El buen hombre pedaleaba sobre una bicicleta plegable con cierto aire patoso, justo por donde el encontronazo con la del culo gordo, aunque unos meses antes de aquello. Portaba en la espalda una mochila plateada y rígida, tal vez adquirida con el juego completo de valijas lunares, y de no ser por el chaquetón oscuro y pasado de moda que vestía, cerrado hasta arriba y rematado con un gorro puntiagudo, hubiese pasado por astronauta rural escapado de la película de Javier Aguirre.
Se desplazaba por el carril inseguro y parsimonioso, y como yo esa mañana llevaba algo de prisa, lo adelanté sin más cuento. Uno de los entretenimientos preferidos de los usuarios del carril bici en Sevilla es el de adelantarse mutuamente sin descanso. Verán, les explico. Yo les adelanto a ustedes, y ustedes, a la mínima oportunidad me adelantan de nuevo, para que luego yo tenga que adelantarles y así hasta el infinito y más allá. El caso del astronauta les ilustrará sobre una de las técnicas más usadas en este juego diabólico. En el primer semáforo que encontramos tras adelantarlo, me topé con dos ciclistas que esperaban pasar. Me coloqué tras ellos, pero nuestro navegante espacial a dos ruedas, con el mismo cuajo con el que manejaba la bici cósmica, nos adelantó a todos por el carril izquierdo, y se colocó junto a la primera persona de la fila. Atento a la mecánica del semáforo, el muchacho arrancó un instante antes que su competidor, y se colocó el primero, eso sí, sin aumentar ni una pizca su velocidad de caracol artrítico. Así, todos tuvimos que adelantarlo inmediatamente, con las consiguientes molestias que dicha maniobra supone en un carril atestado de ciclistas. A mí lo que realmente me molestaba era no poder ir pensando en mis cosas…
Así encaramos la larga recta de la ronda histórica en la que, sin embargo, aparecían varios semáforos más. En el primero de ellos, nuestro amigo volvió adelantar por la izquierda mientras una larga cola de gente esperaba (tontamente, claro) en el carril derecho a que se abriera el semáforo. Volvimos a adelantarlo. Y en el siguiente se repitió la operación, reconozco que con los ánimos del que escribe ligeramente alterados. Al adelantarlo por última vez lo miré con intenciones asesinas y pasé moviendo la cabeza de un lado a otro, incapaz de concebir que hubiera un tipo tan idiota.
La gracia del cuento vino en el siguiente semáforo. En él me detuve el primero, con más gente detrás. El adelantado ciclista sideral se paró justo a mi lado, en su carril acostumbrado, y esta vez se dirigió a mí:
— Perdona, ¿te pasa algo conmigo?
Por un instante no supe si reír o bajarme de la bicicleta y partirle la cara. Pero me controlé y le dije pausadamente:
— ¿Que qué me pasa contigo? Te voy a decir lo que me pasa contigo: que estoy hasta los cojones de adelantarte. No se adelanta a la gente que va más rápida que tú en los semáforos cerrados.
El astronauta, con un tono de voz que noté algo compungido, pasó no obstante al contraataque:
— Yo lo único que sé es que casi me tiras cuando me has adelantado en la Carretera de Carmona.
Seguramente se refería a la estela de aire que dejé cuando lo adelanté, porque lo pasé limpiamente y dejando más de un metro de distancia entre nuestras bicicletas.
— Tú no estás bien, chaval. Te adelanté correctamente. Eres tú el que no sabe andar por el carril. Te he adelantado tres veces, y ahí donde estás ahora no te puedes parar, porque es el carril contrario. Piensa un poquito con la cabeza, si eres capaz de usarla…
Entonces se quedó callado. Se abrió el semáforo y lo dejé allí pensativo y a punto de ser arrollado por otros ciclistas que venían de frente. Más adelante volvimos a coincidir en un semáforo donde ambos nos desviábamos del carril, pero esta vez se colocó a distancia, en un lugar donde no molestaba. Noté cierta tristeza en su mirada, perdida en las primeras luces del amanecer. Tal vez se imaginaba sobrevolando la tierra, y adelantando a los satélites en los cruces interestelares…