Un compañero me envía la referencia a un periódico digital llamado La República. Entre la gente que conozco menudea la que exhibe símbolos republicanos, aquellos que portan con orgullo la bandera tricolor en la solapa o los que ponen sobre la pared carteles que reivindican el cambio de régimen. Es casi obligado ir desde el descontento con la existencia de una extensa familia real, que vive (a ver...) a cuerpo de rey gracias a los impuestos de todos, hasta la defensa de la república como panacea nostálgico-política.
A mi entender, existen dos cuestiones por las que todo este movimiento me parece descabellado. Una, porque se defiende la república creyendo proponer un régimen distinto al actual, cuando lo único que los diferencia es que en uno mantenemos un símbolo trasnochado en forma de rey, y en el otro nos ahorramos los gastos de este símbolo. Es decir, es una cuestión fundamentalmente económica, puesto que ni el rey ni sus familiares ejercen potestad política alguna. El hecho de que el rey sea por ley inviolable e irresponsable no deja de ser un agravio social, pero entre otros muchos agravios bastante más sangrantes, materializados en el día a día de todos, no parece suficiente para proponer un cambio de régimen. También está, obviamente, el aspecto estético del problema, que nos impulsa a pedir el fin de este juego de príncipes y princesas, pero ya digo, creo que hay injusticias más flagrantes y dañinas que nadie cuestiona.
La segunda razón por la que la defensa que se hace de la república me parece desatinada es porque, como en otros tantos movimientos políticos, en éste domina la pasión sobre la razón. Si consultamos el mentado periódico digital lo primero que uno percibe es el olor a soflama, el ruido panfletario que trata de imitar al de otras más tristes épocas. “A la militancia del PCA de la provincia de Málaga...”, “La Cultura y el movimiento republicano se conjuran para impulsar un gran SÍ A LA REPÚBLICA”, “Miles de republicanos toman el centro de Madrid”... Suena a ganas de gresca, a deseos de que las dos Españas vuelvan a enzarzarse. Todo en este periódico resulta obsesivamente radical, es decir, sólo hay blanco o negro, renunciando a los imprescindibles matices. Y así Cuba es su revolución gloriosa, Venezuela un bastión contra el imperialismo, y los otros, los no republicanos, fascistas contra los que combatir...
Pero yendo más allá, hay que reparar en el objeto de nostalgia del republicano medio: la Segunda República española. Y así como el tabaco es un vicio que no produce placer sino de un modo negativo, es decir, cuando calma la horrible necesidad que antes ha creado, esta Segunda República tiene muchos más méritos en el contraste con la criminal dictadura que la interrumpió, que en sus verdaderos éxitos políticos y sociales. Nadie puede negarle su mérito esencial: era una democracia, imperfecta como la actual, pero democracia al fin y al cabo, y por tanto a años luz del régimen dictatorial y asesino que vino a sustituirla. Y nadie puede negarle algunas virtudes tímidas y parciales en el campo de la educación o de la cultura. Pero su virtud esencial, es decir, su carácter democrático, no creo que se vea hoy mermada significativamente por la existencia de la familia real, y sí por cuestiones que, como entonces, parecen ya inherentes a la libertad humana, a saber, que la libertad legitima la diferencia, y de la diferencia, por la incultura, sólo hay un paso hacia la desigualdad y la injusticia. Admitimos (también se hizo en la República) esta desigualdad siempre que esté sancionada por la ley, pero la ley la han escrito siempre aquellos individuos que han salido mejor parados del reparto de igualdad. En la Segunda República española Miguel Hernández no fue tan libre como Federico García Lorca o Rafael Alberti, ni Azaña o Martínez Barrio vivieron su vida como los jornaleros a los que se negó una reforma agraria decente, como hoy nuestros ministros socialistas andan en otro tren de vida que los asalariados del montón. En la República fueron los muchachos burgueses, bondadosos ideólogos al calor de su bienestar económico, punta de lanza del arte, los que más disfrutaron de la República, en la que pasaban hambre muchísimas criaturas. Y cuando se trató de luchar contra las tropas franquistas, gran parte de estos adalides se mantuvieron en la retaguardia produciendo poemas y cuadros, y organizando timbas inolvidables, para acabar exilándose, llevando, eso sí, una vida de lujos en el extranjero. Entretanto los pobres, los de siempre, pagaron el verdadero precio de la libertad siendo asesinados, viviendo presos en las cárceles franquistas, o deshaciéndose de dolor en los campos de concentración europeos.
Por otra parte, identificar la recuperación de la memoria histórica con la reivindicación de una tercera república es otro de los movimientos interesados de aquellos que echan también de menos las barricadas, y sueñan con el glorioso renacer de aquellas ilusiones proletarias, siempre convertidas en consignas del poder totalitario supuestamente popular.
Decía el bueno de Cioran, en su hermoso Breviario de podredumbre: “Me basta escuchar a alguien hablar sinceramente de ideal, de porvenir, de filosofía, escucharle decir nosotros, con una inflexión de seguridad, invocar a los otros y sentirse su intérprete, para que le considere mi enemigo. Veo en él un tirano fallido, casi un verdugo, tan odioso como los tiranos y verdugos de gran clase”. Pues eso...