El martes 19 publicaba el maestro Fernando Savater un artículo en El País titulado El regreso de Mecenas, en el que con desacostumbrada torpeza expresiva y argumental rompía una lanza por los autores en contra de los malvados internautas, los cuales, según Don Fernando, no solicitan libertad, sino gratuidad en el acceso a las obras de los artistas. Para ello, Savater trae a colación a Gayo Mecenas, que fue un rico bienhechor de la cultura y favorecedor de la obra de señores como Virgilio y Horacio.
Imagino que el maestro Savater, en su vano esfuerzo por ser no sólo un buen pensador, sino también un buen literato, y por tanto un buen artista, anda algo desconcertado. Si de sus excelentes ensayos se puede deducir algo sobre su personalidad, juraría que no se le ha subido el Planeta a la cabeza, así que supongo que debió tener un mal día cuando decidió escribir este artículo.
No voy a repetir aquí todos los argumentos que ya exponen cada día no sólo los inicuos internautas, sino todo aquel que, sin lucrarse directamente con el asunto, piensa con un mínimo de cordura. Entre estos argumentos destacaría el de que la industria cultural ha sido durante mucho tiempo una de las expresiones más palmarias del capitalismo salvaje, modelo de relación social que, como en algún sitio dijo ya Don Fernando, no es el reino de la libertad, sino el de la libertad económica de unos pocos y la esclavitud económica de otros muchos. Si dicen que esta industria cultural anda ahora de capa caída no es porque los artistas no puedan vivir, y muy bien, de su trabajo, sino porque hoy no existe la misma facilidad para que cualquier mindundi pegue uno de esos pelotazos tan frecuentes en otros tiempos.
A la sombra de una situación desastrosa de la educación, de una menguante importancia de la sabiduría en todos los procesos sociales y del endiosamiento del gusto popular como principal medida del arte, una caterva de personajillos cuasi analfabetos dictan, con la ayuda de poderosas productoras, la repetitiva banda sonora de nuestra vida, los entretenidos libros que atiborran las librerías-supermercados, o las decorativas obras que adornan nuestros museos. Y en esto llega el maestro Savater, a quien a pesar de todo respeto incondicionalmente, y pretende que la sociedad sea buena y permita a un montón de papanatas hacerse ricos a costa de los bolsillos del populacho.
Por supuesto, entre tanto artista hay sin ninguna duda más de un genio, contados seres que, incluso sin ser pirateados, raramente alcanzan la dicha de vivir de sus trabajos. Son personajes que se diluyen en el carnaval tonto del artisteo y el tomate, y es a estos artistas a los que, en no pocos casos, beneficia la libertad de movimientos que a Savater le parece tan perjudicial. Por supuesto, si uno quiere sacar un disco o publicar una novela, y a continuación comprar una mansión y un coche de lujo, todo esto del pirateo acaba siendo una jodienda, y aun más si los productores e intermediarios, si los dueños de los medios de comunicación, en definitiva, los mecenas de hoy día, tampoco pueden obtener los ilimitados beneficios que antes obtenían con extremo desparpajo; y así, claro, no hay quien haga funcionar el negocio.
Pero más allá de todos estos argumentos, hay uno decisivo para que el artículo de Savater chirríe hasta romperle a uno los oídos: por favor, maestro, no me compare a Virgilio y Horacio con Teddy Bautista o Ramoncín, aunque tampoco con Javier Marías o Saramago, cuyo último libro tuve necesidad de regalar, y le juro que no valía ni la cuarta parte de los dieciocho euros generosos que pagué por él.