Ver el Telediario, como escuchar Radio 5, va dejando de ser una buena costumbre. Si en Radio 5 es la música la que destaca por su asombrosa e insoportable ridiculez, en los diarios de la televisión pública la crónica de la vida es cada día más religiosa y deportiva (valga la redundancia), centrándose básicamente, para más inri, en la religión católica y en el enojoso Real Madrid.
No sólo en Radio 5 y la primera de TVE, en todos los medios públicos se van presagiando los aires insólitamente renovadores de la futura y fatal victoria de Rajoy y sus secuaces; y eso que los amigos socialistas han dedicado a la laicidad del estado el mismo tiempo que yo al punto de cruz. Pero es como si los periodistas, al estilo de las ratas en las catástrofes, se oliesen el cambio, y empezasen a dar señales de que pueden ser buenos chicos con quien haga falta serlo. Así, estas semanas la televisión y la radio públicas se han llenado de programas fervorosos, como corresponde a un país cristiano y de bien.
Pero yo iba a una noticia con la que andan los noticiarios públicos machacándonos desde antes de la semana de pasión: las múltiples y jacarandosas formas que encuentran los españolitos para demostrar su fe. Alguna tan extraña como la que hoy han anunciado: carreras de caballos en Arroyo de la Luz (Cáceres). Se conmemora con ellas una batalla de la reconquista, que los cristianos ganaron con la ayuda inestimable de la patrona de la localidad, y en la que al parecer los moros salieron pitando por las calles del pueblo. Sin entrar en minucias históricas, que a los fieles religiosos suelen importar poco (la fe todo lo puede), hay que explicar que la tradición consiste en cabalgar a toda velocidad, solo, en parejas o en tríos, por una calle del pueblo abarrotada de gente. Ver la carrerita realmente sobrecoge, sobre todo porque en cualquier momento los asistentes pueden ser arrollados por los caballos. De hecho, hace un par de años un policía municipal, que trataba de contener a la gente para que no fueran atropelladas, fue golpeado por un caballo y se marchó con nuestro Señor a criar malvas. Preguntado por el inteligente periodista, uno de los jinetes explicaba hoy: “Pues es una cosa que no se puede explicar, que no tiene explicación ahora mismo; es una cosa que se lleva dentro y no tiene explicación, no hay explicación. Yo por lo menos no la tengo, no sé si alguien la tendrá, pero es una cosa distinta”. Más claro, agua.
Y es que cuando no se usa la cabeza, premisa aconsejable para el uso del corazón, se confunde lo antropológico con lo salvaje. Que los Yanomami brasileños fueran unos tipos violentos, que casi todo lo arreglaban a mamporros, y que sus mujeres fueran las que más recibían en el asunto, puede ser explicado deliciosamente por Marvin Harris (Vacas, cerdos, guerras y brujas. Los enigmas de la cultura), pero no debería ser considerado como una simpática distinción de estos salvajes, digna de salir en el telediario para que, mientras se acaba con el postre, los españolitos de a pie digamos: ¡coño, qué curioso! Es verdad, recientemente se produce una sana tendencia a prohibir las tradiciones físicamente más bestiales, pero muchas otras, basadas en el desprecio de nuestra capacidad más humana, que es la del pensamiento, ésas son vendidas como una forma de conservar la riqueza del pasado, cuando no son más que modos de proteger las pobrezas y los desatinos de otros tiempos más salvajes.
Porque mucho más allá, las palabras del jinete de Arroyo de la Luz no sólo reflejan los tintes prehístóricos de una fiesta peligrosa, simple e insulsa, sino que podrían servir para cualquiera de estas fiestas en las que los españolitos muestran su fe: son algo inexplicable, que no tiene explicación, o al menos uno no la sabe, algo distinto, algo con lo que convertirnos, sin mucho trajín intelectual, en protagonistas de la vida, algo con lo que llenar la vida de uno sin el estorbo de la razón ni el vértigo de la muerte. Algo que hace cantar al aficionado al fútbol el himno de su equipo, con el pecho henchido de orgullo; o que hace decir al nazareno de Sevilla que para él dos figuras de madera son tan importantes como sus propios hijos; algo que lleva a la gente a luchar y matar por la patria, o por un modelo de patria; algo que, en nombre de Dios, a unos lleva a dar su vida por la salvación del cuerpo y el alma de los pobres de Ruanda, y a otros a ponerse un cinturón de explosivos e inmolarse en nombre de otro Dios bastante parecido al anterior. Salvajismo, de mayor o menor intensidad, sangriento o pacífico, deportivo o ecuestre, inocente o retorcido, tradicional pero salvajismo al fin y al cabo.
Posdata.- Por favor, no contesten a esta entrada con eso de que el misionero que salva a los negritos es mucho mejor que el terrorista que destroza a una multitud. Claro, por supuesto, la obviedad me insultaría. Si a alguien lo único que le evocan mis palabras es esto, casi mejor que se olvide de estas tonterías y que siga con su fe inexplicable.