orgulloso. Entonces me sentí en el deber de recordarle la historia que él me había contado tantas, tantas veces, y que ahora había desaparecido de su mente. Mientras le contaba, él caminaba con los ojos fijos en el suelo, y yo pensaba en la ironía del destino, porque ¿quién le iba a decir a aquel muchacho, cansado de escuchar una y otra vez la misma historia, que llegaría un día en que sería él el que tendría que relatársela a su padre?
El otro día, tras algunas gestiones y la ayuda de mi buen amigo Javier de Coria del Río, le llevé una foto de un maestro que mi padre tuvo con nueve años, en el único año que pudo ir a la escuela, un maestro que en ese curso les leyó a sus alumnos varios libros de Julio Verne: Dos años de vacaciones, Un capitán de quince años, Los hijos del Capitán Grant…, libros que luego él a su vez nos recomendó tantas veces. La foto de Don Rogelio Asián era de 1968, unos treinta años más tarde de aquellas lecturas. Mi padre, que aún recuerda a su maestro, que recuerda su nombre y el agradecimiento que le profesa, no lo reconoció en la foto, y yo pensé entonces que aún tenemos necesidad de contar y de contarnos, porque de alguna manera con estas historias nos sentimos menos solos.