Era poco después del mediodía, pero con la calor de Sevilla el bar ya invitaba a una cerveza. Lo encontré paseando por la calle, y enseguida lo saludé. José Monge Cruz, Camarón, me miró con ese silencio con el que él miraba siempre, exactamente el mismo de mi tío Jesús, y se dejó saludar. Su sonrisa fue tímida, contenida, triste.
Me alegré mucho de verlo después de tanto tiempo. Pareció que aquel encuentro era un paso obligado en nuestras historias, como si estuviese previsto por alguna minúscula pero determinante fuerza natural, así que no me sorprendí en absoluto. La última vez que lo había visto, hace muchos años, Camarón deambulaba por la zona de La Florida, picoteando en los bares de la avenida con un rostro cadavérico y la vida destrozada por las drogas. Entonces no debíamos conocernos, porque yo me limité a mirarlo pasar. Pero hoy Camarón me saludó con cariño.
Entramos en el bar y noté su rostro algo desvaído, como si mis ojos tuvieran ese filtro que en el cine trata de ocultar las arrugas de las actrices. Fue lo primero que me extrañó, aunque mi extrañeza se disolvió al invadirme un deseo tremendo de tomar su cara en mis manos y acariciarlo como a un niño. Sentí tanta pena por él, tanta ternura se me vino a la garganta. ¿Cómo no me di cuenta de…?
Tomamos algo, ahora no recuerdo qué, como tampoco recuerdo de qué hablamos. Pero sí sé que apareció una amiga, una mujer que, cuando se lo presenté, se alegró de conocer a Camarón, una leyenda viva. Convencimos a José de que se viniera con nosotros. Se movía con dificultad, como si sus piernas se hubieran contagiado de la timidez de su corazón gitano. Entró en el coche, en el asiento de atrás. El cristal trasero del coche se bajaba como los de las puertas laterales, y eso debería haberme hecho sospechar, pero sólo empecé a creer que algo no andaba bien cuando, al bajar el cristal, una rama de naranjo, que al parecer estaba apoyada sobre el coche, se coló en el habitáculo, molestando a Camarón. La rama del naranjo tenía espinas, flores de azahar, pequeñas naranjas verdes y sólo hojas nuevas y diminutas de naranjo recién plantado. Debido a sus largas espinas, tuvimos problemas para sacar la extraña rama y cerrar de nuevo el cristal. Entre mi amiga y yo pudimos arreglar el problema, mientras Camarón se limitaba a echar el cuerpo adelante y mirar cómo hacíamos, como un chiquillo que dejara a sus padres deshacer un peligro.
Si lo pienso bien, recuerdo poco más de ese encuentro. Sólo sé que me desperté poco después y noté cómo poco a poco, como suele suceder con los sueños, los detalles se evaporaban al contacto con la vigilia. Nunca he sabido a ciencia cierta si aquel a quien vi vagando de bar en bar por La Florida era Camarón, aunque en el recuerdo, un recuerdo de este lado del espejo, se le parecía tanto… Esta noche volví a ver a Camarón, y ahora sí que era él, con seguridad, era él reconstruido con sus cantes en mi corazón, una prueba más de que los que se fueron nunca se han ido…
Y al infierno que te vayas
yo me voy a ir contigo,
que yo me voy a ir contigo,
porque yendo en tu compaña
llevo la gloria consigo.
Ay al infierno que te vayas,
me tengo que ir contigo.
Maíta de mi alma
que dirme dónde estás metía,
que dirme dónde estás metía,
ay que yo te llamaba a voces
y tú a mí no me respondías.
Ay que a voces yo te llamaba,
y tu a mí no me respondías.
Metí a la lotería,
yo metí a la lotería
y me tocó tu persona,
que era lo que yo quería.
Y me tocó tu persona,
que era lo que yo quería.